IV

El lecho que ocupo esta vez en el hospital Labrousse, y que ostenta el número 27 bis de la sala Seigle, tiene la particularidad de que —¡cosas de enfermo!— ninguno de cuantos han dormido en él, salvo dos o tres extravagantes cuyo número tal vez aumente yo, han muerto; esto, con una conmovedora regularidad de ejemplo constante.

Tan fúnebre privilegio no deja de rodear a esta cama, demasiado hospitalaria, de una consideración vagamente respetuosa, que no es extraña por completo a una superstición sui generis. En una palabra, como en ciento, «no tiene un aficionado».

Yo no la había elegido. Se trataba de tomarla o de dejarla. Dejarla hubiera sido muy aventurado; en tanto que tomarla suponía evitar peores yacijas, y la tomé.

La tomé, no sin embargo sin haber visto a mi antecesor, al que no tenía el gusto de conocer, como suele decirse.

Estaba allí mi antecesor, cuando entré en la sala. Ni guapo ni feo, ni nada, a decir verdad. Una forma larga y estrecha, envuelta en un trapo con un nudo debajo del cuello, sin una cruz sobre el pecho, con el colchón sobre los hierros de la cama sin cortinas, como son ahora las tres cuartas partes de las camas de hospital. —Una leyenda más que se va— dirían mis eminentes cofrades y mis Maestros en la Crónica. Llevaron unas angarillas, llamada la caja del dominó, recubierta con un tendal de cualquier color, como hecho con tela para colchones, pusieron en ellas el envoltorio, y se lo llevaron, camino del anfiteatro. Algunos instantes después, me hallaba yo instalado sobre el «polvo» mortuorio, lo que justificaría verdaderamente la palabra de argot que acabo de emplear, si se la quiere relacionar con el pulvis es et in pulverem reverteris de la Iglesia católica.

Por otra parte, resulta verdaderamente extraordinario cómo aquí se familiariza uno con estas cosas desde el primer momento tan corriente y terrible, y, sin embargo, tan trivialmente consolatriz y libertadora: la muerte. ¡Oh!… Comparado con la vida ordinaria —no hablo de los muertos queridos, parientes o amigos; hablo de los demás, de los extraños—… ¡Oh, qué caso!…

Casi da miedo. El pobre inofensivo cadáver espanta… Cuando yo subía los numerosos escalones de mi casa, si sabía que en determinado piso, detrás de la puerta, en el fondo del cuarto había… «un muerto», como dicen las muchachitas con su linda boca redonda, me estremecía a mi pesar y subía más deprisa.

¡Época relativamente feliz!… Luego, aun antes de mis actuales andanzas, la triste —¡y tan estúpida!— experiencia me ha reservado como una especie de emociones, deliciosas en el fondo.

¡En el nombre del nombre de mil nombres de nombres!… He hecho progresos en el escepticismo, y sin parecerme, ni mucho menos, al vampiro, dejad que me alabe de un pequeño acto como de sacrilegio externo, si puedo expresarme de esta suerte para aclarar mi pensamiento.

¡Atención!… Yo maldigo al que se calzó los zapatos de un falso muerto de La Fontaine, odio a su vendedor de pieles de oso y detesto al excelente cura Juan Chouart… Yo no me calzo siquiera los zapatos de un muerto —¡qué asco!

No; pero —aunque sea, como confieso más arriba con toda franqueza, un poco por defender mi cuerpo o por un impudor y una imprudencia muy premeditados (lo que, en el fondo, es menos verosímil)— me acuesto en su lecho, en el de mi muerto; me acuesto —¿lo oyen ustedes?— en su lecho, en su lecho todavía… frío…

Un poco de mil ochocientos treinta es mi crónica de hoy. Pero ¿qué diablos quieren ustedes? En esta época de desenfrenado tren de siglo, ¿no es conveniente, a veces, hacer andar la máquina hacia atrás?…