PRÓLOGO

Empezó a llover la tarde en que murió Grethe.

A través de los hilos de agua vislumbro el fiordo radiante y frío que semeja un torrente tras el boscaje desnudo. Paso hora tras hora sentado, mirando las gotas deslizarse sobre el cristal. Pienso. Escribo. Las borrascas dibujan un enrejado ondulado en el vaho del cristal.

He colocado el escritorio ante la ventana. Así puedo escribir y otear al mismo tiempo. Racimos de algas podridas van a la deriva sobre la bajamar. El agua salpica perezosamente contra el monte bajo. Una golondrina grita tibiamente, cansada de la vida.

Las ramas del roble del patio se entreabren negras y húmedas; alguna que otra hoja se les aferra todavía, como si no acabaran de comprender que el otoño no tardará en ir a buscarlas.

Era verano cuando se fue papá. Llegó a tener treinta y un años, cuatro meses, dos semanas y tres días de edad. Lo oí gritar.

Casi todo el mundo cree que se trató de un accidente.

Los primeros tiempos, después de su muerte, mamá se encapsuló en un capullo de pena callada. Después, en una metamorfosis que nunca ha dejado de inquietarme, empezó a beber y a abandonarse. Se habló bastante del asunto. Las calles aledañas a la nuestra tenían ojos y oídos. En la tienda me dirigían miradas de compasión. Los niños componían canciones despectivas sobre mamá. La pintaban desnuda con tiza sobre el asfalto del patio del colegio.

Hay recuerdos que no te quitas de encima jamás.

Es obvio que han estado aquí mientras yo me encontraba fuera. Han registrado todos los cuartos, eliminando los rastros que quedaban de ella. Es como si nunca hubiera existido.

Pero no son infalibles. Se les han pasado los cuatro lazos de seda que cuelgan lacios de los postes de la cama.

Escribo en mi diario todo lo que ha ocurrido este verano.

Si no fuera por las costras y el escozor, creería que el verano no ha sido más que una alucinación continua, que me encontraba en mi habitación de la clínica, con una camisa de fuerza y atiborrado de Stesolid. Probablemente nunca llegue a entender nada de lo que ha pasado. No importa. Lo poco que he comprendido, o dejado de comprender, ya me sirve.

El diario es un cuaderno grueso de piel. Sobre la cubierta, abajo, a la derecha, está escrito mi nombre con letras de oro. El libro de Bjørn Beltø.

Hay dos tipos de arqueología: la histórica y la del alma, las excavaciones del cerebro.

El bolígrafo raspa contra el papel. Calladamente tejo mi telaraña de recuerdos.