Allí, allí todo es bello, señor poeta. La vida no es tan corta como eso. Está hecha de transición. La paciencia tiene en ella su papel preponderante. Por otra parte, las causas de vuestra iniciación en los hospitales no han desaparecido todavía. En fin, el deseo de conocer otros abrigos no era razonable, lindaba con la ambición. Uno lo ha comprendido y se somete a lo inevitable… Nuevas impresiones le esperan en los mismos medios, y si debe haber en ellas un fin diferente del fin natural a estas costumbres de asceta, un poco a pesar suyo, no lo sabe nadie. Siempre existe una continuación, como revelan los fragmentos siguientes, sintetizados.
Se ha pronunciado la palabra de convalecencia. Ahora es un pabellón central, disminución y simplificación del pabellón central de las Tullerías, pero napoleonizado bajo un vasto escudo imperial de frente: el águila en reposo sobre rayos, y detrás, en colgadura, el manto sembrado de abejas, forrado de armiño, que borda el collar de águilas minúsculas y de donde pende una gruesa cruz de honor, todo ello pétreo. Resulta bastante feo, dicho sea entre paréntesis, y sin faltar el respeto al César muerto.
A la derecha y a la izquierda, un piso bajo y un piso de vidrios altos, y a la vuelta dos alas de piedra, ladrillo y madera, cuadras y patios sin fin; todo ello un poco grandioso con cuatro jardines alrededor de un estanque bastante vasto, y antes una enorme pradera llena de macizos pobremente floridos, pero el palacio no es para los pobres, y ¿hay que olvidarlo?
Los edificios se hunden muy profundos en forma de galerías laterales bastante bajas para que los ojos perciban los árboles esbeltos, ligeros y claros de un bosque plebeyo en los alrededores inmediatos de París, y en medio del cual, en un espacio hueco, se elevan esas construcciones que después de todo no dejan de ser agradables.
Napoleón III el Bienintencionado fue quien fundó este asilo para los convalecientes de los hospitales. La misma disposición de las obras interiores, el mismo carácter de los usos y costumbres de la casa proclaman hasta el exceso ese origen: pasillos largos de cuartel, cámaras de tres lechos, que recuerdan las «pequeñas salas» de los hospitales y una disciplina algo de prisión; los refectorios con las mesas de mármol rojo, con las columnitas de bronce gayamente coloreadas retrotraen la memoria a las primeras manifestaciones de los comedores Duval, esa creación de la segunda época imperial en su apogeo; los nombres, en su mayor parte suizos, de las galerías, salas y dormitorios suenan bien en una institución del alumno favorito del general Dufour; en fin, el reglamento, honra evidente de un filántropo tocado de fourerismo como fue el vencedor de Saarbrouck, ese reglamento leído y releído en todas las ocasiones por los vigilantes, iba a decir guardianes, con bigotes grises de ex granaderos de Magenta, medallas de México y de China, cuida bien del prisionero de Ham con algunos resabios de militarismo.
Hasta los «circenses», para flanquear el «panem» de los refectorios, no hay más que salas de canto y de juego (juegos de madera: ajedrez, damas y dominós).
Y sólo sugieren desde el punto de vista decadente lo que la retórica que se halla todavía en uso en los periódicos de perra chica llamaría «dones funestos de una dictadura felizmente pulverizada bajo la regeneración nacional».
Hablaremos después de la sala de canto. La sala de juego es como la antes anunciada: un vasto paralelogramo, amueblada por largas mesas y bancos donde se fuma al hacer «dama» o al colocar el «seis doble».
Pero entre los dos refectorios, disimulados por amplios paños de estofa roja oscura, está la capilla. En ella destacan el blanco y el oro del altar y del retablo como la alfombra roja de las gradas, las rejas, la lámpara y el harmónium que acompaña las misas bajas de las «señoras y señores del exterior»; éstas evocan las misas de las Tullerías en las que se desplegaba con sus vestidos maravillosos la muy hermosa emperatriz y se hinchaba un estado mayor de chambelanes y de mariscales, además del emperador que cabeceaba medio atento. Solamente aquí los «fieles» son, por el contrario, pobres diablos, extrañados de encontrarse en tal sitio, bajo la mirada sólo a medias benévola de los empleados con guantes y muy devotos.
Arre, arre. Los dos coches de la Administración repletos de convalecientes recogidos en los cuatro puntos cardinales de la Asistencia Pública (familiarmente A. P.), desembocan de la calle que pasa ante la verja de honor, franqueando esa reja, y vienen a depositar a la puerta de la oficina de admisión una treintena de «entrantes» que tras las formalidades de rigor, inscripción, visita rápida del médico, primera lectura del reglamento por el capitán (jefe del personal de vigilancia), se dispersan hacia las habitaciones designadas, llevando bajo sus brazos los efectos de indumento repartidos a cada convaleciente: saya, un par de calcetines y de alpargatas, una camisa, un gorro de noche, un abrigo-saco azul de Prusia, un casquete de paño del mismo color (estamos en los primeros días de mayo; el traje de estío, abrigo más ligero y sombrero de paja sólo parte del 15 de este mes), una toalla y una servilleta. Entonces, diréis, ¿se considera que todo convaleciente posee ya un pantalón? Sí.
A la orden de encerrarse el poeta, entra en una habitación demasiado encerada para su «anquilosis incompleta de la rodilla izquierda, consecutiva de una artritis reumática». Tres lechos que los convalecientes deben rehacer por sí mismos todas las mañanas, según ciertas reglas, como en el regimiento, y del mismo modo que ellos deben barrer y encerar este piso tan resbaladizo, ¡ay!
Los compañeros actuales del poeta son un guarda de jardín, un buen hombre poco hablador, y un jovencito de dieciséis años apenas, que tiene una cabeza rubia como una muchacha inglesa, lo que no contradice su gracia ya viril. Observando la dificultad que experimenta el poeta para ponerse su zapatilla izquierda, se pone amablemente a ayudarle. Pero suena la campana, se va a comer; entrada lenta en el refectorio, buena comida, mejor que en el hospital, hasta postre, ¡qué alegría!; salida en fila india bajo la vista un poco terrorífica del guardián, y tras una recitación en alta e inteligible voz del sempiterno reglamento.
Paseo en el jardín, una pipa o dos, después —para la primera jornada, llena de fatiga y de excitaciones— la cama hasta las seis, hora de la cena. Sopa muy buena, hasta el punto de creerse uno en los Halles, ¡palabra de honor!
La segunda jornada se deslizó entre el juego de bolos, situado en un bosque pequeño que separan del grande algunas empalizadas, y la biblioteca bastante bien provista. El poeta comienza allí la lectura de la Historia de la Restauración, por Lamartine, después de la ordenada ducha de vapor alterna. Libro interesante, aunque, y por ello mismo, malconocido y desconocido. Ducha divertida como nada.
Por la tarde, subida a la sala de canto. El joven de hace un momento canta romanzas con una voz exquisita, bien manejada. Al bajar para acostarse, el cantor es felicitado por el poeta, que contará días más tarde su historia vergonzosa y soberbia. Estos dos han de encontrarse algunos meses más tarde.
De este modo transcurren las semanas sin grandes incidentes, y con algunos luises en el bolsillo, partida para la libertad, ¿definitiva?