III

¡Cómo! ¿No saldré de Caribdis sino para entrar en Escila y mi nombre, al que quisiera conservar pura y honradamente poético, pasará inadvertido?… Ya dijo alguien que creyó hacer bien que si otros se habían servido del hospital para morir en él, yo le utilizaba —tanto vale decir lo aprovechaba— para vivir en él —como si dijéramos para vivir.

Sin embargo, os doy mi palabra de honor que mi mayor deseo sería el de llevar la existencia de tantos otros —y hablo aquí con toda modestia—. Sin lujo —no siento la menor afición por el lujo—, sin demasiados excesos —mi actual salud se opone a ello formalmente—, y mis principios (porque yo tengo principios; no finjáis ignorarlo, ¡oh, mis queridos camaradas!) le opondrán algunas objeciones, sin presunción ni exceso de malicia ni abuso de bondad: un justo medio entre lo peor y lo mejor; ni Alcestes, ni siquiera Filinto, una existencia, en fin, de buen muchacho y de hombre honrado, aunque hubiese de obtenerla del hidalgo y hasta del gentleman.

Hoc erat in votis.

En lugar de esto, desde hace cuatro enormes años casi completos —y cuento bien—, sólo existe la inquietud —¿qué digo?—, la congoja, esto es:

La muerte y el deseo y el dinero

Corredores de pie ligero

encarnizados contra este pobre, contra mí.

Siempre en demanda

Del buen reposo, del seguro abrigo

Y que da saltos de cabrito

Bajo los colmillos de toda una raza…

como lloraba un poema mío, doloroso de suyo, hace algunos años. Hace poco más de un año sólo encuentro sufrimientos físicos y morales casi insoportables, traiciones que me callo hoy, luchas que diré, y con cortos, aunque demasiado largos, intervalos, decepciones, desgracias, inapetencias y disgustos —el hospital desde hace cuatro años (y repito que cuento bien) menos dos meses.

Mi carácter, filosófico en el fondo; mi constitución, que sigue siendo robusta, a pesar de los crueles y, sobre todo, incómodos fines y comienzos de las enfermedades —catarros, bronquitis, el estómago, el corazón ahora— me han conservado hasta aquí sólido de cuerpo —y de cerebro—. Por otra parte, sólo he de enorgullecerme de las consideraciones y de los asiduos cuidados de que hasta ahora he sido objeto; excelentes amigos han hecho por mí cuanto han podido, si bien otros amigos me han mentido como por gusto y me han engañado con la mejor fe del mundo. Admito todo esto, y que, en medio de mi desgracia, he tenido lo que se llama suerte. Pero siempre es duro, después de una vida de sumo trabajo, ornamentada —lo concedo— con accidentes en los que he tomado una gran parte y con catástrofes vagamente premeditadas; es duro, digo, a los cuarenta y siete años de edad, en buena posesión de la buena reputación —del éxito, para hablar el horrible lenguaje corriente— a que pueden aspirar mis más altas ambiciones; duro, duro, muy duro y más que duro encontrarme —¡Dios mío, sí!— EN LA CALLE, y para reclinar la cabeza y nutrir un cuerpo que envejece no tener más que las almohadas y los menús de una Asistencia Pública, por cierto aleatoria, que puede dejarse —¡Dios la bendiga, por supuesto!— sin que visiblemente se tenga la culpa de lo que ocurra —¡oh, no; y yo, mucho menos!…

¡Que se me objete la triste muerte de Gilbert, muerte cuya clave está por encontrar aún; la del pobre Hégésippe, de que hablaba hace poco; el espantoso fin de Edgard Poe, los lamentables últimos días de nuestro gran Villiers, para persuadirme de que soy un bidard, por pasear así mi edad madura, proclamada, y yo me atrevería a decir amada, por toda la juventud culta, entre el desagradable olor del yodoformo y del fenol, las promiscuidades intelectuales contra natura, la indulgencia, algo falaz, de los doctores y de los alumnos, todo el horror, en fin, de una miseria literal, mal puesta al abrigo de los últimos extremos!…

Haréis bien en decir —porque decir bien es—, empleando la frase del ilustre Margue, de quien se inauguraba últimamente ¡¡LA ESTATUA!!, con gran pompa oficial y parlamentaria:

¡Eso es estúpido!