VI

Mi memoria, que comenzaría a hacerse deplorable si no pusiese orden en ella, y la escandalosa falta de cuidado de que adolece el arreglo de mis «notas» literarias, por poco me hacen olvidar de consignar en su lugar correspondiente un episodio, de los más interesantes por cierto, de mi vida de prisionero.

Para enjugar a toda prisa esta laguna diré en seguida que tan pronto como salí del «depósito» de los Carmelitas fui llevado a una celda de la misma prisión por orden del juez de instrucción. Mobiliario: una hamaca y una manta; una mesa, un taburete, un lavabo… y un cubo. Alimento: guisado de cebada; el domingo, guisado de guisantes machacados. Bebida: agua a discreción. Señas particulares: desde el primer día cogí… piojos.

Con un poco de tinta cuidadosamente economizada de un tintero prestado por la administración para los estrictos usos epistolares y conservada líquida en un intersticio del enladrillado escribí, durante los ocho días que duró aproximadamente aquella prevención hasta cierto punto benévola, con la ayuda de un trocito de madera, algunos de los relatos diabólicos que aparecieron en mi libro Antes y ahora. Crimen amoris, el cual comienza con:

En un palacio, seda y oro, en Ecbatana

y otros cuatro, entre ellos Don Juan engañado, cuyo manuscrito primitivo, en un papel que había servido para envolver en la cantina, lo posee mi amigo Ernesto Raynaud, excelente poeta, manuscrito legado al mundo gracias al bárbaro procedimiento citado.

Una vez al día, por la mañana, los presos provisionales, por secciones, bajaban a un patio embaldosado «exornado» en el centro por un «jardincito», todo él cubierto de flores amarillas llamadas caléndulas, provistos de su cubo… mejor y peor que higiénico, el cual debían vaciar en un lugar designado y fregar antes de que comenzase el aseo formando cola, bajo la vigilancia de un guardián lo más humanitario posible.

Yo le dediqué estas estrofas:

Caminan y sus pobres zapatos

producen un ruido seco,

humillados,

con la pipa en la boca.

Ni una palabra; de lo contrario, al calabozo.

¡Ni un suspiro!

Hace tanto calor,

que se teme la muerte.

Los domingos, misa rezada en una capillita fea en verdad, sin un cántico, sin un sermón. ¡De vez en cuando es bueno un sermón, aun para los bribones como yo!

Sólo al cabo de aquellos ocho días, repito, se me llamó a presencia del director, después de mi entrevista con el de la prisión, tal y como la he relatado precedentemente, y yo adiviné que se trataba de las consecuencias obtenidas con la carta de Victor Hugo.

Entre tanto yo había comparecido dos o tres veces ante el juez de instrucción, hombre insinuadamente benévolo, cosi son tutti, que no tenía que obtener de mí ninguna declaración, y, a causa de mi franqueza, desde que entré en la comisaría de policía… me mantuve en estado de prisión y me hice citar por el procurador del rey de la policía correccional bajo la prevención de disparos y heridas voluntarias que habían ocasionado, etcétera.

¿Era mejor lo de prevención que lo de asesinato?

No.