IV

El amigo

Corta, pero buena.

Además, un puro preludio.

Helo aquí. En julio de 1873, en Bruselas, a causa de una disputa en la calle, consecutiva de dos disparos de revólver, el primero de los cuales hirió de gravedad a uno de los interlocutores, a cuyo lado pasaron de largo dos amigos en virtud de un perdón solicitado y concedido de intento, el que había tenido el lamentable gesto, bajo la influencia del ajenjo antes y después, pronunció una palabra enérgica, y se registró el bolsillo derecho de la americana, donde el arma, cargada aún con cuatro balas y desprovista del seguro, se encontraba, por desgracia, y accionó de una manera tan significativa, que el otro, invadido por el miedo, huyó a todo correr por la vasta calzada (de Hall, si mi memoria es buena), perseguido por el furioso bajo el abrasador sol de la tarde.

Un agente de policía que deambulaba por allí no tardó en detener al delincuente y al testigo. Después de un somero interrogatorio en el transcurso del cual el agresor se denunció más de lo que el otro le acusaba, ambos, por orden del representante de la fuerza armada, se dirigieron en su compañía al Ayuntamiento, llevándole cogido del brazo el agente, pues ya es ocasión de decir que yo era el autor del atentado y del intento de reincidencia, cuya víctima, esta vez, no era otra que Arturo Rimbaud, el extraño y gran poeta, muerto tan desdichadamente el 23 de noviembre último.

Muy bien, el Ayuntamiento de Bruselas, en su gótico y un poco terrible Renacimiento. Aunque no he vuelto —¡qué diantre!— desde aquella aventura, le rindo este homenaje imparcial en el que no pensaba —podéis creerlo— mientras iba conducido bajo su porche, o, más bien, bajo uno de sus porches, al despacho de un comisario de policía de los más rigurosos, engreídos y rígidos, como lo son por lo común las cinco sextas partes de estos funcionarios o de sus semejantes, por cierto un poco por fórmula en los casos ordinarios, siendo así que aquel caso era serio, y no un grano de anís.

Después, gracias a un descuido mío más bien que de mi compañero, ante las consecuencias que aquello podía tener para vuestro servidor de la más circunstanciada de las sumarias (¿es ésta la verdadera expresión?), el magistrado soltó a Rimbaud, como era natural, aunque previniéndole que quedaba a su disposición, y decidió que yo fuera conducido inmediatamente al «Amigo».

Este nombre cordial, vestigio de la ocupación española durante los siglos XVI y XVII, hace muy nuestra la palabra francesa «violín» para designar un puesto de policía. Como aquel Amigo se encontraba a algunos pasos del Ayuntamiento, llegué bien pronto a él, escoltado por dos esbirros —aquella vez un brigada y un subbrigada—, cuyos galones me eran tan indiferentes en aquella época —¿necesitaré decirlo?— como me lo fueron luego. No era hermoso, por cierto, el Amigo. Aseado hasta más no poder, constituía la gloria del país en cuanto a aseo. Como yo llevaba dinero —y esto era todo lo que se me había dejado, a más del traje, en la comisaría—, se me recibió de oficio en la pistola, lo que, en el fondo, está bien. Aquella pistola recibía el aire y la luz por un postigo situado demasiado alto, y tenía dentro dos camas, dos mesas y dos sillas y otras muchas comodidades, exceptuando una omisión que no me hizo soportable aquella paz —¡un borracho es lo peor que hay!, que no hubiese tardado en participar de mi suerte—; se le hubiera hecho insoportable de todos modos aquella noche. Y desde fuera llegaban cantos, gritos, alaridos hasta horas muy avanzadas. Sobre todo, unos aires de La Filie de la Mère Angot, entonces en la flor de su novedad…, belga, me maltrataron los tímpanos hasta el amanecer. Un litro de faro, queso y pan, con la esperanza que se me dio, o más bien se me vendía, además, de ser puesto pronto en libertad, dejaron, sin embargo, que me pareciera muy largo el tiempo. A eso de las siete de la mañana se abrió la puerta —¡cuántos cerrojos!— y me hicieron que descendiese algunos escalones hasta llegar a un reducido patio enlosado, donde me fueron llevados el café con leche y el panecillo llamado pistolet, tradicionales en Bruselas. Me pareció que pasaron muchas horas. A todas mis preguntas sobre mi pronta liberación, los vagos carceleros, mitad vestidos de civiles, mitad de policías, en zapatillas, desconsiderados e indolentes, respondían: «Sí, ahora mismo van a venir, ¿sabes?; estate tranquilo; ya verás…»; si bien después, hacia la una, una vez engullidos sin apetito el puré de patatas y no sé qué clase de carne, medio cocida y medio asada, de vaca o de cordero, fui llamado… hacia un coche celular bastante semejante a los de los presidiarios, afectos entre nosotros a ciertos transportes femeninos hasta la Prefectura, esto es, coches metálicos pintados de amarillo y negro por el exterior y que atraen las miradas de fuera. Así recorría una parte desconocida por mí de Bruselas con la mirada errante sobre las calles montuosas, llenas de gentío pobre, de mercaderes mezquinos que trepan desde la ciudad central hasta la antigua prisión de los Carmelitas, donde me vi encarcelado, no sin brutalidad, y, por fin, libre de las esposas que al salir del desagradable carromato me había «colocado» en las muñecas un inspector, por lo menos —tan galoneado de plata iba aquel… ¡asqueroso!, armado con un sable que no se terminaba nunca—; fui encarcelado, digo, por orden que me fue transmitida en un papel, donde, a la cabeza, bajo una balanza con las palabras pro justitia en exergo, aparecían las siguientes palabras, escritas por el gendarme que me había entregado aquella orden de encarcelamiento:

Tentativa de asesinato.