Y ahora viene el zambullido, la lucha entre las zarpas, casi la aniquilación y el ahogo en este Marne de la miseria negra. La única rama de sauce emergente, la tabla providencial única que flota algo, va a ser, una vez más, el hospital, merced a la enfermedad…
Y vayamos allá por tercera, cuarta vez al inmueble. Cambio de servicio. Esta vez hay viejos «crónicos», como dicen aquí (crónicos y casi «saturnianos»). Pues bien, ¡vivan los viejos! Tienen sus inconvenientes, sobre todo físicos, pero se les perdona en virtud de su moral. En el fondo, siendo aquí plebeyos y simples, encontrándose poco cargados de instrucción y de lectura, encantan por su fundamental y casi intacta cordura y su experiencia de los hechos. Hechos atestiguados por ellos mismos, aunque sus males sean tristemente ridículos, y por
del pobre judío errante,
que eres tú, pueblo del que se abusa, siempre vencido por las balas y las privaciones.
Pero no se vea en estas líneas al poeta que desea hacer socialismo imposibilista y se pide perdón a las damas que hubieran leído esto.
Hay verdaderos desfiles en masas profundas de doctores y de alumnos. Todos los doctores, con sus rasgos amables y tal en su mayoría. Los alumnos no todos son así. Contrastando con la mayoría, que es amable, informada y suficientemente atenta, los hay abominables y espantosos: tipos presumidos y groseros, que tratan al enfermo como a un verdadero prisionero, como a un forzado, desde lo alto de su cuello y de su corbata clara con alfiler falso; son inhumanos y completamente insolentes, como dice tan bien el pueblo nervioso de París. Pobres de ellos en el día de su licenciatura: aun en sus agujeros de provincia a donde les habrán llevado sus estudios —ya que son los peores de la clase— el odio no les librará de miserables para continuar maltratándoles. Quizá también el poeta en invectivas, más a lo Marcial que a lo Juvenal, les nombrará sin elogio: esos mezquinos pedantes que le escarnecieron sobre su lecho de dolor y de hambriento. Ese día será terrible, un dies irae en miniatura, y su nombre poco a propósito para la posteridad llegará empero a ella en compañía de algunos otros, asombrados. Un interno también, uno solo, fue vil y malvado. Su nombre también repercutirá cuando haga falta. Pero apresurémonos a decir, a la gloria en resumidas cuentas de esta lamentable humanidad, que estas gentes no forman más que una ínfima excepción, ínfima en los dos sentidos del vocablo.
Se habitúa uno a esta vida como monástica, aunque sin la oración, y a seguir la regla. El lecho os penetra. Se vive en él completamente y hasta se piensa allí. Blandamente a veces, pero otras viril y noblemente. El poeta no duerme, pero fuera le sucede lo mismo, excepto cuando comparte su lecho en ciertas condiciones de amable fatiga… Se raciocina, se acaba por no lamentar el régimen exterior, cuya pérdida es tan sensible, a juicio de las gentes no iniciadas.
Y, por otra parte, hay salidas memorables en estos casi dos años de este a modo de cautiverio. Pues gracias a provisionales recursos inesperados (¡oh estos recursos, oh lo inesperado y lo provisional!) se realiza un viaje a una notable estación balnearia. Una cura —como para algún ricachón— en las montañas que forman el pie muy respetable de los Alpes, y que han sido celebradas por el mayor poeta francés con Villon, Ronsard y Racine. Además, un lago muy azul, que por lo demás nuestro poeta no ha visto, falto de dinero para las excursiones en coche, pero del que ha percibido las brumas en medio de un pico famoso —tal una ceja en una cara sombría fantásticamente gigantesca—. Duchas y baños. Mesa de huéspedes que disminuye de día en día (la season se acerca a su fin), hasta que el poeta se queda solo. Entre otras particularidades culinarias, hay un excelente pescado que se llama «lavaret» y una especie de cardos aborígenes muy buenos, cuyo nombre se me ha olvidado. En resumen, muy buen tiempo y un intermedio más distraído de lo que esperaba. Diversos incidentes y uno de ellos cómico, debido a la pobreza (¡pájaro raro, flor de flor, paradoja!) del «bañero». La misma pobreza le da aun otros servicios. Vuelta al redil, o, entre paréntesis, dos meses pasados antes al lado de un caro amigo enfermo también y salido al mismo tiempo de la estación balnearia. Ah, aquéllos fueron unos buenos meses de estío —del mismo modo que más tarde fueron con otro querido amigo seis dulces semanas de invierno—. Se sale de allí un poco blando por los afectos, cosa algo mejor que una fraternidad, que una amistad de colegio. Y es exquisito, creedme.
Una venta ventajosa —¿merced a qué azar?— de un manuscrito de versos ha abierto las puertas del hospital —permanecidas siempre entreabiertas—, merced a la benevolencia del médico jefe, a quien le da gracias de todo corazón en estas líneas. Algunas semanas, hasta formar dos o tres meses, tienen su curso normal de vida y hasta de placer…; después sobreviene la sombra de decadencia. Y es en este momento, una tarde de estío, sentado sobre la terraza de una taberna y acompañado —el poeta comía a crédito—, cuando vio acercarse en la sombra húmeda de una tempestad reciente a una forma larga, mísera, tímida. Esta forma se inclinaba sobre él con un aspecto espectral, cuando una voz rota, ronca y débil le habló:
—¿Cómo, no reconoce usted al cantor pequeño de allá?
—Pero cómo, amigo mío, ¿es usted? Siéntese. Mozo, un cubierto.
Pues el pobre chico no había comido, evidentemente, desde hacía mucho tiempo. Y salía, según contó, de un hospital y de todos los asilos nocturnos, y después hacía dos días que erraba…
Cuando la comida, a la que hizo unos grandes honores, acabó, el «pequeño cantor» confió a su desde entonces y «para siempre» amigo, que no tenía un céntimo para procurarse domicilio.
—Yo tampoco tengo un céntimo, pero la habitación de que dispongo aún es amplia y hay sitio para dos.
—Pero yo estoy enfermo, tuberculoso, a consecuencia de enfriamientos y de privaciones.
—¿Y mis estancias en los hospitales?
Y al día siguiente, un poco mejor del estómago, la moral algo elevada, otro poco sacado de la miseria con padres vergonzosos, la flor y el fruto de un amor dos veces culpable y criminal, el abandonado, excepto por uno tan pobre como él y además viejo, pero menos atacado en la salud, entraba en el establecimiento Louis Philippe y Quarante Huit, enfermo y miserable nuevamente, en las barracas, donde el poeta no tardó en unírsele. Pasaron entonces dos semanas relativa y positivamente deliciosas, aunque melancólicas por el estado grave del joven, que pronto, muy pronto, sin duda, partió para el asilo napoleónico, desde donde sostuvo una correspondencia con el poeta. De repente éste dejó de recibir sus cartas, con gran inquietud… Se enteró y supo que el «convaleciente» había dejado el hospital con un «mal reúma» (así se porta a veces esta buena Asistencia Pública). Y ninguna noticia después. ¿Se olvidó o murió el joven que, empero, le manifestó tan sinceramente su reconocimiento viva voce?
Sea lo que fuere —ya que todo no acaba siempre, ni aun en Francia, con canciones—, esta incertidumbre doblemente dolorosa vino a entristecer mucho su probable terminal evasión de los hospitales.
Y sin otra seguridad que esta de no reanudar un día este casi silvio pellico trabajo, con toda la melancolía del pasado y del porvenir, se despide del demasiado benévolo lector a quien estas páginas hayan podido «distraer», y de vos, señora, a quien, en defecto de cosa mejor, han debido divertir.