VII

¡Decir que, desde noviembre del 86, éste es el tercer Catorce de Julio que voy a pasar en el hospital! Sin ser de una ortodoxia republicana demasiado irreprochable, confieso que «adoro bastante», como dice Banville, esta fiesta y sus ritos: bailes divertidos, bastante decentes, puesto que en plena plaza pública, como en la aldea, sobre todo en el alba y en la aurora, el son de los órganos de Berbería sustituyen a las orquestas derrengadas y abrumadas; revista de golfos, siempre graciosa, aperitivo chusco de la gran revista ya tradicional y legendaria de Longchamps que compruebo con júbilo, «seguido» cada vez más de una población en el fondo militar y más patriótica de lo que se cree en el extranjero y entre nosotros.

Además, el aniversario celebrado, un poco absurdo también, no me disgusta por completo. Aquel día, el pueblo cometió su primer yerro al destruir una prisión para nobles, y también su primer acto de fe que se hizo más sagrado y más cordial aún por el espíritu ingenuo de simpar interés que lo presidió. Se objetará el relativo heroísmo de aquellos vencedores de algunos invalos y su contestable magnanimidad después de la capitulación. ¡No importa! El mayor privilegio real, el único verdaderamente odioso quizá, era derribado; la carta sellada arrojada al cesto por el solo hecho de la derrota de aquella fortaleza de buen placer medieval o más bien de Renacimiento —porque acordémonos, entre otros recuerdos del liceo, de que fue Francisco I el que puso a la realeza «en libertad»—; la Revolución, por último, inaugurada mucho menos gracias a un episodio brutal, trivial en el fondo, que con la ayuda del simbolismo (ésta es la verdadera palabra), del simbolismo inconsciente de una multitud sublimada por las circunstancias.

Pero nuestro pueblo actual, mucho menos simbolista que decadente, para tomar en nuestras querellas de palabras, puesto que quizá sea tiempo aún, su vocabulario muy efímero, temo que se burle —bien entendido— de estas consideraciones; ¡y creo que tiene razón!

¿Y los pilletes ante la artillería? ¿Dónde está la época en que, hacia la columna de Julio, en aquel patio de San Francisco, todos o casi todos los golfos de la calle, ricos por mis monedas prodigadas, incendiaban la acera y la calzada con petardos y cohetes, y el cielo con candelas romanas, y los muros con sole?; suscitaban de entre las losas del pavimento, de sobre los alféizares de las ventanas, de los pisos bajos y aun de todas partes chistosas boñigas de Suiza, a las que mezclaban sobreagudos ¡Viva el señor Paul! con los ¡Viva la República! de rigor.

¡Y los pilletes delante de las rondas y de los «globos» y de los «quesos»; y los Una gallina en un muro, Sobre el puente del Gard se ha dado un baile, Los caballeros están en acecho!…

¡Y todo el mundo! ¡Ante ambos!

Los buenos agentes de policía fuman su pipa bajo la nariz indulgente ese día y los cabos saborean crapulos y deussoutados. Los buenos borrachos festonean y canturrean, a despecho de las «vacas» no rabiosas por la anual excepción. Un ambiente sincero de fraternidad un tantico guasón, muy guasón, por supuesto, diríase que flota entre los pliegues de las banderas y parecen descender de ellos a las almas de los transeúntes. Es que la soberbia y casi conmovedora R. F. beneficiosa, dando rienda suelta aquel día al buen populo, se irguió, rehusó, como aquel que dice, al régimen, se sintió joven, con sus veinte años, aunque la hacía senil ayer su misma pubertad, y puede considerársela popular también por un poco que lo fue «Badingue» en otro tiempo y «Boulange», abandonado con bastante suciedad, por supuesto, no hace mucho tiempo.

Pero en nosotros, los encarcelados de la Mistouffle y del Bobo, esta R. F., tan orgullosa y tan alegre, ¿pensó, siquiera un poco, en nosotros, que somos sus pobres? ¡Ejem, ejem! Mon gieu voj!, bajo las especies de una doble ración de vino; total, un cuartillo para «los enfermos de buena salud» y un pastel de dos o tres sueldos, bizcocho bañado, babá o tartita; luego, por la noche, retreta (sin antorchas), a las nueve en lugar de las ocho, y permiso para cantar, si nos place.

Y entonces, los Noel (¡ay, de Adán!) y los Ramos (¡hola, de Faure!); porque el parisiense, el arrabalero no es tan escéptico que no «engulla» hasta la verdad exclusiva, los «aires de iglesia», los Pinzoncitos y los Carmen, usted no tiene alma; porque, además, el arrabalero y el vagabundo suministran la alegría y entienden poco de política (buena para algunas viejas bárbaras de setenta y uno) y de habladuría, que parecería propia de las capas un poco más acomodadas, si no mucho más intelectuales, del burgués en ciernes, del estudiante y del artista en flor, del pipiolo y del mozalbete o del cagatintas o del haragán.

El entusiasmo, como es natural, resulta bastante escaso, y no hay más remedio que confesarlo. Sin embargo, estalla, en determinadas zonas, en guirnaldas tricolores de papel ingeniosamente trenzado, digámoslo así, en escudos azules, blancos y rojos con las iniciales obligadas en amarillo de oro, todo ello fruto de una suscripción cuya cantidad inferior es la de un sueldo. Esto, en el norte de París (no hablo más que de lo que he visto, del norte seriamente democrático, Belleville y Ménilmontant). En el sur, en el arrabal Saint-Jacques y en Montrouge, calma absoluta, nada.

Y, en uno de mis hospitales, hacia esas regiones, los enfermos, muy fríos en apariencia (así lo espero, pues los sentimientos profundos son celosos y discretos) con respecto a nuestra forma actual de Gobierno, se expansionan en manifestaciones de reconocimiento y respetuosas dirigidas a su jefe de servicio, el ilustre y venerado Dr…, en la época de su fiesta, que cae en Saint-G…, si mi memoria es buena. Festones, astrágalos, ramilletes, cumplidos. Y el príncipe de la ciencia no queda en afrenta, y regala principescamente a sus humildes clientes con un buen concierto, con tazas, prudente aunque graciosamente aromatizadas, de té y de café, con pasteles y dulces que por algún tiempo llevan el júbilo y la alegría de estos pobres corazones llenos de gratitud por los buenos cuidados y delicada atención.

¡Y yo prefiero, aunque es mucho mi calvinismo revolucionario, bien conocido, esta fiesta de la verdadera Fraternidad a la tuya de ayer, Libertad, Libertad querida!