V

También es la culpa de la Compañía P. L. M. (Preparad las Manitas), que hace atravesar a sus trenes ómnibus toda la Borgoña y los detiene en todas las estaciones… Estaciones como Vougeot, como Beaune, como Mâcon, como tantas otras, ¡como todas, pardiez!

Y en Mâcon hay dos horas de parada, después de no sé cuántos siglos en el vagón, apenas interrumpidos por las evasiones que duran justamente

El tiempo moral de un vaso o de dos vasos,

como dice Coppée, sobre poco más o menos, no sé dónde, desde ese desdichado París, que parece abandonarse con pesar, si se le abandona, aunque sea momentáneamente, con un cierto júbilo petulante de escolar en vacaciones.

Un poeta —todavía existe— y éste es todo cuanto hay de reciente y mejor en la última moda; en una palabra: lo más logrado, en esta clase de artículos. Pobre como Job, bastante soberbio, bueno y violento y, a pesar de las apariencias y de las habladurías, no lo que se llama un bohemio, ni mucho menos. Su horror a las cervecerías literarias no tiene igual más que en su poca repugnancia por el hospital cuando está enfermo, lo cual le sucede muchas veces —desde que le contemplan cuarenta y dos años—. Y hasta formó parte de uno de esos Parnasos contemporáneos que uno de estos días fue dirigido por la Facultad hacia Aix-les-Bains, milagroso para el reuma, celosa de conservar en este «fin de siglo» una pluma tan consecuente.

No dejó nuestro hombre, ayudado por la sed —es raro cómo se tiene sed siempre, sobre todo cuando no se está alterado—, de apearse para examinar como un buen turista, ya que no como un enfermo demasiado prudente, los vinos ofrecidos en el camino —cafés y cantinas— por los relativamente conscientes botilleros; si bien es cierto que en Mâcon (todo el mundo se apea) hacía calor, y corrió hacia el Saona, cuya rauda corriente no le despertó el deseo de tomar un baño, sino que se dirigió a sus orillas y se apresuró a saludar, como era su deber, la estatua de Lamartine, expuesta al viento, con sus botas soberbias y su hermoso manto…

Algunas reflexiones acerca de la confortable posición de los poetas le ocuparon in illo tempore durante algunos instantes; pero llovía (con el Saona, ¡cuánta agua, cuánta agua!).

Estaba indicado entrar en un café vecino. Bebió, a modo de aperitivo (¡fuera el helvético Pernod y el bitter de Ultra-Rhin!), una buena botella de ese precioso vino francés que al noble poeta le había gustado tanto y que, según dicen, había vendido no sin provecho, y —¡oh, desgracia!— quedó sumido, tras aquellas libaciones ofrecidas a los Manes ilustres, en toda clase de ensueños relativos al tiempo bendito en que los poetas llegaban a ser grandes propietarios.

Tales cogitaciones, a pesar de una pasada comida debidamente rociada, no dejaron de entristecer un poco al soñador. Su semblante, de ordinario sereno y más bien alegre, se fue gradualmente ensombreciendo, y acabó por entrar en completa armonía con el traje que llevaba, de un color gris rata, con detalles poco elegantes en ciertos sitios, como un botón desaparecido, algunas deshilachaduras en los ojales o risas de conejo hacia las costuras. Su sombrero flexible parecía asimismo adaptarse a su triste pensamiento, inclinando sus vagas alas a todo alrededor de su cabeza, en una especie de aureola negra para aquella frente preocupada.

¡Su sombrero! Alegre también, no obstante, en sus horas, y caprichoso como una mujer muy morena, ora redondo, ingenuo, como el de un niño de la Auvergne o de la Savoie, ora como un cono truncado, a la tirolesa, o inclinado sobre la oreja; unas veces graciosamente terrible, semejante al gorro de cualquier «banditto», puesto del revés, con un ala hacia abajo y otra ala hacia arriba, en forma de visera por delante y cubriendo la nuca por detrás; otras veces correcto y plano, con un lindo hoyuelo en el casco; su fatídico sombrero al que alegremente había llamado el sombrero de Infortunatus; su pícaro sombrero, al que, no hacía mucho, exornaba aún una cinta ondulada —menos, no obstante, que sus obscuros cabellos—, con la bella Rita, flor del Brasil abierta en el corazón de los buenos poetas…

Y tenebroso como la noche lluviosa que había cerrado, llegó a Aix, donde hubo de buscar un hotel, al salir del polvoriento vehículo de la calamitosa Compañía P. L. M. (Perseguid al Malhechor).

¿Encontró aquel hotel, probablemente en el transcurso de inocentes aventuras?

¿Se acuerda él, o lo sabe alguien?…

Ello es que al día siguiente, aproximadamente a las doce, se dirigió a una respetable landlady y le pidió una habitación.

—No la hay, caballero.

—¡Ah!…

¡Y el poeta, que ya no se inquietaba por ella, puesto que ella no se ocupaba de él, ¿habría subido para asegurarse del caso o por cualquiera otra causa?…

¿Se acuerda él, o lo sabe alguien?…

Cuando, poco después, volvía a bajar —por una escalera muy buena, por cierto—, y, con su pierna enferma, se disponía a abandonar aquel umbral inhospitalario, la señora de la casa, muy extrañada de volver a verle, le dijo:

—¡Deténgase!

—¿Para qué? Per ché? What for?

(Porque el poeta era políglota).

—¿De dónde baja usted?

—No sé… De ahí arriba…

—Basta, caballero. Voy a llamar al comisario de policía.

—Llámelo.

(Porque el poeta habla mal el francés cuando quiere y cuando puede, como lanzado al espacio por las circunstancias. Y quizá también un poco guasón).

Y sentándose en una banqueta que había en la antesala, dijo:

—Con su permiso.

La patrona no respondió, pero examinaba la indumentaria del intruso. Lo que parecía no chocarle menos era el aspecto, el porte, más bien que lo material; lo intrínseco, por decirlo así, de aquella toilette, completamente nueva para sus ojos, viciados por el pschutt, el v’lan y el copurchic de las ciudades de aguas.

El sombrero llamó su atención, y también las irregularidades del traje; pero temo que lo que más le extrañó fue cierto pañuelo de cachemira, color vidriera siglo XIII, anudado alrededor del cuello con desenvoltura, aunque sin la buena gracia admitida.

(Porque el poeta es un dandy).

Llegó, por fin, el comisario de policía. Comenzó con el interrogatorio de costumbre, y contestó el poeta:

—La señora está acostumbrada, sin duda, a los huéspedes ilustres. Yo no soy la reina de Inglaterra, ni el rey de Grecia, ni siquiera el general Boulanger. Sin embargo, reconocerá usted, señor comisario, que, aunque tampoco sea yo el Hijo del Hombre, tengo derecho a reclinar la cabeza en cualquier parte, en el suelo, que no constituye todavía el reino de los Cielos…

El comisario:

—¿Tiene usted documentos?

—Aquí están.

—Muy bien; pero a la señora le parece sospechoso que haya usted subido, a pesar de que ella le había dicho que no había habitación disponible para…

—¿Para llevarse el mobiliario?

—Algo así.

—¡Bah!

Y desabrochándose con presteza la chaqueta, no sin embargo con cierta íntima y estética satisfacción, por haber podido pasar durante un instante por un émulo (en un punto importante) del gran Francisco Villon, prosiguió el poeta:

—Vea usted, caballero; Vide, Thomas; vacíe mis bolsillos…

—Basta —dijo el comisario de policía, que era un hombre de ingenio—. Viene usted recomendado al doctor… Vamos a su casa.

Alquiló un coche descubierto; un landó, ni más ni menos que para un alto funcionario de la R. F. o para cualquier huésped real o para un pretendiente…

La matrona al poeta:

—Caballero, dispénseme… ¡Dios mío, le había tomado por un ladrón!…

—Está usted perdonada.

Y, en el fondo, ¡qué orgulloso se hallaba, por Villon, de haber sido tomado por un «mal sujeto»! A causa de sus facciones, poco lamartinianas, había sido tomado varias veces, por unos y por otros, por un asesino. Sólo que el interrogatorio demostraba que el culpable acababa de ser guillotinado, y el asunto no tenía, PUES, consecuencias. Pero verse considerado como un ladrón, eso era ya una ganga…

Y he aquí a un hombre «con el corazón tranquilo» y desemborrachado; porque ¿estaba borracho?

—¿Se acuerda él, o lo sabe alguien?

Entretanto, el landó se detenía frente a la escalinata del hotel.

El comisario:

—Tenga la bondad de subir… ¡Qué sorprendido va a quedar ese buen doctor, ante semejante llegada oficial a nuestros lares!…

La patrona, con un derroche de sonrisas:

—Perdón una vez más, caballero; pero va usted vestido tan raramente…

Y el poeta, halagado esta vez en su dandismo, hizo a la buena señora un gesto de despedida, agitando graciosamente la mano que hubieran envidiado Carlos X y Lamartine mismo.

—Doctor —dijo, cuando el coche les hubo dejado en casa del hombre de arte—, vengo en nombre del doctor X… Y permítame que yo me presente, porque el caso es glorioso, si los hay; glorioso y raro… ¡Bajo la égida de la ley, caballero!…

Perdonad las faltas del autor.