Los Carmelitas
Algo así semejante al «Depósito» de París. Un ancho patio embaldosado o, más bien, largo. Espantosos tipos, en general. Muchos alemanes, la mayoría de ellos belgas, como es natural, italianos y demasiados franceses —¡ay— bastante horrorosos. Llego hasta allí aturdido, tímido y como borracho aún. Además, como voy bien puesto, por parte de mis camaradas soy objeto de cuodlibetos y burlas, de miradas que me matan en verdad. El guardián de servicio, un bruto muy galoneado, me maltrata, para colmo, con palabras flamencas que entiendo por la entonación. Me señala con el dedo a un grupo donde están pelando patatas. De pie durante una hora, este trabajo resulta muy penoso. Suena una campana. La comida. El refectorio está blanqueado con cal. Las mesas y los bancos están muy limpios. El ayudante, más galoneado aún que el guardián, llamado sargento, con distintivo de plata enorme y kepis extraordinariamente sobrecargado de galones, hace la señal de la cruz y pronuncia con voz terrible:
Benedictine.
Todos responden, salvo yo, que había olvidado, desde hacía mucho tiempo, aquella liturgia, como todas las demás.
¡Dominus!
Y el ayudante prosigue, con mayor ferocidad aún:
Nos et ea quae sumus sumpturi benedicat dextera Christi.
Todos, y también yo esta vez:
Amén.
Y nos sentamos a la mesa, ante gamellas de estaño y cucharas de hierro. ¡Vaya un guiso! Cebada con grasa de caballo, evidentemente. Entonces me reconozco parisiense de la Sede. Pruebo un poco con la punta de la lengua. Y he engullido, por fin, cerca de una cuarta parte, cuando el ayudante pronuncia:
Gratias, etc.
Y entramos en el patio, desde donde al poco soy llamado a presencia del director. Después de atravesar muchos corredores (los Carmelitas son, como su nombre indica, un antiguo convento), llego, al cabo, acompañado por un guardián que lleva apoyada la mano en su machete, a la estancia que ocupa este potentado, quien, después de haber despedido al estafero, me dice:
—Haga el favor de sentarse, señor Verlaine.
Por fin una frase de cortesía, después de todo aquel torrente de humillaciones. Contemplo al director, un hombre bajo, todo bigotes y patillas canosos, con lentes detrás de los cuales se ven unos ojos penetrantes y no malévolos. Está sentado en un sillón. También él aparece extraordinariamente argentado. Tal aparecería, hacia 1850-1851, un general de la guardia nacional, con interminables entorchados. Tiene en la mano una carta dirigida a mí por Victor Hugo.
(Desde el Amigo había escrito yo al maestro solicitando su intervención cerca de una persona querida entonces).
El director:
—Acabo de leer estas pocas palabras que vienen dirigidas a usted, y me extraña verle a usted aquí teniendo semejantes corresponsales. Entérese.
(He entregado la carta a un amigo, un inglés de Lincolnshire). Decía así:
«Mi pobre poeta:
Veré a su encantadora mujer y le hablaré en favor de usted, en nombre de su buen hijito.
Tenga valor y confíe en su verdadero amigo,
Victor Hugo».
El director dice:
—Su señora madre (mi pobre, buena y anciana madre, ante la cual se desarrolló la espantosa escena; mi madre, a la que tanto he hecho sufrir, y que murió de una fluxión de pecho a consecuencia de un enfriamiento que contrajo mientras me cuidaba una enfermedad durante la cual permanecí paralizado por completo). Su señora madre ha solicitado del señor Procurador del Rey que se le autorice a usted para quedar en la pistola. En presencia de esta carta, y bajo mi responsabilidad, le autorizo a usted para ello desde ahora, en espera de las órdenes que han de llegar y que tengo la seguridad han de ser favorables para usted.
Y como, después que hubo tocado el timbre, entró el guardián, continuó:
—Conduzca usted a este caballero a la pistola de los recomendados.