Una… equivocación
El llorado Arturo Rimbaud y yo, atacados de furor por los viajes, salimos un buen día de julio de 187…, si no me equivoco, para A…, donde yo había permanecido y debí permanecer aún numerosas veces en familia. Ciudad curiosa; casas españolas del buen siglo XVII y algunos monumentos, entre los que se cuenta el ayuntamiento gótico más hermoso de Francia, cuartel y convento, campanas y tambores. Ningún comercio y poca industria. Algunos ricachos confinados tras las altas ventanas con postigos blancos de sus hotelitos con bellos jardines. La población, acomodada o pobre, casera, pero de buena composición.
Tomamos el tren a eso de las diez de la noche y llegamos al amanecer. Pronto dimos la vuelta a la ciudad; aquellas fortalezas son reducidas, y mientras esperábamos a que estuviesen levantadas las personas susceptibles de acogernos amistosamente sin demasiada molestia para ellas, resolvimos ir a desayunar al buffet de la estación, donde tomamos provisionalmente cada uno uno o varios aperitivos… en tanto que charlábamos de unas cosas y de otras. Rimbaud, a pesar de su seriedad extraordinariamente precoz que llegaba algunas veces hasta a la majadería atravesando por calaveradas de bastante macabros o muy particulares caprichos, y yo, que continuaba siendo un muchacho, no obstante mis veintisiete años cumplidos, teníamos aquel día nuestro humor propicio a lo cómico, lúgubre y algo retozón, y concebimos la idea de «epatar» a algunos «honrados» viajeros que consumían allí caldos, panecillos y galantinas rociados con vino de Argelia demasiado caro. Entre los tipos presentes se encontraba a la derecha —todavía me acuerdo— en nuestro banco, a poca distancia, un buen hombre, casi viejo, medianamente vestido, con un sombrero de paja deslucido sobre la cabeza como afeitada a bofetones, tonto y cazurro, chupeteando un cigarro puro de un sueldo, sorbiendo un jarro de cerveza de a diez céntimos, tosiendo y gargajeando y que prestaba a nuestra conversación una atención aún menos estúpida que malévola. Se lo hice observar a Rimbaud, que se echó a reír por lo bajo, como solía hacerlo. La horrible aparición se desvaneció de pronto, como por arte de magia, y nosotros nos hicimos los distraídos, para no malograr el efecto producido. Habíamos estado hablando de asesinatos y de robos, personalmente, y suministrando truculentos detalles que hubieran parecido más que oculares, y continuamos tratando sobre el mismo tema como si tal cosa, cuando surgieron ante nosotros, como aparecidos de súbito, dos gendarmes de la peor traza que nos invitaron con pocas palabras a que les siguiéramos.
Seguimos, como era debido, a los representantes, desde luego respetados, de una autoridad que, a pesar de todo, tuvimos a bien encontrar un poco obligada a tener que ver con nosotros, en absoluto tan irreprensibles, y después de un buen o, mejor dicho, un mal cuarto de hora de camino por estrechas calles hortenses, subimos las tres o cuatro gradas de una puerta lateral del Ayuntamiento, donde, no sé por qué ni cómo, se hallaba el jefe del Tribunal de aquella jurisdicción, en un gabinete precedido de una antesala, donde hubimos de esperar un poco. Estaba muy bien aquella entrada lateral. Bóveda cintrada, piedra gris y madera negra, con pechinas simétricas. Unos guardias nacionales (era a raíz de la guerra y antes de la supresión de esta clase de milicia) subían al cuarto de la guardia, poco vestidos, aunque más cosidos que nosotros, unos trozos de tocino procedentes de París; algunos «guardias municipales», que en todas partes son lo mismo, salvo pequeñas diferencias de uniforme, circulaban con indolencia como por su casa, en vista de lo cual… Rimbaud, después de haberme hecho una seña, prorrumpió en una serie de sollozos que debía enternecer y enterneció a nuestros buenos gendarmes (no son todos tan amables ni tampoco muy sensatos algunas veces, aun a través de su responsabilidad), esperando el efecto que habrían de producir en el señor Procurador de la República. Éste fue el primero que acudió, y bien pronto salió del importante gabinete con los ojos húmedos aún, y con un parpadeo como de alarma dirigido hacia mí. Entré a mi vez en el departamento del primer magistrado, que estaba de pie en su sitio, el cual, sentado en un ruedo de cuero, donde parecía bien atornillado, me interrogó, interrumpiendo aquella formalidad con arrogantes observaciones acerca del aspecto de mi pantalón blanco, un poco sucio por el polvo del viaje, y también por el uso anterior y subsiguiente. Algunos reproches fueron mascullados después: «Acaba de verificarse una ejecución en A… Son lamentables esas conversaciones tópicas (sic) en un sitio público y en tales circunstancias… Pueden dar lugar a sospechas, acaso justas… Y si no… Vamos a ver… Después de todo, ¿qué venían a hacer ustedes aquí?… Ese joven parece conforme y respetuoso con la justicia… Pero insisto: ¿qué venían a hacer ustedes aquí?… Porque así, los dos, sin equipaje ni nada… Sí… Ya ve usted…».
Expliqué mi caso, diciendo que había tenido el capricho de pasear en compañía de un amigo —todo esto explicado con claridad y sin rodeos—. Era entonces más republicano que ahora, acababa de ser un poco comunista, y poseía una verbosidad bastante elocuente. Después que hubieron dado referencias nuestras en la ciudad y de haber mostrado los «papeles» —cartas, pasaportes, billetes de banco (¡oh tiempo, interrumpe tu vuelo!)—, añadí que yo era de Metz, que tenía que optar entre Francia y Alemania, y que, a fe mía, vacilaba, en verdad, en vista de aquella detención ar-bi-tra-ria, etc., etc. (El señor Procurador, a la sazón el señor Presidente, podría atestiguar la veracidad de todo este relato).
Después de un breve silencio tempestuoso, tocó el timbre el magistrado de semblante con patillas, joven aún, con el cabello negro y rizado y con precoces anteojos, y ordenó que entrasen los gendarmes, a los cuales les dijo: «Acompañarán ustedes de nuevo a estos individuos a la estación, donde deberán tomar el primer tren que pase en dirección a París». Objeté que no habíamos desayunado. «Los llevarán ustedes a desayunar, pero que se vayan inmediatamente, y no los pierdan de vista hasta que arranque el tren».
Dicho y hecho. Poco propicios a exhibirnos de nuevo en el buffet entre nuestros acólitos oficiales, y asimismo, por otra parte, a atravesar en ayunas por las calles, llenas ya de gente a aquella hora, tomamos un bocado en un «buen rincón» que nos descubrió el brigada, tomamos el café y luego las gotas, a las cuales convidamos a los gendarmes, y no sin contrariedad, a causa de que nuestros pantalones escoltados debían de parecer «patibularios» a los ya numerosos transeúntes que encontramos, llegamos a nuestro destino. Tras cordiales despedidas a los sobre todo amables alguaciles, nos subimos en un segundo, llenos de admiración por la manera, por el procedimiento, más que por la judicatura del señor Procurador P…
Y una vez en París, después de haber cobrado nuevo valor, y después de haber saciado el apetito con una comida, importante esta vez, y de haber bebido un poco mejor, salimos aquella misma noche para otra estación, en busca de aventuras más interesantes.