Tengo un enemigo.
Aquí. En el hospital. ¡Sí! ¡Oíd!
El señor Leconte de Lisle me había dispensado ya y me dispensa aún el honor y la satisfacción de detestarme. ¿Por qué? Porque yo fui el primero que volvió a verle recién condecorado, el 15 de agosto último, al salir de la Commune, época en que él se dejó la barba y tenía la costumbre de temerme como al fuego, porque yo me había quedado en mi despacho del Ayuntamiento, en el empleo que desempeñaba desde hacía siete años. ¿Tan fielmente entró en el alma de los devotos del buey Apis y de todas las vacas védicas y demás curiosidades antiguas? Siempre me tiene, como suele decirse, en la nariz, a causa de ese título que le fue otorgado ante testigos, quienes me lo han referido con naturalidad, pues no hace mucho más de un año, dijo, hablando de mí: ¡Ah, ése continúa viviendo!… ¡No se morirá nunca!… ¡Como no sea en el patíbulo!…
Del mismo modo desacreditaría una tía vieja a un sobrino pródigo o trasnochador.
Uno de mis antiguos profesores de Bonaparte, recenter Fontanes, nunc Condorcet, un tal Perrens, autor de unas cosas sobre Jerónimo Savonarola, si no me equivoco, y que más de una vez me administró buenos castigos, hasta cierto punto merecidos, después de todo, tuvo ocasión de hablar de mí a varios amigos míos, y me censuró, como también a los Decadentes, de los cuales me consideraba «jefe».
—Nunca he podido terminar Las Tardes de Médan —añadía, a modo de argumento.
Las mujeres también —¡oh, por causas ordinarias, y asimismo quizá por cualquier probable comprometedor aunque inconsciente pasticheur del grande y querido Mallarmé!— me demuestran sentimientos nada menos que afectuosos. Pero ni pedantes de toda categoría, ni Arianas más o menos interesantes, ni fracasadillos del lenguaje y del ritmo, por muy divertidos que puedan ser, me han regocijado tanto en las manifestaciones diversas de su mala voluntad, como el animal en libertad y que voy a presentaros con vuestro permiso.
Le perdonaría y no hablaría de él, si se tratase de uno de mis queridos cofrades en la misma situación precaria (¿no consiste algo —al menos así se dice— nuestro lindo pecado en la envidia?) o de un buen obrero mediocre, un poco bruto y muy hablador, o de algún campesino, aun de los grandes arrabales de París, o de cualquier pilluelo típico, de esos que se encuentran a veces en los hospitales, medio rufianes y medio trimardeurs; pero no; ni cerdo ni cochino, mi tipo, un honrado que abarca mucho y un legal que aprieta poco, que se califica de jornalero y usurpa ese título que implica fuerza y valor, para que el titular sea portador en la Halle o vendedor ambulante de las cuatro estaciones, según la estación, o etcétera; un volatinero de oficios fáciles y más que superficiales, extra en las barracas llamadas cafés, en los figones promulgados restaurantes proprio motu; interventor en los ínfimos cafés cantantes de los ínfimos lugares del cantón Seine-et-Oise; por otra parte, también comisario de los entierros civiles un poco suburbanos o peneprovinciales; mientras adjunto de los orfeones que no existen y sombrero chino de las armonías tan locales que escapan al catastro; en una palabra: el haragán revolvedor y la mosca cochinera de la nada ruidosa…
Es feo, de faz angulosa y roja del más deplorable matiz, con los dientes podridos y los ojos atrozmente azules y legañosos, con barba de escoba para bacines que estuviese enmohecida; miserable, no sin pretensiones de haber sido bello (frisa o, más bien, defrisa en la cuarentena); con el acento más bien culoterroso que arrabalero, rezagado y tartajoso. Enfermo no imaginario, sería decir poco; enfermo falso, sería decir demasiado; enfermo seriamente de intento me parece lo justo. Sometido al régimen lácteo frío, tiene que cocer parte de su leche a escondidas —lo cual es fácil, antes de despertar, en la oficina (donde hay un buen fuego día y noche)—, se corta una buena sopa caliente que devuelve casi en seguida en una jofaina destinada a ser examinada por el médico durante su visita de las nueve, y, con el estómago bien desembarazado, absorbe entonces sopitas de leche con el hielo reglamentario. De esta suerte, se proporciona buenos meses de hospital, poniendo en juego un mal estómago y una mala pasada.
Apenas había sido introducido yo por el interno de servicio, a quien tenía el gusto de conocer, en la sa lita de seis camas donde se ocultaba ese Pimpollo de Amor (mis compañeros de cuarto y yo le habíamos apodado así por antífrasis), cuando éste comenzó a refunfuñar casi en voz alta contra aquel favor —de ordinario es el ordenanza de la oficina de inscripción, y luego el celador, quienes instalan a los recién llegados—. Mis maneras desenvueltas y mi conversación enseguida familiar con unos y con otros, cuando me quedé solo con mis nuevos «camaradas de habitación», parecieron extrañarle un poco, más bien en sentido favorable; luego, mis libros viejos y mis periódicos y revistas, una vez desempaquetados, excitaron su curiosidad, más bien malévola. Me olfateó, y se aprestó, por decirlo así, a la defensiva el imbécil, que me tomó en un principio por un aventurero… Me sondeó acerca de mi oficio, y como yo le respondiese que no tenía ninguno, le disgustó la franqueza que le pareció ofensiva y casi alusiva; pero la hostilidad estalló como una bomba a partir de las primeras visitas que recibí. Los sombreros de copa y las conversaciones, para él esotéricas, de mis amigos le intimidaron mucho, y como conozco hasta cierto punto a personas que tienen a bien interesarse por lo que yo escribo, su tono un poco deferente, aunque por lo general trato a mis interlocutores lo mejor que puedo, y su simpatía, a veces expresada de un modo expresivo, hicieron aguzar el oído a aquella cabeza mal conformada, con un sentimiento indefinible de envidia y curiosidad, indiscreción odiosa y todos los etcétera del absurdo trivial.
Procuró primero molestarme censurándome por detrás, con insidias que me eran trasladadas fielmente, por supuesto, por las buenas personas que por lo general me rodeaban en el hospital, y hasta con floridas frases de benevolencia dirigidas al personal; luego, arrebatándose la careta tras de algunas tentativas para entablar conversación conmigo, acerca de las personalidades que —¿por qué casualidad?— en realidad conocía, y acerca de las cosas de aquellas personas acerca de las cuales le estaba prohibido pensar, lo cual me fue imposible dejar de hacérselo saber bien pronto, se dedicó a prodigarme molestias indirectas y luego directas, tales como abrir o cerrar las puertas, según pudiera contrariarme, y pronunciar frases de doble sentido acerca de los «poetas incomprendidos» y de los «bohemios» y de los protegidos —¡oh, sobre todo de los protegidos!— menos enfermos que deseosos de comer el pan del pobre pueblo, después de haberse cebado con su sudor. Así, hasta que yo me enfadaba y le respondía como era preciso y algunas veces mejor.
Entonces, cambió aquel procedimiento por el quejumbroso agridulce y malo de un orden completamente solapado. Como el carácter de aquel personaje molestaba de igual modo a los demás enfermos, y éstos, lo mismo que yo, no respondían ya una palabra a sus atrabiliarias o quejiconas humoradas, no tardó en dejarnos en paz; pero su rencor (¿por qué, Dios mío?) tomó un nuevo aspecto, que consistió en divulgar por todas partes que yo era un abominable clerical, un «bonapartista», indigno de vivir entre los brazos de una R. F. demasiado buena en realidad, pues, en algunas ocasiones, yo había defendido al buen Dios contra aquel cretino, y hasta —¡oh, crimen!— había manifestado algunas veleidades boulangistas, aunque muy discretas…
Por último, el truco, tardíamente descubierto, de la jofaina prolongadora acabó por devolver a sus queridos estudios a aquel tipo perfecto del batidor o, si lo preferís, del majadero de hospital. Los dos vocablos son del más puro argot especial, y los recomiendo a nuestros documentados novelistas.
La moraleja de todo esto consiste en que la Envidia, tanto en el sentido latino como en el otro, va a anidar en todas partes, y que su puesto no está sólo, como su expresión parecería indicarlo, en la cátedra de las grandes escuelas, en los sillones de la academia o en el canapé de la burguesía o de la prostitución, ni tampoco en el moleskín de cualquier cervecería «intelectual»; y en que es consolador para la humanidad un poco pensadora que tal portero de portería, que ese recogedor de huérfanos y de cequíes, que el buen primer vendedor de contramarcas e tutti quanti no cede en nada como la hiel y como el vinagre… al señor Leconte de Lisle, por ejemplo.