Al menos el hecho de encontrarse en el hospital no fue culpa de la literatura —lo que le habría colmado de oro y de honores—, sino más bien su falta y las ajenas; ¿no es cierto, querida señora? Sin insistir más sobre este punto, no soy yo, sino él, quien hablará, y éste más bien personalmente, según su temperamento particular de poeta.
Las semanas de aprendizaje transcurrieron en las altas salas de un verdadero palacio. Las inmensas cortinas blancas de las ventanas y el hermoso sol esplendente de julio le guarnecieron el alma con una suave calidez. Algún dinero contante y sonante, y a plazos fijos, hacía que su situación no fuese penosa, sino más bien desahogada —dentro de su ligero apuro—. De los médicos jefes y de sus estados mayores de internos y externos sólo cabe decir que se portaban bien; del mismo modo los empleados —la Iglesia dice servidores—, y en cuanto a los enfermos, éstos hacían todo lo posible por sanar. A lo largo de esos cuarenta y tantos días hubo solamente un muerto, un viejo que se extinguió balbuceando: «¡Mamá, mamá!». En suma, una primera impresión excelente, un comienzo valeroso y fácil…
Menos fácil, ya que no menos valerosa, fue la segunda prueba soportada. Al palacio duro y hosco, pero con algo de protector, han sucedido las barracas de abetos y ladrillos, a la manera, parece ser, de los hospitales americanos. Su exterior se parece ligeramente a algún matadero y por dentro tiene la arquitectura de una capilla metodista; sólo faltan las citas de San Pablo sobre carteles blancos colgados en los muros de madera barnizada. Se diría también que es el kursaal de alguna estación balnearia recientemente instalada.
Es a los dos días siguientes de Todos los Santos. Las ventanas dan sobre un jardín de horticultor florista en la linde de un ferrocarril de cintura. Una fila de acacias hace el efecto de un bosque cuyo espesor sería el interior de las fortificaciones vistas por detrás; pero las hojas al rarificarse deshacen prontamente esta ilusión de los ojos. Los médicos y los alumnos son siempre perfectos, pero parecen al mismo tiempo algo escépticos e infatuados. El personal es siempre irreprochable, pero los enfermos no parecen enloquecer por la marcha de las hermanas. Son arbitrarios y algunos más torpes que lo reglamentario. Hacia las dos el mozo de noche coloca sobre un gran aparador llamado «aparato» los cazos para las tisanas. Al cubrirlo con un trapo, antes de barrer, colocado sobre sus espaldas y a lo largo de los brazos, hace el efecto del sobrepelliz de un clérigo, disponiendo un montón de santas hostias: la guata esparcida aquí y allá en tampones y copos contribuye a esta visión.
A veces, buenos sueños. Se os despierta al amanecer para rehacer las sábanas. Una muchacha de sala es una aldeana recién bajada del tren. Un poco simple, sin demasiada ingenuidad y verdaderamente buena. Ni la menor sombra de un pensamiento interesado. Toma un aire tan amable para deciros: «Perezosos, levántense para que arregle sus almohadas», que se queda uno encantado, sin poder retener una sonrisa vagamente sensual, porque la muchacha es joven todavía y de rostro lindo.
Apenas incidentes a lo largo de un semestre de invierno deslizado entre el tufo de las chimeneas de cok. Un alcohólico —un cochero— muy razonable durante el día se escapa una mañana hacia las cuatro, y salta medio desnudo por una de las ventanas bajas a unos cincuenta centímetros, y vuelve al ser detenido por los aduaneros, mientras pronuncia estas palabras: «Pero si no soy yo… se lo aseguro a ustedes».
Hay un claro de luna glacial que recorta como con tijeras los objetos, falseando todas las perspectivas: un sol bizco de rayos arbitrarios. Muertos insignificantes. Acaba uno por habituarse. Situación pecuniaria ensombrecida que va a llegar a la oscuridad.
Un entreacto completamente negro: miseria, un recrudecimiento de la enfermedad y el reingreso en un tercer hospital. Al menos aquí existe la paz lejos de las gentes y el sufrimiento permanece tranquilo. Las ideas de muerte se evaporan en los olores de éter y fenol. La sangre palpita más lentamente, la cabeza razona de nuevo, las manos se hacen como fueron siempre, buenas y apacibles. Por otra parte, el aspecto exterior del edificio Luis Felipe y Cuarenta y Ocho contribuye al amansamiento. El interior del inmueble tiene el aire de una de esas casas de provincias con los techos muy altos. El piso, cruelmente encerado, hundido por su vetustez y por su disposición en fantásticos biseles, revela la edad considerable de este alojamiento. Hay una sala pequeña, a continuación de otra más larga, y aislada tras un vitral sin separar del resto a los enfermos, que son cuatro. Da vistas a un arrabal, frente al jardín de un verde claro. Estamos en primavera y hay pájaros.
La intensidad de la situación desesperada y el deseo de salvarse por la paciencia, cuando todo empuja a violencias extremadas, pone una venda sobre los ojos y una sordina en los oídos. Pasan así desapercibidas fealdades nada interesantes y estupideces que la banalidad hace más horribles todavía. Una capilla odiosamente moderna, donde en todas ocasiones canta una linda voz acompañada por un harmónium discreto. Como existe un traje feísimo para las mujeres, apenas se ven enfermas del «bello sexo», con excepción de tres viejas y de algunas jovencitas.
Parece ser que hay en el fondo, a la izquierda del pabellón de dormitorios, algunas barracas como las de allá abajo.
El gas, en el hospital definitivo, está reducido a su justo papel de doméstico. Ilumina las cocinas, dependencias, corredores, escaleras, water-closets. Empleo aquí la palabra «definitivo» porque aspiro a no frecuentar más estas especies de asilos —aunque ya quisiera no ocupar albergues peores si la mala suerte no se obstina.