¡Bueno, resulta que vuelven a comenzar las tonterías! ¡Vamos, hombre Miseria, buen hombre Desgracia, buen hombre Nada-de-bromas, volveos a vuestros puestos naturales!
Y por segunda vez vuelve el palacio de antes, aunque cambiado y ensombrecido tras las semanas de aprendizaje. Las ventanas altas con las larguísimas cortinas blancas se parecen a bastidores de una prisión para gigantes o a alguna casa de locos de pesadilla.
Nada de dinero contante. El dinero futuro es seguro siempre, pero menos. En espera, únicamente el mismo sol de julio con un año de intervalo, pero más molesto hoy día, como colérico por su calorífico furor. Las mismas salas altas se dirían más bajas, como un cielo de tormenta que fuese amenazadoramente blanco, con un blanco de hierro al rojo, con un blanco fúnebre tal que un cortejo de virgen. El mismo médico director parece algo menos paternal, con nuevos ayudantes que no parecen valer lo que los otros. El servicio, a primera vista, menos cuidado. Hasta los enfermos parecen más graves. Sin embargo, durante este mes tórrido y que debe ser malsano, ningún muerto, ¡pero cuánto mal humor!, ¡apenas suspendido por la Fiesta Nacional! Pequeños extraordinarios, alguna elasticidad mayor en el reglamento, una decoración interior barata, debida al entusiasmo de los enfermos: guirnaldas de papel e iniciales R. R doradas con purpurina. Veinte días pasados allí.
Nueva estancia en el asilo napoleónico. En agosto. Un agosto lluvioso. El año pasado era un hermoso mes de primavera. Había rosas de todos matices a lo largo de las balaustradas, invadidas en ese tiempo por las flores, hoy día verdes y negras en las hojas y ramas. Los árboles de los tresbolillos amarillean en varios lugares y el viento se lleva sus hojas. El viento llora también en los corredores algunos días y las corrientes de aire, siempre malas, comienzan a ser «peligrosas», según me hace notar un parisiense, pulmoniaco que ha sido enviado aquí por error, indudablemente.
Las noches son frescas y comienzan a inaugurar el sistema de invierno, que consiste en plegar dobles los pequeños cobertores, que nos habíamos contentado con desplegar hasta este tiempo, excepcionalmente riguroso.
La alimentación, que, comparada con la de los hospitales propiamente dichos —por otra parte, suficiente y sana—, era tan buena y variada, se hace ahora demasiado poca. Entre los convalecientes hay algunos que atribuyen este mal a la partida inminente de las hermanas. Su reemplazo restablecerá el perfecto orden de antes, tanto en la disciplina verdaderamente paternal —o maternal, como se quiera— como en las cosas del refectorio. Pues aquí reina algún descuido en la administración, faltando la ecuanimidad que sería necesaria para el buen gobierno de todos.
Uno se aburre; ha leído toda la biblioteca; ha conocido todos los arbolitos del menudo bosque que rodea la casa de los locos y desde donde se oyen algunos gritos a mediodía: «A demone meridiano libera nos, Domine!». ¡Hasta las vacas lecheras, para los pulmoniacos, que pastan en un pradito minúsculo, no son divertidas y tampoco tienen el aire de distraerse! Es fastidioso. Llega la noche. Se ha cenado reglamentariamente. Acostarse para no dormir es estúpido… Y se sube a la sala de canto.
¡Cuán divertida! Cómo concreción, síntesis y quintaesencia del genio popular parisiense domina allí la romanza. Persisten las antiguas reproducciones de este género, mientras que las nuevas tienden a la sátira cómica de los contemporáneos. De este modo, Comme à vingt ans, Moine et bandit, y tuti quanti, alternando con Petit Pinson o Carmen vous n’avez pas d’âme, son cantadas con más frecuencia y más gustadas y —a despecho del reglamento algo draconiano de aquí— más aplaudidas, con el refuerzo de los bastones, que algunas otras como Docteur Isambard o Josephine elle est malade.
Se observa aquí también que el «arrabalero», o más bien el escéptico cándido o el bromista espontáneo, por excelencia, es fácilmente elegiaco… en música y más aficionado del melodrama sentimental y palpitante, rosa y negro, que del vaudeville y de la farsa. Ninguna conclusión, por otra parte, puede extraerse de esta observación, al igual que de los tres cuartos de todas las observaciones, ¿no es cierto?
Pero ¡qué «intérpretes» en su mayor parte! Las tres canciones históricas (hablamos seriamente) del período de que acabamos de salir todos un poco lisiados, En revenant de la revue, Les piopious d’Auvergne, Le Père la Victoire, bonitas hasta cierto punto por su timbre y como «poemas», divertidas, espirituales, demasiado quizá, aunque tengan ciertas delicadezas, que serán siempre desgraciadas, son terriblemente desolladas. Gestos falsos como la voz gutural, a menos que sea cascada o terriblemente meridional. Acentos inauditos que harían dudar de si el cantor comprende lo que «envía», terminaciones en oh de las rimas a la manera de algunos artistas de ínfimos cafés conciertos; y todo esto por gusto chic, por un ingenuo —en el fondo— deseo de dandysmo. Y esas amables «sierras» topográficas, si es permitido hablar así, en las que desfilan bajo aires pimpantes todos los barrios y monumentos de la capital, en circunstancias siempre pintorescas, cómicamente contadas: las Statues en goguette, L’Gaulois du pont d’Iena, La Chaussée Clignancourt, La Samaritaine, Derrière l’omnibus, canturreadas por estas gentes adquieren matices pintorescos. Y cuando cantan cosas serias no es cuando resultan cómicos, salvo raras excepciones. La romanza, ya bastante ridícula, adquiere proporciones de parodia hasta perderse de vista en estas honestas bocas en las que las bronquitis acumulan las notas más sorprendentes… Hay también la no inteligencia, ya que no de las cosas cantadas, al menos de las intenciones del autor. Por ejemplo, Les Boeufs, de Pierre Dupont, admirable poema, la obra maestra tal vez, con los Pins y los Sapins, de ese verdadero e intenso poeta, que saldrá del medio olvido de hoy —traducidas con el acento afectado de un rústico de Seine-et-Oise.
Y la canción patriótica. Pobres coraceros enormes de Reischffen, dolorosa Alsacia-Lorena, bella figura de Marceau, sed clementes con vuestros «cantores» en estas residencias, pensando que por otra parte son pobres enfermos sufrientes, sencillos en su mayoría y sinceros en la elección de sus «números». Quizá entre ellos haya algún superviviente de la carga bélica que llora todavía, orgullosa, la patria; quizá ese muchacho que canturrea «ha muerto ese soldado estoico», en su cartuchera de scolot, la hoja del cuello y las estrellas de la manga, sea un buen muchacho de acento tudesco, un desertor del ejército de Reichland.
Pero, ¿de quién es esa voz? El poeta la conoce y no la conoce. La luz falsa, no de la batería, puesto que aquí no existe, sino de la sala, que tiñe oscuramente algunos mecheros de gas, no permite más que, tras algún tiempo, discernir los rasgos del que se encuentra ahora en el teatro; y resulta que es el joven de la primavera última, cuya voz de tenorino se ha transformado en una clara y cálida voz de barítono.
¿Qué más poder contar, antes de partir para siempre de aquí? Agréguese esto, si se quiere: A los visitantes de los convalecientes se les admite para ver las distintas partes del establecimiento, conducidos por un empleado ad hoc, que les detalla las cosas interesantes. Este honrado cicerone no deja nunca de llamar la atención de sus auditores sobre dos inmensos mapas de Europa y de ambos mundos, obras de un convaleciente, pintados al fresco sobre las dos paredes de la sala de juego. Y les cuenta:
«Ese convaleciente, además del tiempo, un año aproximadamente, en que fue admitido a vivir en el asilo para realizar su trabajo, obtuvo de la dirección la suma de quinientos francos y la seguridad, o más bien la certidumbre, de una colocación inmediata en una administración del Estado. Pero el día de su salida y los siguientes, se emborrachó, estuvo de juerga con mujeres y, en suma, gastó sus 500 francos y tuvo la audacia de volver a solicitar un recurso, que le fue, naturalmente, negado».
Hay que oír las exclamaciones indignadas de las buenas gentes, parientes y pobres en su mayoría de los pobres pensionistas que vienen a visitar: «¡Ah, el cínico! ¡Que los buenos sufran siempre por los malos! ¡Gastar quinientos francos en dos o tres días!».
¡Sí, buen hombre, digna matrona, pobres niños! ¿Habéis tenido vosotros frecuentemente quinientos francos a vuestra disposición? ¡Figuraos qué turbación en el alma de un artista pobre, qué deseo de gozar de todo con tan miserable fortuna! ¿No parece como una represalia esta conducta —en principio tan absurda— a las antiguas e inveteradas desesperaciones, desprecios del porvenir, disgustos del pasado, indiferencias por una vida que va a recomenzar, indudablemente, más áspera y desoladora…?
Transcurren los días. A la puerta, los convalecientes, o sea los que andan con muletas. Todo tiene un fin. Los más pobres van a pasar tres días en un anexo donde se les buscará trabajo.
Los otros se reparten por el pueblo a la busca de una obra que se oculta y de una salud que flaquea, murciélagos del invierno parisiense. ¡Arre, arre, fustiga, cochero! Los dos coches de la administración, repletos de convalecientes, arrancan franqueando las verjas del patio de honor…
¡Hasta la vista, camaradas! O adiós sencillamente.