6

EL PACIENTE

Me han taladrado el cráneo con una clavija, me han untado la cara con sosa cáustica y han introducido mis manos en jarrones con lava hirviente.

Oigo las pulsaciones de un aparato electrónico. El sonido evoca la resonancia del tictac del reloj de pared de casa, del palacio de grajos. Hueca y regular. La respiración del tiempo. Se descomponía al sonar cada hora.

Mamá dejó de darle cuerda el día que enterramos a papá. Inmóvil, llevaba el testimonio de la desaparición de papá y de su propia muerte interior y silenciosa.

—Bjørn Beltø, ¡eres duro de pelar! La luz es tenue. Inspiro con cuidado, espiro, vuelvo a inspirar. Los dolores arden sin llama.

Bjørnillo…, tienes que despertar… Bjørnillo…, principito…

Estoy tumbado en una habitación con techos infinitamente altos. El cuarto huele a viejo. Las paredes están limpias y encaladas. Una grieta finísima cruza el techo con manchas de humedad.

—¡Despierta! —dice la voz.

Un biombo de tela verde claro, medio transparente, protege la cama.

Al humedecerme los labios cortados con la lengua, se me agrieta la piel desde la comisura de los labios hasta las sienes. Mi cara es una máscara de porcelana que ha pasado demasiado tiempo en el horno y que se resquebraja en cuanto alguien le da con la punta del dedo.

Bjørnillo, ¡despierta ya…!

En el antebrazo me han abierto una vía. De una bolsa colgada sobre la cama sale un tubo. El líquido se desliza lentamente por las agujas y penetra en mi sangre. «¿El suero de la verdad?», pienso. Sodium Pentothal, que engrasa con aceite las zapatas de frenos de la mente.

La voz:

—¿Estás despierto?

No sé si estoy despierto o si estoy soñando. Quizás esté en un hospital. Parece que han abarrotado una habitación cualquiera con equipos médicos. Para cuidarme. O quizá para engañarme.

Alzo las manos vendadas. Es como levantar dos pesas de plomo ardiente. Me quejo.

—Autocombustión —dice la voz.

Hay algo conocido en ella.

Dejo caer la cabeza hacia un lado.

Le veo las rodillas.

Tiene las manos recogidas sobre el regazo.

Como un abuelo preocupado, Michael MacMullin está sentado en una silla junto a la cama. Sus ojos me miran de arriba abajo.

—Quemaduras de segundo y tercer grado en las manos, la cabeza y la nuca. Insolación, por supuesto. Deshidratación. Podría haber acabado muy mal.

Jadeo. Con cuidado alzo la cabeza. En realidad, tengo la sensación de que ha acabado muy mal. Con torpes movimientos intento incorporarme. Me mareo. Me agarro con ambas manos a los tubos de acero de la cama.

—Casi no te encontramos.

No lleva armas, pero eso no significa nada, claro. Seguro que tienen maneras más humanas de deshacerse de albinos molestos. Como una inyección. O quizá nos aten desnudos a un poste en el desierto y convoquen a las hormigas.

Detrás de la tela intuyo una figura en forma de sombra gris; ligeramente echada hacia delante, escuchando.

No creo que hayan transcurrido muchos días. El tiempo vuela cuando te lo pasas bien. Al otro lado de la ventana el viento suena entre las hojas. ¿Roble? ¿Álamo? Estoy tumbado demasiado bajo para poder verlo. Pero noto en el cuerpo que ya no estamos en el desierto. El sol es más bondadoso, la luz, más suave. El aire huele a abono y a vegetación.

—¿Dónde estoy? —consigo decir. El desierto me ha llenado las cuerdas vocales de arena.

—Aquí estás seguro, Bjørn. No tengas miedo. —Su voz es templada, suave, cálida.

No consigo apartar la mirada de la figura que hay tras la tela.

—Te están dando morfina para los dolores —continúa—. Y una pomada estupenda a base de áloe vera. Quizá la morfina te provoque algo de sueño o mareos.

Mientras lo miro, sin responder, los ojos se me cierran solos. Un poco más tarde lo oigo marcharse.

La sombra ha desaparecido.

Esa noche bebo algo así como mil litros de agua. Una enfermera viene de vez en cuando para comprobar que estoy bien y que la morfina funciona. Funciona perfectamente, gracias, las fantasías son deliciosas, la mayoría implican a Diane.

Delirando, espero su siguiente paso.

Es Diane.

Un leve toque en la puerta me saca del sopor al amanecer. Busco las palabras hasta que recuerdo que «adelante» se dice igual en inglés que en noruego.

Una voz clara pregunta:

—¿Qué tal estás hoy?

El tono es cálido y frío al mismo tiempo —tímido, solemne, vacilante—, como si yo llevara dos años en la guerra y me hubieran devuelto a mi amada sin brazos ni piernas.

Diane cruza directamente hasta la ventana. Allí se queda, casi dándome la espalda. Ha cerrado los puños y los aprieta contra el pecho. Por la espalda veo que respira rápida y hondamente. O que llora.

Ambos esperamos que el otro diga algo.

—¿Dónde estoy? —pregunto.

Ella se gira despacio. Tiene los ojos rojos y llenos de lágrimas.

—¡Qué pinta tienes! —dice.

—Me di una vuelta. Por el desierto.

—¡Podrías haber acabado muerto!

—Eso es lo que temía. Por eso huí.

—Es mi padre.

Está tan mona ahí de pie… Angelical.

—¿Me estás oyendo? ¡Es mi padre! —repite.

—¿Quién?

—¡Michael MacMullin!

Me miro las manos. No me llega ni un sentimiento a la superficie. No se suelta ni una palabra. La miro. Ella espera que diga las palabras clave. No lo hago. Me limito a intentar comprender.

—No lo malinterpretes —dice en voz baja. Se acerca. Se aprieta los puños contra el pecho—. No es lo que tú crees.

Me quedo callado.

—Fue una casualidad que nos conociéramos. Tú y yo. Que nos… gustáramos. Fue una casualidad. Me fascinaste. Lo siento… Descubrieron mis búsquedas en el ordenador —explica, y carraspea—. Papá me pidió ayuda.

Finalmente la miro a los ojos.

—¿Y los ayudaste?

—No creas que… —Se interrumpe, las palabras se le agarran a la garganta.

A mí me cuesta respirar. El corazón me late con mucha fuerza.

—Ya entiendo por qué tenías tanto interés en acompañarme a Noruega.

Ella da un paso hacia mí y se para.

—Bjørn, ¡no fue así! No como tú crees. Es todo tan difícil… No pretendía… No quería que… Son muchas las cosas que no sabes. Mucho lo que no comprendes.

—En eso tienes razón.

—No fue nada planeado por nadie. No es que yo hiciera un trabajo para ellos. Tú y yo… Lo de papá habría ocurrido en cualquier caso. Sólo que nos lo fastidió.

—Podríamos decirlo así.

—¿Por qué no se lo entregas y ya está? El cofre. No te sirve para nada.

Ahí de pie, Diane me recuerda bastante a mamá. Tanto la figura como el modo en que gesticula. Es curioso que no me haya dado cuenta antes.

—¿Me odias? —Se sienta sobre la cama y me mira profundamente a los ojos.

—¿No estás escuchando lo que digo? —pregunta contenida. Parece que no puede soportar lo que ha hecho—. Los ayudé para acabar con esto. ¡Por ti!

Digiero las palabras una a una. Como irresistibles canapés untados de veneno de efecto lento. Estudio sus ojos. Para ver si lo dice de corazón. O si dispone de un arsenal de clichés y frases hechas para casos como éste.

—Pero hay algo más… —añade.

—¿Sí?

—Nosotros…

—¿Qué?

—Tú y yo… —empieza otra vez.

—¿Qué intentas decirme?

—Bjørn, nosotros…

Cierra los ojos con tanta fuerza que da la impresión de que les está exprimiendo las lágrimas.

—¿Diane?

—¡No… aguanto… más! —Cada palabra es un parto.

Poso mi mano vendada sobre la suya. Juntos escuchamos nuestras respiraciones. El ruido del aparato. Fuera oímos un tractor lejano. El viento acaricia las hojas. Alguien está dando martillazos. Una Vespino con un defecto en el silenciador arranca y, lentamente, es absorbida por el silencio.

—¿No podrías asumir que esto te queda demasiado grande? —pregunta con delicadeza.

—¿Qué estás haciendo aquí, Diane?

—Fueron a buscarme.

—¿A Londres?

—Me trajeron en avión.

Los latidos del corazón resuenan en mi respiración.

—¿Qué es lo que está pasando en realidad?

Ella hace algo curioso. Se echa a reír. Hipidos de risa claros y altos. Al borde de la histeria. No entiendo lo que le ocurre. Pero se me pega. Sonrío, y con la risa se me enciende tal dolor que me deja amodorrado.

Cuando vuelvo a despertar, Diane ha desaparecido.

Más tarde la enfermera regresa con una inyección gigante. Se ríe al ver mi gesto de pánico y me tranquiliza con la mano.

—¡Medicina! —dice en mal inglés, señalando la bolsa suspendida—. Buena para ti, oui?

—¿Dónde estoy?

Ella introduce la jeringuilla en el grifo del tubo y mueve la cabeza para reconfortarme mientras inyecta el líquido.

—Por favor, ¿dónde… estoy?

—¡Sí! ¡Sí!

Sigo con la mirada la corriente amarillenta que se desliza lentamente hacia el tubo del brazo y me borra los dolores y las preguntas.

MacMullin vuelve a visitarme por la tarde. La pomada y las medicinas palian el dolor, pero la piel me escuece y me pica, y la morfina me deja el cerebro como una aguachirle por la que flotan los pensamientos.

—¡Ah! ¡Tienes mucho mejor aspecto! —exclama.

Mentiras.

Acerca la silla al borde de la cama.

Intento incorporarme. La piel se me ha quedado dos tallas demasiado pequeña. A pesar de la membrana de entumecida indiferencia de la anestesia de morfina, no consigo reprimir un gemido.

—Se te pasará —dice—. El médico asegura que las quemaduras son superficiales.

—¿Cuándo podré irme a casa?

—En cuanto estés lo bastante recuperado.

—¿No estoy prisionero?

Se ríe.

—Supongo que prisioneros estamos todos. Pero tú no eres mi prisionero.

—Quisiera pensar una serie de cosas.

Se pasa los dedos por el pelo plateado.

—Imagino que tú nunca haces nada apresuradamente, Bjørn.

—Bueno, puedo ser espontáneo. Al menos un poco. ¿Dónde está Diane?

—¿Diane? —La mirada se le oscurece. No dice nada. Abre la boca, pero vuelve a cerrarla. Intento leerle el rostro.

—Ya sé que eres su padre.

No responde enseguida. Es como si tuviera que pensárselo.

—Sí —dice al fin en voz baja. Suena a suspiro. Como si no estuviera seguro del todo.

—Eso explica bastantes cosas.

Me clava una mirada hosca.

—¡Escucha! ¡Ella nunca te ha hecho nada malo! ¡Nunca te ha traicionado! ¡Nunca!

—Ella…

Alza la mano para frenarme.

—No más. Ahora no. —Un pensamiento que evidentemente le hace gracia le anima la cara. Los labios se le mueven en silencio, medio sonriendo. Embrujado, contemplo su cambio de escena interior. Es como escuchar a escondidas una conversación que mantiene un ermitaño consigo mismo—. Somos un par de cabezotas, Bjørn.

—Habla por ti mismo.

—No quieres soltar el cofre hasta que hayas exprimido mis conocimientos.

—No es tu conocimiento lo que estoy buscando, MacMullin.

—¿Qué es entonces?

—Sólo la verdad. Sobre el cofre. Sobre lo que hay dentro.

Me mira a los ojos y respira con dificultad.

—Para proteger ese secreto, amigo mío, la gente ha dado la vida.

—A veces eres un poco melodramático.

Su expresión de sorpresa se resuelve en una risa alegre y cantarina. Las ofensas nunca le hacen mella. Para aquellos de nosotros que usamos la ironía y el sarcasmo como arma, se trata de una cualidad insoportable.

—Resulta curioso ver cómo dos testarudos como tú y yo estamos tirando de cada uno de los extremos de la cuerda. Yo quiero el cofre para proteger su secreto. Y tú no quieres soltarlo hasta que sepas lo que oculta.

—No vayas a creer que me das pena.

—Tampoco te lo estoy pidiendo.

—Dime, ¿por qué iba a creerte?

Ladea la cabeza a modo de pregunta.

—Me has hablado de una máquina del tiempo, MacMullin. Winthrop aseguraba que se trataba de una nave espacial. Peter no para de hablar de sus etéreas teorías teológicas. ¿Qué he de creer? ¡Estáis mintiendo, todos!

Me mira durante un buen rato. Su sonrisa es socarrona.

—Queríamos aturdirte —confiesa.

—Pues lo habéis conseguido. ¡Felicidades! Misión cumplida. ¡Estoy aturdido!

—Nada de lo que hacemos sucede sin sentido.

—¡Te juro que me lo creo!

—Pero intenta, si es que puedes, entender. La idea nunca fue que el cofre acabara en tus manos. No eres más que un factor molesto, Bjørn. No debes juzgarnos porque hagamos lo que sea para recuperarlo.

—¿Lo que sea?

—Ya sabes a lo que me refiero.

—Claro. Queríais aturdirme…

—… Y darte una explicación que nadie fuera a creer si la contabas. Pero que de todos modos fuera tan fantástica que pudiera justificar nuestros esfuerzos para salvar el cofre.

—¿Salvarlo? Pero si lo tengo yo.

—Justo.

Se levanta y me coge con cuidado la mano vendada. Me mira largo rato. Al final he de apartar la vista. Él se inclina sobre mí y me acaricia el pelo. Parece que tiene lágrimas en los ojos. Debe de ser por el reflejo de la luz.

—¿Quién eres? —pregunto.

Mira hacia otro lado. No me responde.

—En realidad —insisto—. ¿Quién eres en realidad?

—Pronto se separarán nuestros caminos. Para siempre. Tú volverás a Oslo. Dicen que dentro de un par de días habrás pasado lo peor.

—¿Quién lo dice?

—Te darán una pomada para que te la lleves. Para aliviar el escozor y el picor.

—Qué bien.

—Nos encargaremos de conseguirte un avión.

—¿Quiénes?

—Eres un escéptico, Bjørn.

—No estoy acostumbrado a que todo el mundo vaya por mí.

—Quizá no vayan por ti.

—Ja, ja.

—Quizá vayan por algo que está en tu poder.

—Quizás esté dispuesto a desprenderme de ello.

—¿A qué precio?

Resulta tentador decir diez millones de coronas. Un Ferrari. Una semana en las Malvinas con una danzarina peruana que lleva toda la vida teniendo pecaminosas fantasías con un albino. Pero me conformo con esto:

—Una explicación.

—¿Qué es lo que quieres saber?

—La verdad. No sólo una parte de ella.

—¿Aún no lo entiendes?

—No. Hay quien dice que los albinos somos algo cortos de entendederas.

Se ríe sin alegría.

—¿Es el manuscrito Q? —pregunto.

Arquea las cejas.

—¿Q? ¿En el cofre? Sería una decepción. Claro que no podemos descartar nada.

Lo miro, pero no tiene ninguna intención de contarme nada más.

—Hay otra cosa que quiero saber —digo—. Algo completamente distinto.

—¿De qué se trata?

—La relación entre la muerte de mi padre y la de DeWitt.

—No hay ninguna.

—¡Corta el rollo! Todo está relacionado.

—Murieron. Ninguno de ellos fue asesinado. Casualidades, mala suerte, circunstancias. Todo el mundo muere antes o después.

—¿Por qué estás tan seguro de que no fueron asesinados?

—Los conocía a los dos. Incluso estaba presente cuando murió DeWitt. Estábamos realizando unas excavaciones en Sudán. Yo tenía la teoría de que el cofre podría haber sido enterrado durante una campaña a lo largo del Nilo. Charles estaba completamente convencido de que me equivocaba, de que el cofre estaba enterrado en Noruega. Tropezó. Una estúpida infección en una herida. Estábamos en los trópicos, a mucha distancia de toda posible ayuda. Las cosas acabaron como tenían que acabar. Pero nadie lo mató. Y nadie mató a tu padre.

—Estás muy seguro.

—Deja descansar las viejas historias.

—¿Cómo murió papá?

—Pregúntale a Grethe.

—Ya le he preguntado. No quiere decirme nada. ¿Qué sabe ella?

—Grethe lo sabe casi todo.

—¿Qué significa eso?

—Tendrás que preguntárselo a ella. Grethe y yo…, nosotros…, nosotros… —Por un instante busca las palabras. Después recobra el control de sí mismo—. Éramos novios, como quizá sepas. La cosa se fue calmando con los años. Con el tiempo nos hicimos amigos. Todo lo que yo sé sobre la muerte de tu padre me lo ha contado ella.

—Grethe ni siquiera estaba allí cuando sucedió. Pero yo sí.

—Ella sabe, y por eso sabemos nosotros.

—¿Cómo puede Grethe saber algo sobre la muerte de papá?

—Era muy amiga de tu padre.

—Eran colegas.

—¡Y amigos! Amigos íntimos.

Me estremezco.

—¿Amantes?

—No. Pero tenían tanta confianza como pueden llegar a tener dos personas.

—Eso nunca me lo ha contado.

—¿Por qué habría de hacerlo?

Me callo.

—Se escribían cartas —dice MacMullin—. Las tenemos en el archivo. Miles de cartas en las que plasmaban sus reflexiones y sentimientos. Se podría decir que se usaban el uno al otro. Como amigos, como terapeutas. Por eso lo sabemos nosotros.

Esa noche duermo mal. La cara me arde y escuece. Cada vez que caigo dormido, me despiertan los sueños que llaman a la puerta y quieren entrar.

Me quedo acostado en la oscuridad pensando en la abuela. Ella vivía en el primer piso del palacio de grajos. Por la noche parecía un fantasma hueco que deambulara por los rincones más oscuros del lugar. Dejaba los dientes en un vaso de agua sobre la mesilla y llevaba un camisón blanco que arrastraba por el suelo. Cuando mamá y papá salían por la noche, yo nunca quería quedarme a dormir en su oscuro dormitorio, entre los aromas del alcanfor y los bálsamos. Prefería los miedos de mi propio cuarto y la certeza de que iba a oírme si gritaba.

Por el día era dulce, alegre y de pelo canoso. En su juventud había sido una bella cantante muy solicitada. Resultaba difícil imaginar que aquel cuerpo hundido alguna vez hubiera despertado la pasión de los hombres. Pero seguían acercándosele viejos por la calle que le preguntaban si no había actuado en el teatro Tívoli después de la guerra. Y se referían a la Primera Guerra Mundial.

En su dormitorio, en el cajón de la mesilla, la abuela tenía el programa de una representación de 1923. Salía una foto oval de ella. No había quien la reconociera. Desde el papel amarillento, resplandecía como una estrella del cine mudo. Debajo de la foto aparecía su nombre de soltera: Charlotte Wickborg. Si yo lo cubría todo con los dedos menos los ojos, veía que era ella. En otros tiempos.

No sé gran cosa del abuelo. Había algo tenso y astuto en él. Estaba en los huesos y llevaba los pantalones demasiado anchos, los tirantes se los subían casi hasta el pecho. El aliento le olía a caramelos de alcanfor y a rapé. Y bajo todo lo demás, un fuerte olor a brandy Eau de Vie, que bebía de botellas dispersas por escondites que creía que nosotros no conocíamos. Eran reservas imprescindibles para la existencia del abuelo.

No sé cuándo me dormí por fin. Pero el día ya está avanzado cuando lucho por cruzar la densa membrana del sueño.

Los ojos son cálidos. La mirada alberga una leve comprensión. Las pupilas son como oscuras lagunas de bosque. Mirar en su interior es como hundirse en agua tibia y entregarse a la lenta muerte por ahogamiento. Como si lo único que desearas en la vida fuera perderte en esos ojos y complacer a quien te muestra su compasión al dejarte mirar.

He dormido. Y he despertado. Y me he encontrado con la mirada. Algo de mí se ha quedado en la locura del sueño.

Michael MacMullin dice:

—Aquí estamos otra vez los dos.

Está de pie junto a mi cama, con los brazos cruzados, observándome de un modo que expresa algo que sólo podría caracterizar como ternura. Intento despertar, espabilarme, volver en mí después del sueño.

—Supongo que te habrás traído una nueva cesta de sorpresas.

—¡Eres duro de pelar, Bjørn Beltø!

Algo dentro de mí se tensa.

Me dice con solemnidad:

—He venido porque deseo mantener una conversación contigo.

Fuera es ya por la tarde. O de noche. La ventana está oscura. Una superficie tan negra que la oscuridad podría haber estado pintada sobre el cristal. Aún no sé dónde estoy. Si estoy en la enfermería del instituto. O en un hospital en alguna ciudad.

—¿De qué quieres hablar? —pregunto.

MacMullin se vuelve y se acerca lentamente a la ventana. Su rostro se refleja en el cristal, pero las arrugas desaparecen, los rasgos se borran y se suavizan, parece un hombre joven.

—¿Alguna vez has cargado con un secreto tan profundo que quisieras llevártelo a la tumba?

Pienso en papá. En mamá y el profesor. En Grethe.

Sigue dándome la espalda y hablándole a su propia imagen reflejada.

—He heredado mi destino —dice.

«Tiene que ser toda una carga —pienso yo—, por eso te has vuelto tan pomposo con los años».

—Mi padre, y todos los padres anteriores a él, custodiaron el secreto con sus vidas. —Se gira hacia mí con un gesto de prevención—: Perdóname si sueno un poco melodramático. Pero es que esto no me resulta del todo fácil.

—Si te sirve de consuelo, yo tampoco lo he tenido demasiado fácil.

Con una sonrisa, se deja caer pesadamente sobre la sillar junto a la cama.

—¿Cuánto has conseguido adivinar? —pregunta.

—No gran cosa.

—Entiendo que has estado hablando con Peter.

Callo.

—No pasa nada —se apresura a decir—. No hizo nada malo.

—¿Qué hay en el cofre?

Tiene la boca tan estrecha como una raya. Sus ojos albergan algo oscuro, indeterminable.

—Yo sigo creyendo que es Q —digo.

—Quizá. Déjame que profundice en algunas de las cuestiones que indudablemente Peter ya te ha desvelado. Cuando los hospitalarios se dividieron en mil ciento noventa y dos, fue a causa de una reliquia que la posteridad llamó «El cofre de los secretos sagrados». Ellos la llamaban «La reliquia», sin más. Un objeto sagrado que han intentado encontrar muchos. Reyes y soberanos, príncipes y sacerdotes, cruzados y papas, de aquel tiempo y de la posteridad.

—¿Porque contiene algo valioso?

—Lo curioso es que nadie, al menos muy pocos, ha sabido lo que contenía. Más allá de que el contenido era algo fantástico. Algo sagrado. Muchos han especulado. Algunos llamaban al cofre el Arca de la Alianza. Cosa que es mera ficción. No es más que mitologización de la Edad Media.

—¿Lo que encontramos en el monasterio de Vaerne es la reliquia?

—Tras la división de mil ciento noventa y dos, fue la parte secreta de la orden la que asumió el control del cofre. Pero ¿dónde podían esconderlo? ¿En quién podían confiar? Todo el mundo lo estaba buscando. Debían ocultarlo tan bien como fuera posible. Y entonces tuvieron un golpe de inspiración. Se unieron a los hermanos que se mandaron al monasterio de Vaerne. Tres monjes, llamados los «Custodios del Cofre», los acompañaron al lejano norte. En total secreto. Nadie conocía su verdadera misión. Eran tres monjes muy respetados. Uno de ellos era el gran maestro. Los hermanos con los que viajaban ignoraban que pertenecían a un ala que se había separado de los hospitalarios. Tenían un cometido sagrado. Y nadie les hizo preguntas. Todos aceptaron en silencio que los tres fueran con ellos a Noruega y que vivieran en el monasterio separados de los demás. Lo único que ganaron, a ojos del resto de los monjes, es que ordenaron construir un octógono al que atribuían fuerza sagrada.

MacMullin baja la mirada. Algo en mí tiembla. Estamos empezando a acercarnos a una fuente.

—Había un pequeño escollo en ese arreglo —dice—. Sólo los tres monjes sabían dónde estaba oculto el cofre. —Se muerde el labio—. Eso acabó resultando trágico. Uno de ellos murió de una enfermedad en mil doscientos uno. El otro fue asaltado y asesinado por unos bandidos cuando se dirigía a la catedral de Nidaros en mil doscientos tres. Y al año siguiente, el gran maestro emprendió viaje para asegurarse de que su sucesor, su primogénito, el siguiente gran maestro, conociera el contenido del cofre y el lugar donde estaba oculto.

MacMullin toma aire. Como por reflejo, se peina la gris cabellera con los dedos.

—¿Cómo le fue? —pregunto.

—El gran maestro cayó enfermo durante el viaje. Lo acogió y cuidó un cura de un pueblo de montaña del norte de Italia, donde murió al cabo de tan sólo pocas semanas. Ahí la historia se bifurca. Algunos piensan que dejó una carta. Otros piensan que lo que quería comunicarle a su hijo le llegó a éste y a la orden a través de un mensajero. El mensaje que le transmitieron era, dicho con suavidad, incomprensible. Explicaba que la reliquia estaba escondida en el octógono. Pero nadie sabía dónde se hallaba éste. ¿Entiendes? Nadie informó de que estaba en Noruega. ¡Nadie lo sabía! Nadie era capaz de juntar todos los datos. —MacMullin niega con la cabeza e inspira profundamente—. En algún punto del curso de la historia, se perdió la información sobre el cometido de los tres monjes. Todo adquirió un tinte mítico, de misterio. Lo único a lo que ha podido agarrarse la orden secreta durante todos estos siglos es a la certeza de que el cofre perdido estaba en un octógono.

Yo permanezco en silencio. Tengo la sensación de que por fin estoy escuchando la verdad. Por lo menos parte de ella. La parte que MacMullin quiere que conozca.

Él se levanta. Vuelve a colocarse junto a la ventana.

—Hasta hoy en día sigue habiendo un gran maestro —dice.

—¿Cómo lo sabes?

No me responde directamente.

—Nadie sabe quién es. O dónde se encuentra.

—De ese mismo modo se podrá argumentar a favor de la existencia de Dios.

—El gran maestro no es ninguna divinidad. Sólo es una persona.

—Pero dudo que sea un cualquiera.

—Como los grandes maestros que lo han precedido, desciende del primer gran maestro.

—¿Y quién era él?

—Los ancestros del gran maestro pueden rastrearse hasta la historia bíblica. Hasta una estirpe de antigua aristocracia francesa. Hasta la dinastía merovingia, la familia de caciques franceses que fundó el gran reino franco y conservó el poder hasta mediados del siglo octavo.

—Qué barbaridad…

—Pero nadie, Bjørn, prácticamente nadie, sabe quién es. La secta secreta tiene un Consejo compuesto por doce hombres. Esos doce son los únicos que conocen su identidad y le han jurado fidelidad. Incluso los puestos en el Consejo son hereditarios. Los vínculos de sangre tienen siglos de antigüedad. ¡Bueno, incluso más! ¡Tienen miles de años!

Se vuelve hacia mí. Yo no digo nada.

—El Consejo no está compuesto por creyentes fanáticos —dice—. Es mucho más que eso. Son hombres poderosos. Al igual que el gran maestro, muchos de ellos tienen antepasados reales. Algunos son de la nobleza. Son dueños de impresionantes palacios, de enormes áreas de tierra. Todos son ricos. Inmensamente ricos. La fortuna de sus familias tiene su origen en los tesoros medievales de la Iglesia. Algunos de ellos son famosos. Por su riqueza. Por sus conocimientos.

Pero nadie ajeno sabe quién está en el Consejo, nadie sabe lo que es el Consejo, nadie sabe qué secreto oculta el Consejo. Muy pocos conocen su existencia.

—¿Y cómo sabes tú todo eso?

—Fue el Consejo el que, en el año mil novecientos, fundó y financió laSIS. Querían intensificar la búsqueda de la reliquia. Un nuevo siglo estaba despertando. Una nueva época. Comprendieron que necesitaban una herramienta para coordinar todo el conocimiento que estaba disperso entre los diferentes ámbitos de investigación, las universidades, los científicos y los aficionados. LaSIS.

Carraspea, se retuerce las manos. Me doy cuenta, sin poder explicar por qué, de que me está contando la verdad al mismo tiempo que la está velando.

—De ese modo encontramos por fin la solución —dice—. Después de ochocientos años. Hacía mucho que sabíamos que corrían mitos sobre la existencia de un octógono en el monasterio de Vaerne. Pero a pesar de décadas de estudios e investigaciones de campo desde los años treinta hasta hace poco, nos fue imposible hallar la más mínima pista que pudiera indicarnos dónde estaba el octógono. Hasta que la tecnología moderna acudió en nuestra ayuda. ASSSA. El año pasado tuvimos acceso a fotografías de satélite que mostraban claramente el lugar donde estaba el octógono: el monasterio de Vaerne. ¡Así de fácil! —Chasquea los dedos—. ¡Metro y medio por debajo de un prado! —Se ríe suavemente—. ¿Puedes imaginar el entusiasmo que nos entró? Después de ochocientos años, por fin teníamos la oportunidad de encontrar la reliquia. De abrirla. De quitarle el cofre de madera y sacar el de oro. De abrirlo y ver lo que había dentro.

Respira pesadamente por la nariz.

—El resto no fue difícil —continúa—. Conseguimos las autorizaciones para excavar. Recuerda que el Consejo dispone de infinitos recursos. Dinero, contactos… El director general de Patrimonio Histórico noruego es amigo de laSIS. Como lo era tu padre. Como lo es el profesor Arntzen. Pero ni siquiera ellos saben ni un poquito de lo que yo te he contado esta noche. Eres un privilegiado.

—Estoy inmensamente agradecido.

Algún pensamiento lo induce a reírse, pero la risa está dirigida hacia dentro. No me muevo. Es como si no tuviera derecho a estar aquí. Y como si el menor ruido por mi parte, el menor movimiento, pudiera provocar que él se cerrara y callara.

—Queríamos proceder del modo correcto —dice—. Así que, evidentemente, no nos negamos a que fuera un supervisor noruego quien controlara las excavaciones. Un profesor adjunto. Supongo que en realidad no nos preocupaba lo más mínimo. Nuestros contactos nos aseguraban que no iba a dar problemas. Un joven complaciente y dispuesto. Alguien en quien apenas necesitábamos pensar.

—Pero en eso os equivocasteis.

MacMullin me mira con seriedad. Entonces hace algo inesperado: me guiña un ojo y me da un suave golpe en el hombro con el puño.

—Se podría expresar así. En eso nos equivocamos.

Una enfermera entra con un bacín, pero vuelve a irse en cuanto descubre a MacMullin.

—Sigo sin entender qué puede haber en el cofre que sea tan inconcebiblemente valioso —digo—. ¿O es tan atractivo por el valor del oro? ¿Es así de sencillo?

—El cofre no es más que el envoltorio. El paquete.

—Entonces…

—¡Es el contenido, Bjørn! ¡El contenido!

—¿Que es qué?

—Conocimiento.

—¿Conocimiento? —repito.

—Conocimiento. Información. ¡Palabras!

—¿Un manuscrito?

—Que sólo tiene valor en las manos adecuadas.

—¿Que son las tuyas?

—Ni siquiera las mías. Yo no soy más que la llave hacia la comprensión.

—Sigo sin entender lo que estás insinuando.

—Piénsalo. ¡Un manuscrito!

—¿Así que se trata de Q? —La pregunta me sale en forma de suspiro. Suena a decepción. Después de todo lo que he pasado, esperaba que fuese algo más concreto. La corona de espinas de Jesús. Una astilla de la cruz.

—Un manuscrito —repite quedamente, con respeto—. Un testimonio escrito. Pero sin la adecuada comprensión, no es más que una pieza histórica de dos mil años de antigüedad. Hay que leerlo con los ojos idóneos para poder comprenderlo.

—Dos mil años.

—El manuscrito estuvo bien cuidado durante los mil años anteriores a su entrega a los hospitalarios de San Juan. Los grandes maestros lo guardaban personalmente en sus castillos e iglesias hasta el siglo cuarto, cuando fue ocultado en el monasterio de la Santa Cruz. Sabemos que hubo varios intentos de robar el cofre. El miedo a que alguien lo robara debió de ser la causa de que implicaran a los hospitalarios. El desacuerdo entre éstos sobre el destino del manuscrito fue la causa de la división de la orden.

—¿El manuscrito? ¿Qué cuenta?

La cara de MacMullin parece casi transparente, allí donde está sentado. Bajo la piel veo una red de finísimas venas. Si la luz hubiera caído de otro modo, tengo la impresión de que habría podido ver a través de él. Abre la boca para respirar con más facilidad. Carga con un secreto que le cuesta soltar.

—Dos mil años… —digo—. ¿Me permites que adivine? Esto tiene algo que ver con Jesús. Con el Jesús histórico.

Sus labios se tuercen en una sonrisa.

—Está claro que has hablado con Peter.

—¿Y ahora quieres hacerme creer que Peter no actuaba a tus órdenes?

MacMullin se queda mirándome.

—¿Y que no me desveló exactamente lo que tú querías que supiera? —continúo—. ¿Que no me cebó con datos y medias verdades?

Con un gesto coqueto, MacMullin ladea la cabeza. Chasquea la punta de la lengua. Pero sigue sin responder a mis acusaciones.

—Creo que te gusta este juego —digo. Una pizca de enfado se me cuela en la entonación.

—¿Juego?

—¡Pistas falsas! ¡Mentiras! ¡Insinuaciones! Secretismos… Es todo una especie de juego para ti. Un concurso.

—En ese caso, tú serías un digno competidor.

—Gracias. Pero nunca me has explicado las reglas del juego.

—Eso es verdad. Pero tú no te dejas engañar. Eso me gusta.

Presiona las puntas de los dedos entre sí.

—Mi joven amigo, ¿alguna vez te has planteado la pregunta de quién era Jesucristo?

—¡No! —se me escapa.

—¿Quién era en realidad? —Me mira—. ¿El unigénito de Dios? ¿El Salvador? ¿El Mesías, rey de los judíos? ¿O era un filósofo? ¿Un ético? ¿Un revolucionario? ¿Un sermoneador? ¿Un político?

Supongo que no espera que le responda. Tampoco lo hago.

—Algunos dirán que era todo eso y mucho más —dice.

—No sé adónde quieres llegar. Peter ya ha repasado esa lección conmigo. Me ha contado y explicado. No hace falta que me lo repitas. ¡Ve al grano!

Mi impaciencia no lo afecta.

—¿Por qué crees tú que la crucifixión es el episodio singular de la historia de la humanidad que mayor impresión ha causado en nosotros?

—¡No tengo ni idea! —Casi se lo ladro—. Y, sinceramente, tampoco me preocupa mucho averiguarlo.

—Pero ¿has pensado en eso alguna vez? ¿Fue la brutalidad de la propia crucifixión? ¿Fue porque Dios sacrificó a su hijo? ¿O porque Jesús se dejara sacrificar? ¿Por el bien de los hombres? ¿Por tu bien y el mío? ¿Por la salvación de nuestra alma?

—MacMullin, yo no soy creyente. Nunca he pensado en esas cosas.

—De todos modos, no me cabe duda de que puedes compartir tus ideas conmigo. ¿Qué hubo en la crucifixión capaz de crear una religión?

—¿Quizá que Jesús resucitó de entre los muertos?

—Justo. Exactamente. ¡Todo empieza con la crucifixión! Nuestra herencia cultural occidental comienza con la crucifixión. Y con la resurrección.

Intento interpretar su expresión… lo que quiere decir, adónde pretende llegar.

—La crucifixión… Intenta imaginar el conjunto, Bjørn… —Su voz es tierna, susurrante. La mirada se le llena de imágenes que sólo puede ver él—: Jesús es llevado hacia el Gólgota por sus guardianes romanos. Está agotado. Tiene la piel de la espalda reventada por los latigazos. La corona de espinas le levanta la piel y la sangre se le mezcla con el sudor, dibujándole rayas de rojo claro por las mejillas. Tiene la piel lívida, los labios secos. Los espectadores lo reciben con escarnio. Voces chillonas gritan contra él, con desprecio. Algunos lloran de compasión, le dan la espalda. Los olores… Los olores de los prados y las arboledas se mezclan con el rancio hedor de las cloacas, la orina, el sudor, las cabras, el estiércol de los burros. Sobre los hombros, Jesús lleva un madero en el que tiene atadas las manos. Se tambalea por el peso. De vez en cuando cae de rodillas, pero los soldados vuelven a levantarlo brutalmente, con impaciencia. Al encontrarse con Simón de Cirene, los soldados obligan a éste a cargar con la cruz. Poco después pasa un grupo de mujeres llorando. Jesús se detiene, las consuela. ¿Te lo imaginas? ¿Puedes representarte cómo debió de ser? La atmósfera está cargada, eléctrica… Ya en el Gólgota, a Jesús le dan vino mezclado con mirra, que es tranquilizante y anestésico. Pero sólo toma un pequeño sorbo.

MacMullin se interrumpe, tiene los ojos distantes.

Estoy tumbado en la cama, en silencio.

—Luego lo clavan a la cruz.

—Sí —digo finalmente, para llenar el silencio.

MacMullin carraspea antes de proseguir:

—Alguien ha grabado su nombre en la cruz. «Jesús, rey de los judíos». Mientras aún está colgado, con el rostro retorcido de dolor, los soldados se reparten su ropa por sorteo. Imagínatelo. Se reparten su ropa. Mientras él está ahí colgado, clavado como la víctima de un sacrificio, siguiéndolos con la mirada. ¡Se reparten la ropa entre ellos! Luego se quedan sentados custodiándolo. En cierto momento, en su desesperación, él llama a su padre y le pide que lo perdone. Exhausto, con voz casi inaudible, le habla a su madre María, a quien consuelan tres mujeres, entre ellas María Magdalena. Los espectadores, los sacerdotes y los letrados… bueno, incluso los dos ladrones que están crucificados a los lados de Jesús, empiezan a burlarse y a retarlo para que se saque a sí mismo del apuro. Entonces, Bjørn, cae la oscuridad sobre el monte. Quizá sean nubes arrastradas por el viento, quizá sea un eclipse. Jesús grita: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?». Un viento cruza el campo. O quizás el calor vibre sin vida sobre el suelo. No sabemos. Alguien coge una esponja con vinagre, la amarra a un palo y se la da a beber. Jesús dice: «Padre, ¡en tus manos pongo mi espíritu!». Y luego muere.

MacMullin mira el reloj. Sin mirarme a los ojos se levanta y va hacia la puerta. Es pesada. La madera está decorada con coronas de flores talladas.

—¿Adónde vas? —grito detrás de él.

Él abre y se vuelve hacia mí.

Confuso, le pregunto:

—¿Nada más?

—¿Más?

—¿Por qué me has contado todo eso?

—Bjørn, reflexiona sobre la siguiente idea… —Duda, mira al vacío—. Imagínate que Jesús no hubiera muerto en la cruz.

Una parte de mi cerebro capta lo que dice. La otra parte se aferra a los segundos anteriores a que pronunciara estas palabras y logra del todo seguir el inesperado giro.

—¿Qué? —digo, a pesar de haber oído lo que ha dicho.

Sin hacer ruido, cierra la puerta y me deja con mis preguntas y con la noche.

¿Hay, en un punto dado de la vida de un hombre, un punto de inflexión, un momento de tu existencia en que algún suceso arroja luz sobre todo lo que te ha ocurrido hasta entonces en la vida y que ilumina el sendero que tienes delante?

La vida es un círculo. El comienzo y el final de la vida se encadenan en un punto que las religiones exprimen hasta donde pueden.

Para los mayas, el tiempo era un círculo de repeticiones. Los estoicos pensaban que el universo iba a hundirse, pero que un nuevo universo surgiría del anterior.

Hasta cierto punto me consuela pensarlo.

Pero para los cristianos, el tiempo es una línea recta e ineludible que conduce directamente al día del Juicio Final.

Elevados hasta una perspectiva cósmica, todos pueden tener razón.

Y en un ciclo infinito semejante, a un pobre hombre quemado por el sol, con las uñas agrietadas y un abono de metro caducado, puede resultarle difícil encontrar su sitio.

Hay tantos enigmas… No estoy destinado a resolverlos. En el fondo no es tan importante. En el fondo, supongo que me da igual.

Crepúsculo. Los retales de los prados se engarzan suavemente. Rectángulos de colores tenues en un puzzle de prados y verde, de amarillo y gris. Las suaves colinas se extienden a lo lejos. Con paciencia, con esmero, los campesinos han ido domesticando el paisaje y han insuflado vida a los terruños. Pero hay algo terco y rebelde en la frondosidad. El paisaje ha luchado y se ha resistido. La montaña se abre paso como un tumor a través de los terruños, agudos peñascos parten la tierra en dos, los prados están desgarrados por heridas de piedra.

Contemplo el paisaje a través de una ventana. Es la ventana de un castillo. Un castillo medieval de piedra rojiza. Habrá quien lo llame palacio. El marco de la ventana es tan profundo que quepo sentado.

El castillo se extiende sobre una tupida loma. No tengo ni idea de dónde estoy. Apuesto a que es la Toscana. ¿O quizá la meseta española? La alternativa es que sea un asilo en el que todo lo que me pasa, todo lo que oigo y percibo, no ocurre más que en mi cabeza. La última posibilidad me parece, en estos precisos momentos, la más plausible. Y la más tentadora.

—¿Dónde estoy?

MacMullin recibe la pregunta con las cejas levemente arqueadas. Está de pie en la puerta. Yo sigo sentado en la profundidad del marco de la ventana. Llevo ya algunas horas aquí. Pero el paisaje no ha desvelado ninguno de sus secretos.

—Veo que has conseguido salir de la cama. ¡Me alegra que estés camino de recuperarte!

—Gracias. ¿Dónde estoy?

—En Rennes-le-Cháteau.

Doy un respingo.

Rennes-le-Cháteau. Señoras y señores, la representación está a punto de comenzar, otro trozo más del telón se ha levantado, los actores esperan entre bastidores, pero nuestro honorable autor todavía tiene que acabar de escribir la obra.

MacMullin cierra la puerta y entra en la habitación.

—Al este de los Pirineos. En el sur de Francia.

—Ya sé dónde está —digo en voz baja—. Es el pueblo del cura.

—Tienes buena memoria.

—¿Qué hago aquí?

—Te trajeron aquí.

—¿Cómo? ¿Por qué?

—En mi jet privado.

—No lo recuerdo.

—Estabas inconsciente.

—¿Cuánto tiempo?

—Cierto tiempo. Se vieron obligados a darte anestésicos y tranquilizantes. Después de encontrarte en el desierto. Estabas algo transido.

—Así que me drogaron. Otra vez.

—No nos quedaba otra opción.

—¡Es una mala costumbre que tenéis!

—Por tu propio bien.

—¿Por qué me trajeron aquí?

—La enfermería del instituto no es gran cosa.

—Pero ¿por qué aquí?

—Podíamos haberte ingresado en un hospital privado en la ciudad más cercana. O en Londres. O en Oslo, ya puestos. Pero el caso es que te trajimos aquí. Porque queríamos invitarte a Rennes-le-Cháteau. A mi casa. No tardarás en entender por qué.

—¿Qué clase de casa es ésta?

—Para decirte la verdad, es un castillo.;

—Tu propio castillito privado, ¿no?

—Un antiguo castillo de cruzados, en realidad. Es propiedad de mi familia desde hace un tiempo.

—Ya sé a qué te refieres. Mi familia también tiene algunos castillos medievales por ahí.

Más tarde MacMullin me conduce fuera de la habitación, por un pasillo en penumbra y escaleras arriba. Caminamos despacio. Él me sujeta por el brazo.

Al final de las escaleras abre una maciza puerta y nos encontramos sobre un tejado, entre torres y capiteles, sobre un estrecho pasadizo rodeado de parapetos. Las vistas son formidables. El aire, opresivo y repleto de fragancias.

Contemplamos el paisaje.

—Hermoso, ¿no? —pregunta él. Apunta al sureste—. La montaña que ves se llama Bézu. Allí hay una fortaleza medieval en la que vivieron e impartieron clases los templarios. Aquí hay cientos de iglesias. Muchas de ellas están construidas sobre tierra santa. Es probable que en sepulcros olvidados descansen apóstoles, profetas y santos. ¡A cientos! Hacia el este —prosigue, volviéndose parcialmente y señalando—, están las ruinas del palacio de Blanchefort. El cuarto gran maestro de los templarios, Bertrand de Blanchefort, vivió allí en el siglo doce.

—Tu agente inmobiliario no tendrá problemas para decir que se trata de una buena zona, si alguna vez se te ocurre deshacerte del castillo.

MacMullin se ríe cortésmente.

—En la Edad Media había aquí mucha densidad de población. Hay quien opina que en torno a Rennes-le-Cháteau vivían cerca de treinta mil personas. La región estaba cerca del Mediterráneo y las rutas comerciales, cerca de España e Italia; bueno, era una parte de Francia que estaba bien ubicada para casi todo.

—¿Pretendes ofrecerme el castillo a precio de saldo? ¿O intentas contarme algo?

MacMullin se acerca al muro y se sienta entre dos almenas.

—En la década de los sesenta, una revista francesa publicó una historia que despertó el interés de los lectores capaces de leer entre líneas. El artículo contribuyó a que un puñado de escritores seudocientíficos se pusiera a especular sobre los enigmas que podía ocultar esta zona. Esos libros han atraído a un número creciente de turistas.

—¿Enigmas?

—La revista contaba la historia de Bérenger Sauniére.

—El cura…

—Un hombre de treinta y tres años que llegó a Rennes-le-Cháteau para ser el cura del pueblo en junio de mil ochocientos ochenta y cinco.

—¿Qué pasaba con él?

—Era un misterio por qué acabó aquí, en un apartado pueblo de apenas doscientos habitantes. Le habían augurado un grandioso futuro durante sus estudios. Debió de suceder algo. Probablemente provocó a sus superiores, ya que lo mandaron a este lugar.

—Bueno, esto es bastante bonito.

MacMullin se apoya contra el muro.

—Entre mil ochocientos ochenta y cinco y mil ochocientos noventa y uno, Sauniére tuvo unos ingresos modestos, lo justo para vivir decentemente. Al fin y al cabo, aquí no había mucho en que gastar el dinero. —Le echa una mirada al despoblado territorio—. Sauniére era un cura muy activo. Empezó a estudiar la historia local con ayuda del cura del pueblo vecino, al abad Henri Boudet de Rennes-les-Bains.

Me indica con el dedo dónde está situado Rennes-les-Bains. Una nube oscurece las colinas.

—Durante mucho tiempo, Sauniére quiso restaurar el templo. El edificio era del año mil cincuenta y nueve, pero ya entonces había sido erigido sobre los fundamentos de una iglesia del siglo séptimo. En mil ochocientos noventa y uno, Sauniére dio comienzo a la restauración. Pidió prestada una pequeña cantidad de dinero a la caja del pueblo y se puso en marcha. Una de las primeras cosas que hizo fue quitar las piedras del altar. Entonces descubrieron dos columnas, y una de ellas estaba hueca. Dentro encontraron cuatro rollos de pergamino metidos en tubos de madera sellados. Se dijo que dos de los pergaminos contenían tablas genealógicas. Se dijo que los otros dos contenían documentos transcritos en mil setecientos ochenta por el predecesor de Sauniére, el abad Antoine Bigou. Bigou era también cura de la corte de la familia Blanchefort, que antes de la Revolución francesa era una de las mayores terratenientes de la zona. Los documentos de Bigou provenían del Nuevo Testamento. Eran copias. Pero el texto ofrecía un aspecto bastante absurdo. No había espacio entre las palabras, y había letras superfluas resaltadas y esparcidas por todo el texto de un modo aparentemente casual. Como si portaran un mensaje oculto. Algunos de esos escritos que parecían codificados no se dejaban descifrar, ni siquiera con los ordenadores modernos. Tampoco Sauniére entendía el texto ni los códigos. Pero sí entendió que había encontrado algo que podía ser importante. Le llevó los pergaminos a su superior, el obispo de Carcassonne, que les echó un vistazo y, por su propia cuenta, mandó a Sauniére a París para que viera a los religiosos más destacados. Se quedó tres semanas en París. Lo que pasó allí sigue sin estar claro. Pero el cura pobre de pueblo fue introducido en los círculos más exclusivos. Se rumoreaba que entabló una relación con la célebre cantante de ópera Emma Calvé. Ella vino aquí a verlo en varias ocasiones en los años siguientes. Después de su estancia en París, él regresó a Rennes-le-Cháteau y prosiguió con la restauración de la iglesia. Lo inexplicable, sin embargo, era lo rico que se había vuelto. La financiación para renovar el templo había dejado de ser un problema. Entabló correspondencia con gente de dentro y fuera del país. Se implicó en negocios. Encargó construir una carretera moderna hasta Rennes-le-Cháteau. Compró exquisitas porcelanas, coleccionaba sellos valiosos, reunió una formidable colección de libros. Montó un zoológico y un naranjal. Derramaba dinero y alegría sobre los miembros de su congregación. Recibía visitas de grandes hombres del país y del extranjero. Lo creas o no, hasta su muerte en mil novecientos diecisiete, le dio tiempo a gastar varias decenas de millones de coronas. ¿De dónde salía el dinero? Él se negaba a responder. Un obispo joven y desconfiado intentó trasladarlo, pero él hizo algo tan inaudito como negarse. Fue víctima de maliciosas acusaciones y se le suspendió de su cargo. Pero entonces intervino el mismísimo Vaticano y volvieron a nombrarlo cura del pueblo. El diecisiete de enero de mil novecientos diecisiete tuvo un ataque. Murió algunos días más tarde. Pero, todavía, la gente de este pueblo se pregunta: ¿de dónde surgió su repentina riqueza?

MacMullin se levanta de las almenas y viene hacia mí.

—Supongo que intuyes la conexión. Y te estarás preguntando qué contenían los rollos de pergamino que encontró en el hueco de la columna bajo el retablo. ¿Qué ponía en los documentos que llevó a París… antes de que la fortuna transformara al cura de pueblo, que en tiempos fue tan pobre, en un hombre pudiente y con secretos?

—No tengo ni idea —digo—. Pero es verdad que me planteo esas preguntas.

—Ya me lo imaginaba. Eres curioso por naturaleza.

—Y sin duda conoces las respuestas.

Me coge del brazo como si se estuviera mareando, pero me suelta inmediatamente.

—Pero no piensas contármelo —apunto.

—Los pergaminos contenían, de forma codificada, una genealogía, una tabla o un árbol genealógico, si quieres, que seguía las líneas de la realeza hasta el comienzo de nuestro cálculo del tiempo. Y contaban también cómo habían de ser interpretadas las líneas genealógicas.

—¿Una tabla genealógica real?

—Nombre por nombre. Rey por rey. Reina por reina. País por país. De siglo en siglo.

—¿Tiene eso algo que ver con tus insinuaciones de anoche? ¿Sobre la crucifixión de Jesús?

—Ésa supongo que sería una conjetura completamente insensata.

Agarrándome con firmeza del brazo, me lleva de vuelta hacia la puerta.

—Pero los documentos encontrados en mil ochocientos noventa y uno en la iglesia contienen otro conjunto de informaciones más —continúa—. No sabemos de dónde proceden. No sabemos quién guardó esas informaciones ni cómo fueron transmitidas. Pero nos dieron las primeras pistas sobre dónde se había metido la reliquia sagrada. Nos dieron la clave para seguir buscando. Y por eso, nueve años más tarde, se fundó laSIS. Resultado directo de la información codificada. Por fin teníamos pistas concretas. Sabíamos más sobre dónde buscar el cofre. Sobre el octógono. Pero, a pesar de todo, nos llevó casi cien años lograrlo.

Cierra la puerta con una enorme llave, y la cerradura cruje por el óxido.

—En sentido estricto —le digo cuando bajamos las escaleras—, es algo pronto para decir que lo habéis logrado.

Mamá siempre me arrastraba a misa en Nochebuena. En medio del Pato Donald de la televisión sueca, llegaba tarareando, con sus pantorrillas de nailon brillante, en una nube de risa y perfume, y empezaba a arreglarse para ir a misa. «Las tradiciones nos hacen falta», solía decir. Se le dan bien los tópicos. Nunca entendió que, para mí, los dibujos animados eran una tradición más importante que la iglesia. Cuando nevaba, las campanas repicaban y el viento movía las llamas de las antorchas sobre las tumbas; no niego que la experiencia generara en mí cierto espíritu navideño. Pero no tanto como Donald.

Lo mismo pasaba antes de todas las vacaciones de verano. Pero en ese caso bajo la dirección de la escuela infantil. En grupos por clases, nos obligaban a ir a misa. Nunca he sido cristiano, pero debajo del imponente retablo en que Jesús abría los brazos, hipnotizado por el órgano, la voz y las amonestaciones del sacerdote, juntaba obedientemente las manos. En momentos como ése despertaba el creyente que hay en mí; una pequeña criatura contrahecha que busca consuelo donde pueda encontrarlo.

El éxtasis religioso me duraba unos quince minutos. Luego el verano cogía el testigo.

Más tarde busqué otros modos de paliar los anhelos de la criatura contrahecha. Al hacerme mayor, encontraba el mismo consuelo entre los muslos de una mujer. El deseo de ser abrazado por el calor y la ternura de alguien a quien le importes y que tenga ganas de estar contigo. En toda su patética sencillez.

Estoy tumbado en la cama. Todo está oscuro. La cara y las manos me escuecen y pican.

El cuarto es grande, está vacío y silencioso.

Una idea me ronda la cabeza. Como una mosca que no se queda nunca quieta. La idea es ésta: ¿hay sólo una verdad?

No quiero creer en las conspiraciones de MacMullin. Me van demasiado grandes. Son demasiado irreales. Crucifixión, cruzados, templarios, castillos medievales, dogmas, misteriosos masones, formidables fortunas, tesoros ocultos, secretos atemporales. Ese tipo de cosas no pertenecen a la realidad. Al menos no a mi realidad. ¿De verdad han conseguido mantener un secreto durante dos mil años? No puedo concebir que sea posible.

En algún sitio del castillo, aunque casi no se oye, suena una pesada puerta.

Capa por capa, MacMullin va pelando las mentiras y las pistas falsas y va sacando el núcleo a la luz. Pero ¿es también el núcleo un espejismo?

No sé si MacMullin está mintiendo. No sé si él mismo cree estar diciendo la verdad. O si realmente la está diciendo.

Eso mismo pensaba siempre sobre el sacerdote. Mientras estaba ahí sentado, sobre el duro banco de madera, mirando hacia el púlpito, cavilaba sobre si realmente se creía todo lo que decía. O si al sacerdote también se le colaba la duda, dejándole algo carcomida la esperanza de que todo fuera, en la tierra y en el cielo, tal y como él predicaba.

Llevo un rato dormitando cuando se abre la puerta y oigo los pasos ligeros de Diane a través del biombo.

Debo de estar en vías de recuperación. Lo primero que pienso es que ha venido a echar un polvo rápido. Me incorporo sobre los codos. Estoy más que dispuesto a jugar el papel del paciente desamparado en manos de la enfermera voluptuosa. En mis fantasías, soy partidario de todo corazón de la mayoría de los fetichismos oscuros.

Pero ella tiene la cara triste. Se deja caer pesadamente sobre la silla. No quiere encontrarse con mi mirada. Algo la está torturando.

—¿Diane?

—Tenemos que hablar.

Yo espero un rato a que siga.

—Papá me ha contado que… —comienza. Luego se calla.

Con movimientos cuidadosos, me levanto y me visto. Sin mirarme, ella me coge de la mano, con ternura, como si tuviera miedo de hacerme daño, y salimos juntos de la habitación, bajamos las escaleras y salimos a la arboleda.

Está oscuro. Una farola ha atraído un enjambre de insectos a los que no quiere soltar. La brisa es fresca y supone un alivio para mi piel, que no deja de cosquillear y arder todo el rato. Pienso: «Diane quiere contarme algo que yo no quiero saber».

Me conduce por un sendero de gravilla hasta llegar hasta un banco junto a un estanque en el que hace mucho que el musgo ha tomado el poder y acallado las fuentes. El agua huele a podrido.

—Bjørn —susurra—. Tengo que contarte algo.

Su voz alberga algo desconocido.

Me siento en el banco. Ella se queda de pie ante mí con los brazos cruzados. Me recuerda a la hermosa estatua blanca, La monja solitaria, que hay en el jardín del monasterio de Vaerne.

De pronto lo entiendo. ¡Está embarazada!

—Lo he estado pensando —dice. Su respiración es frágil—. Al principio no quería. Pero es lo correcto y lo que está bien. Que te lo diga tal y como es. Que tú lo entiendas.

Yo sigo callado. Nunca he pensado en mí mismo como padre. La idea me resulta extraña. Entonces tendremos que casarnos. Si es que ella me quiere. ¿Y quiere? Me imagino al feliz matrimonio, Bjørn y Diane, rodeados de pequeñines gateando y babeando.

Ella me había soltado la mano, pero ahora se sienta y me la agarra con demasiada fuerza. «¿Vamos a vivir en Oslo o en Londres?», pienso yo. Me pregunto si será un niño o una niña. Le miro la tripa plana. El siguiente pensamiento: «¿Cómo puede saber que está embarazada habiendo pasado tan poco tiempo?».

—Algunas veces —dice—, te enteras de cosas que preferirías no haber sabido nunca.

—Aunque eso no lo sabes hasta que es demasiado tarde. Porque hasta que no sabes, no te das cuenta de que no querías saber.

Creo que no me está escuchando. La verdad es que ha sonado bastante críptico.

—Se trata de mi madre —añade.

En el agua estancada, una rana se pone a croar. Intento avistarla, pero es sólo un sonido.

—¿Qué pasa con ella? —pregunto.

Diane solloza. La rana le responde tentativamente desde el estanque.

—Es curioso que tuviera que conocerte a ti para averiguar quién es mi madre.

—¿Qué tengo yo que ver con tu madre?

Diane cierra los ojos sin responder.

—Creía que tu madre estaba muerta.

—Eso creía yo también.

—¿Pero?

—Nunca me dejaron conocerla. Ella no quería saber nada de mí.

—No entiendo. ¿Quién es?

—Quizá puedas imaginártelo. Tú la conoces.

Intento leer su rostro.

Lo primero que pienso es: «¿Mamá?».

Después: «¿Grethe?».

—¡MacMullin estuvo saliendo con Grethe! —exclamo—. ¡En Oxford!

Ella se queda callada.

Ahora es mi respiración la que ha empezado a cornear y golpear.

—¿Es Grethe tu madre?

La rana se ha movido. El ruido proviene ahora de otro sitio. ¿O quizá por fin le esté respondiendo otra rana?

—Hay algo más. Soy la única hija de mi padre. Su único descendiente.

—¿Y?

Sacude la cabeza.

—¿Qué más da eso para nosotros? —digo.

—Eso lo da todo. ¡Todo!

—Explícate.

—Verás, papá no es…

Pausa.

—¿No es qué? —pregunto.

—Cuando él muera, yo…

Pausa.

—¿Sí? Cuando él muera, ¿tú qué?

Se contiene.

—No puedo evitarlo. Créeme. Pero así es.

—No entiendo.

—Jamás funcionaría —dice.

—¿Qué es lo que jamás funcionaría?

—Tú. Yo. Nosotros.

—Chorradas, no hay nada que no podamos arreglar entre nosotros.

Ella niega con la cabeza.

—Creía que ibas en serio, Diane.

—¿Sabes…? Cuando nos conocimos, eras tan diferente…, tan tentador… completamente distinto de todos los demás hombres que he conocido. Lo que sentía entonces era… algo real. Algo que no había sentido antes, no del mismo modo. Pero luego llegó papá y lo estropeó todo.

—Pero tú seguiste. Fuiste por mí.

—Pero no para complacerlos. Todo lo contrario. Para desafiarlos. Intenta comprenderlo, Bjørn. Si te he usado, ha sido por mí. Por rebeldía. Porque me importas. Porque quería demostrarles que no soy parte de su juego. Pero, a pesar de todo… —Sacude la cabeza.

—Podemos lograr que funcione, Diane. Podemos dejar todo esto a nuestras espaldas.

—Nunca funcionará. Nos lo han estropeado todo.

—Pero, de todos modos, ¿no podríamos…?

—No, Bjørn. —Se levanta de golpe—. Así son las cosas. —No me mira—. Lo siento.

Me mira a los ojos, sonríe brevemente, con tristeza.

Luego se da la vuelta y baja a toda prisa por el sendero. Lo último que oigo de ella son sus pasos crujiendo en la gravilla.

Al morir papá, hubo muchas discusiones entre mamá y la funeraria sobre si el ataúd debía estar abierto o cerrado en la capilla durante el funeral. El señor de la funeraria nos aconsejaba que cerráramos el ataúd. Para que pudiéramos recordarlo tal y como había sido. Sólo cuando mamá se negó a rendirse, el hombre se vio obligado a ponerse desagradable.

—Señora, cayó desde treinta metros de altura, directamente sobre las piedras.

Mamá no parecía comprender. Estaba un poco fuera de sí.

—¿No podrían maquillarlo? —propuso.

—Señora, no lo entiende. Cuando un cuerpo choca contra las piedras tras una caída de treinta metros…

Al final el ataúd estuvo abierto.

La capilla estaba adornada con flores, un organista y un violinista tocaban salmos. Junto a una puerta trasera había cuatro hombres de la funeraria. Mantenían un gesto profesional y aspecto de ir a echarse a llorar en cualquier momento. O a reír.

El ataúd estaba en alto en medio del recinto.

Adagio. Frágiles notas en el silencio. Sollozos callados. La tristeza se entretejía con la música.

Le habían juntado las manos, que estaban enteras, y le habían metido un ramo de flores silvestres entre los dedos. Lo poco que se veía de la cara brillaba a través de un agujero oval que habían hecho en el paño de seda en que estaba envuelta la cabeza. Para ahorrárnoslo. Debieron de trabajar mucho con él. Intentado recrear su aspecto con algodón y maquillaje. A pesar de todo, estaba irreconocible. No era papá el que yacía allí tumbado. Cuando le toqué los dedos, estaban tiesos y helados. Recuerdo que pensé: «Es como tocar un cadáver».

Mañana. La luz es tenue. Los colores aún no han despertado en las colinas.

Entumecido de cansancio, estoy sentado con los codos sobre el marco de la ventana. Me he pasado toda la noche mirando fijamente el gran vacío negro y he visto cómo la oscuridad se disolvía en una pálida claridad, he visto el baile de los murciélagos contra las estrellas. Desde el amanecer, los pajarillos han estado canturreando y revoloteando en el árbol del otro lado de la ventana. Como flechas, han perseguido a los insectos hasta las alturas. Abajo, en el patio, un gato negruzco se para y se estira satisfecho. Una furgoneta adormilada traquetea carretera abajo cargada con fruta y verdura.

Diane se ha marchado. La he visto irse. En medio de la noche alguien le ha llevado las maletas al minibús y se la ha llevado. Durante varios minutos he estado siguiendo con la mirada la lenta bola de luz hasta que la ha absorbido la oscuridad.

—¿Has tenido alguna vez la impresión de que nada en esta vida es tal y como te lo imaginas?

Está sentado a la luz de las llamas, ante la chimenea de la biblioteca. Es de noche. Un neanderthal de prietas mandíbulas y ojos esquivos ha ido a buscarme al cuarto y me ha llevado en silencio a través de los corredores del castillo hasta lo que MacMullin, con exagerada modestia, llama el «rincón de lectura».

Las paredes de la gran sala están cubiertas de libros. Miles y miles de libros antiguos, desde el suelo hasta el techo; un mosaico de lomos amarillentos y carpetas con sinuosos títulos en latín y griego, francés e inglés. El recinto huele a polvo, a cuero y a papel.

MacMullin ha servido dos copas de jerez. Brindamos sin mediar palabra. Los leños del fuego crepitan y chisporrotean.

Él carraspea.

—He oído que has hablado con Diane.

Yo miro las llamas.

—Grethe es su madre.

—Así es.

—Tenemos mucho en común, tú y yo.

—Siento que tuviera que acabar de esta manera. Contigo. Con Diane. Y… todo…

—¿Por qué te llamas MacMullin?

Me mira sorprendido.

—¿Cómo te gustaría que me llamara?

—Eres de vieja estirpe francesa. ¿Por qué tienes un nombre escocés?

—Porque me gusta como suena.

—¿Así que no es más que un apodo?

—Tengo muchos nombres.

—¿Muchos? ¿Por qué? ¿Y por qué escocés? —repito.

—Es el nombre que más me gusta. Uno de mis antepasados, Francisco II, se casó con María Estuardo, que creció en la corte francesa y tenía fuertes vínculos con Francia. Supongo que sabes de historia. Antes de morir repentinamente, tuvo una aventura con una distinguida dama del poderoso clan escocés de los MacMullin.

Le da un sorbito al jerez. Ente nosotros vibra una membrana invisible de inseguridad mutua. MacMullin desaparece dentro de sí mismo. Yo mando mi mirada y mi atención de paseo por la gran sala.

Al final tengo que rendirme a la presión del silencio.

—¿Me has pedido que venga? —pregunto.

Su mirada encuentra la mía con un brillo juguetón. Como si intentara ver hasta qué punto puede forzar mi paciencia.

—Ayer te hablé de los pergaminos que encontró el cura Bérenger Sauniére al restaurar la vieja iglesia.

—¿Y esta noche? —inquiero, riendo desafiante. Me siento transportado a Las mil y una noches. Aunque Sherezade debía de ser más mona que MacMullin.

—Esta noche quiero contarte lo que revelaron los pergaminos.

—¿Algo sobre un árbol genealógico?

—Una genealogía. Y otra cosa más. —Inspira profundamente, retiene el aire y lo suelta a través de los labios. Suena como si todo fuera un único gran suspiro—. Pistas sobre lo que realmente ocurrió.

—¿Realmente?

Se frota las manos con vehemencia, como si estuviera tratando de arrancarse un par de guantes invisibles.

—El otro día te conté algo que debió de costarte mucho aceptar.

—¿Te refieres a la crucifixión?

Él no responde inmediatamente. Es como si no quisiera desvelar nada en absoluto.

—La crucifixión de Jesús es tanto un acontecimiento histórico como un símbolo religioso. El cristianismo se fundamenta sobre el dogma de que Jesús resucitó de entre los muertos.

—MacMullin —pregunto, inclinándome hacia delante en la silla—, ¿cuál es tu fe?

Él hace oídos sordos a la cuestión y continúa:

—Si Jesús no murió en la cruz, y si la resurrección es una mentira, bueno, ¿quién era entonces?

—Un revolucionario. Un predicador. Y un gran filósofo humanista —propongo—. Ya hemos pasado por todo eso.

—Pero no una divinidad —completa él—. Desde luego, no el hijo de Dios.

—Debes de ser judío.

—Mi fe no tiene ninguna importancia. No pertenezco a ninguna Iglesia. Creo en una fuerza que no se deja describir ni atrapar entre solapas. Y que desde luego no es propiedad ni de curas ni de profetas. —Niega con la cabeza—. Pero lo que yo creo, y por qué, podemos discutirlo otra noche.

—Explícame por qué piensas que Jesús sobrevivió a la crucifixión.

MacMullin mira las facetas de la copa de jerez a contraluz y la gira.

—Estoy tentado de invertir la pregunta.

—Quieres decir… ¿por qué murió?

—Más bien… ¿por qué murió tan rápido?

—¿Rápido?

Deja la copa sobre la mesa baja y redonda que hay entre nosotros.

—En los evangelios no hay nada que apoye que las heridas causadas a Jesús, que eran sólo en la carne en realidad, fuesen a producirle una muerte rápida.

—¡Lo crucificaron! —exclamo—. ¡Lo clavaron a una cruz! ¡Lo torturaron! ¿Por qué no iba a morir rápidamente?

MacMullin junta las yemas de los dedos y presiona.

—Todo creyente, todo médico, todo historiador tiene derecho a su propia opinión. Pero es indudable que, a no ser que estés muy enfermo, o tengas profundas heridas internas, se tarda mucho en morir. El cuerpo es un organismo recio. Todas sus partes están preparadas para vivir.

—Por lo que puedo recordar, Jesús estuvo colgado de la cruz durante horas.

—Eso no significa nada. Pasaban días hasta que la muerte liberaba a los crucificados. A menudo muchos días. A no ser que los guardianes tuvieran la misericordia de romperles las piernas o darles un golpe de gracia con la lanza.

Intento representarme el dolor.

—Para que comprendas el hilo de mis pensamientos —continúa—, has de saber cómo ejecutaban los romanos sus crucifixiones. Todo seguía un esquema rutinario.

—No estoy seguro de querer escucharlo.

—En el verano de mil novecientos sesenta y ocho, un grupo de investigadores dirigido por un arqueólogo llamado Tzaferis encontró cuatro cuevas usadas como tumbas cerca de Giv’at ha-Mivtar, al norte de Jerusalén. En las cuevas había treinta y cinco esqueletos. Los enterramientos se habían realizado desde finales del siglo segundo antes de Cristo hasta el año setenta. Cada esqueleto contaba su horrorosa historia. Un niño de tres años recibió un disparo de flecha en la cabeza. Un adolescente y una mujer algo mayor fueron quemados hasta la muerte. A otra mujer, de unos sesenta años, le aplastaron el cráneo. Otra, de unos treinta años, murió en el parto; los restos del feto seguían en su pelvis. Pero lo más interesante era un hombre al que habían crucificado.

—¿Jesús?

—No, eso hubiera causado sensación. Nuestro hombre debía de ser algo más joven. Pero el hombre, que según la lápida se llamaba Jehohanan, fue crucificado en el mismo siglo que Jesús. Y no sólo prácticamente al mismo tiempo, sino también en el mismo sitio, cerca de Jerusalén, y lo hicieron los romanos. Por eso podemos suponer que la crucifixión de Jesús tuvo muchos rasgos comunes con ésta.

—Preferiría no tener que oír los detalles.

—El método de ajusticiamiento era horroroso. Indescriptiblemente brutal. Tras el juicio, la víctima era azotada y debilitada. Después le fijaban los brazos, ya fuera con cuerdas o clavos, a una pesada viga de madera que le ponían en horizontal sobre la nuca y los hombros. Se le obligaba a llevar esa viga hasta el lugar de la ejecución, donde se colocaba el madero sobre un poste vertical.

MacMullin apoya las manos sobre los muslos y cierra inconscientemente los puños.

—Lo interesante de Jehohanan es que el segmento inferior del hueso del antebrazo mostraba signos de que un clavo lo había rozado. En otras palabras: no fue clavado a la cruz a través de las manos, sino por el antebrazo. La palma de la mano no soporta el peso de un hombre adulto. Después presionaron y doblaron las piernas de Jehohanan de tal modo que las rodillas sobresalían del poste. Introdujeron un clavo a través de los dos talones. Los investigadores suponen que la cruz tenía un pequeño soporte sobre el que Jehohanan podía descansar el trasero. En otras palabras, estaba colgado de un modo muy poco natural y retorcido.

MacMullin le da un sorbito al jerez. Miramos las llamas de la chimenea.

—Estar colgado de los brazos hacia delante, de ese modo, dificultaba la respiración. Astutamente, los verdugos alargaban a menudo el sufrimiento dejando que los pies o el trasero del crucificado pudiera apoyarse sobre algo. Así quedaba más de pie que colgado, si me entiendes. Con un soporte para los pies, un hombre podía seguir vivo en la cruz durante un día o dos, a veces hasta una semana. —MacMullin me mira y traga saliva—. No creo que haya un modo más inhumano de ajusticiar que ése. Las víctimas no morían de dolor ni de hemorragia. ¡Morían por agotamiento, por sed, por asfixia o por envenenamiento de la sangre! —Se frota los pómulos con la yema de los dedos mientras se sobrepone—. A veces los verdugos se apiadaban de los condenados. Paradójicamente, rompiéndoles las piernas. Era un modo de ayudarlos a morir. Porque con las piernas rotas no podían mantener el cuerpo erguido y se ahogaban. Eso le pasó a Jehohanan. Mientras colgaba de la cruz, le partieron las piernas. Por su propio bien.

—¿Y Jesús?

—Los pies de Jesús estaban fijados a la cruz. Tenía buen apoyo para el cuerpo. Pero a pesar de todo sólo estuvo colgado unas horas antes de morir. No hay razones médicas para que muriese tan pronto. Nada en la descripción de la Biblia indica que la tortura a la que fue sometido, los latigazos, la corona de espinas, los clavos, los pinchazos de las lanzas… pudiera llevar por sí misma a una muerte rápida.

—¿Por qué no? —lo interrumpo—. ¿No podía estar tan debilitado por la tortura que simplemente no soportó la crucifixión?

—Los romanos tenían cierta experiencia en estas cosas. Incluso Poncio Pilato se sorprendió de lo deprisa que había muerto Jesús. Estaba tan desconcertado que convocó a un oficial para que confirmara su muerte.

Me retuerzo en la silla. No sé hasta qué punto debo dejarme arrastrar por el extraño entusiasmo de MacMullin, o si se trata de otra pista falsa para confundirme y ocultar la verdad.

Él se levanta y se acerca a la chimenea. Se da la vuelta y cruza los brazos.

—¿De qué pudo morir Jesús tan rápidamente? No por haber sido clavado en la cruz. No por las heridas de lanza en el costado, que según las Escrituras le fueron infligidas después de su muerte. La única causa plausible es, como has dicho tú, el agotamiento por los sufrimientos previos a la crucifixión. Pero Jesús era un hombre joven, sano y fuerte. Era demasiado resistente para que sea verosímil que muriese de agotamiento.

—Siempre he pensado en la crucifixión como algo especialmente horroroso. Algo que te quita la vida de forma veloz y dolorosa.

MacMullin suspira a fondo.

—Horrible sí. Pero rápido no. Todo lo contrario. La crucifixión era un método de matar largo y angustioso.

Vuelve a sentarse en la silla y vacía la copa de jerez de un solo trago.

—Una cosa más: a Jesús le dan de beber de una esponja con vinagre justo antes de expirar. ¿Vinagre? ¿Porqué? El vinagre es una bebida estimulante que se usaba para mantener conscientes a las víctimas. En vez de morir, debería haberse espabilado al tomarlo. —Gira la copa vacía entre los dedos—. Pero es ahora cuando podemos empezar nuestro juego mental, nuestro experimento intelectual. —Durante algunos segundos se pierde en un monólogo interno—. Imagínate que la esponja no contiene vinagre, sino algo completamente distinto. Por ejemplo una sustancia anestésica, narcótica. Una sustancia que provoque que Jesús se desmaye, se derrumbe. Para todos los que estaban presentes, parecería una muerte repentina.

Intento imaginármelo. Pero sigo sin saber qué pensar.

MacMullin se reclina en la silla y me contempla con una precavida sonrisa en la comisura de los labios. Como si entendiera a la perfección lo que me pasa por la cabeza en estos momentos.

—Las preguntas se agolpan una vez que empiezas a leer los evangelios con mirada crítica. Según la Biblia, la crucifixión tuvo lugar en el Gólgota, que significa «cráneo». Cerca de un jardín… un jardín con un sepulcro en la montaña, que era propiedad de José de Arimatea, un seguidor de Jesús. Cualquiera no tiene un sepulcro privado en el jardín. Debía de pertenecer a la clase alta. Al mismo tiempo, la crucifixión era un método de ajusticiamiento que los romanos reservaban para la clase baja. Todo resulta bastante incomprensible. Las descripciones de la Biblia insinúan que la ejecución pudo ser de carácter privado y realizarse en terreno privado. Y que de ningún modo fue en un lugar de ajusticiamiento público. Pero el proceso fue público.

—¿Por qué iba alguien a poner en escena una farsa como ésa?

—¿Cómo te tomarías la afirmación de que la crucifixión fue una farsa apoyada por las autoridades? —pregunta en voz baja.

—¿Qué quieres decir? ¿Que los romanos tomaron parte en el farol?

—¿Por qué no? ¿Qué era Poncio Pilato sino un bandido corrupto? ¿Cómo de difícil crees que era sobornarlo para que hiciera la vista gorda con una crucifixión falsa? Un pequeño arreglo que, de paso, le resolvía todos los problemas que tenía con ese agitador judío, Jesús.

Pongo los ojos en blanco, pero él no lo ve.

—Debemos mirar las circunstancias que rodean la crucifixión desde la imagen de Jesús que tenían sus contemporáneos. ¿Quién era él para ellos? ¡Un agitador político! ¡No una divinidad! Recuerda que los autodenominados profetas florecían en aquel tiempo. Predicadores, dicentes de la verdad, faquires, adivinos… Uno de cada dos charlatanes era capaz de realizar milagros.

—¿Y por qué seguimos adorándolo? Algo debía de diferenciarlo de la multitud.

—Tenía la palabra en su poder. ¡La palabra!

—¿Y eso era todo?

—Su palabra era distinta. Su imagen de los hombres era distinta. Creó una nueva visión del mundo, con la dignidad humana como centro de la existencia. Jesús era sabio. Suave. No amenazaba a sus seguidores para obtener su obediencia, como los profetas del Juicio Final del Antiguo Testamento. Introdujo el evangelio del amor. Nos enseñó la bondad. La virtud. El amor al prójimo. Y de ninguna de estas cosas, dicho con todo el respeto, había mucho en aquel tiempo.

—Pero no era, como has señalado, el único profeta.

—Eran muy pocos los que creían que Jesús era el Mesías del Viejo Testamento. Los judíos no lo querían. Contradecía a los letrados. Atacaba antiquísimas enseñanzas judías. Fue la posteridad, conducida por los apóstoles y los evangelistas, la que creó la imagen de un Jesús divino adornando la historia de su vida y enseñanza, escribiendo los evangelios a medida para sus lectores y su contemporaneidad. Tachaban, añadían. Otros tacharon y añadieron aún más. ¿Por qué tendríamos que fiarnos de unas copias de copias tan antiguas y poco contrastables? No hay ninguna documentación escrita sobre Jesús que sea de su propio tiempo. Todo aquello a lo que podemos atenernos está escrito con posterioridad.

—Hablas y hablas. Nada de lo que dices confirma que la crucifixión fuera un farol.

—¡Pero es que no fue ningún farol! —Se inclina hacia mí—. ¡Escucha lo que te estoy diciendo! La crucifixión se ejecutó. Lo que trato de explicarte es que tuvo unas consecuencias muy distintas a las que cuenta la historia bíblica.

—¿Y una afirmación tan absurda la basas en simples indicios?

MacMullin se ríe a carcajadas.

—¡Qué difícil eres! ¡Eso me gusta! No intento demostrar mi afirmación. Yo conozco la verdad. Intento mostrarte cómo parte de la Biblia y de las paradojas de la historia cobran sentido cuando se las mira desde un nuevo punto de vista.

—¿Un nuevo punto de vista? ¿Cuál? ¡No entiendo nada de nada!

Los ojos le brillan risueños.

—Permíteme que te ponga otro ejemplo.

—¿Una prueba?

—Un indicio. Tras la crucifixión, Poncio Pilato rompió todas las reglas romanas al permitir que Jóse de Arimatea se llevara el cadáver de Jesús. En la traducción griega de la Biblia, José pide que se le entregue el soma: un cuerpo vivo. Pilato responde ptoma: un cadáver. ¿Cómo surgió esa interpretación?

—¿Me lo preguntas a mí? No sé gran cosa de traducciones de la Biblia.

—¿Por qué iba Pilato a permitir que se entregara el cadáver de Jesús a uno de sus seguidores? ¡Corrían el riesgo de convertirlo en un mártir! Muchas veces a los crucificados ni siquiera se los enterraba. Al contrario, muchas veces se los abandonaba a las fuerzas de la naturaleza y a los pájaros. Para los romanos, Jesús era ante todo un molesto rebelde. Un agitador que querían borrar de su presente y de la atención del pueblo. La afirmación de que era hijo de Dios la veían sobre todo como una curiosidad. Los romanos tenían sus propios dioses. No entenderían bien por qué el Jehová de los judíos iba a criar a su hijo humano con una chica pobre prometida a un carpintero. Toda la tradición contradecía la amabilidad que los romanos mostraron tras la crucifixión de Jesús… a no ser que algunos hombres poderosos hubieran comprado y pagado a Poncio Pilato.

—Pareces estar muy seguro.

—Tú mismo has visitado el Instituto Schimmer. Hay otros manuscritos, testimonios, documentos secretos que insinúan lo que pudo haber pasado. Pero incluso en los textos conocidos podrás encontrar huellas que apoyen esta teoría.

MacMullin se acerca a la estantería y saca una Biblia encuadernada en piel roja.

—Busquemos en el Evangelio según Marcos —dice; se humedece las puntas de los dedos y pasa las páginas—. Fue el primero que se escribió. En los más antiguos manuscritos originales, copias, la historia termina con que Jesús muere y es llevado a su tumba. Cuando las mujeres llegan al sepulcro, está abierto y vacío. Su cuerpo ha desaparecido. Un misterioso hombre vestido de blanco, ¿un ángel?, les dice que ha resucitado. Ellas huyen despavoridas. Se les ha metido el miedo en el cuerpo y no le cuentan a nadie lo que les ha pasado. Eso escribe Marcos. Y es todo un misterio cómo pudo entonces enterarse del incidente. Pero eso no era un final feliz como el que exigía su tiempo. Nadie aceptaba un final sin sentido como ése. ¿Y qué hicieron? Lo cambiaron. Escribieron otro.

—¿Quiénes?

—¡Los autores! ¡Los otros evangelistas!

Con frenético entusiasmo pasa las páginas hasta el capítulo 16 y lee en alto:

Pasado ya el sábado, María Magdalena, María, la madre de Santiago, y Salomé compraron sustancias aromáticas para ir a ungirlo. Y muy de mañana, en el primer día de la semana, van al sepulcro apenas salido el sol. Iban diciéndose entre ellas mismas: «¿Quién nos retirará la piedra de la puerta del sepulcro?». Pero levantando la vista ven que la piedra, que era muy grande, estaba ya retirada. Y cuando entraron en el sepulcro, vieron a un joven sentado a la parte derecha, vestido con una túnica blanca, y se asustaron. Pero él les dice: «No os asustéis. Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado. Ha resucitado, no está aquí; mirad, éste es el lugar donde lo pusieron. Pero id a decir a sus discípulos y a Pedro que él irá antes que vosotros a Galilea; allí lo veréis, conforme os dijo él». Ellas salieron corriendo del sepulcro, porque estaban sobrecogidas de temor y espanto. Y nada dijeron a nadie porque tenían mucho miedo.

MacMullin alza la vista.

—Aquí termina el Evangelio según Marcos.

—¡Pero si hay más!

—Sí. Hay más. Pero no fue Marcos quien lo escribió. El primer evangelista, aquél en quien se basaron los otros, concluye su relato con la promesa del Jesús resucitado. ¿Ves lo natural que resulta que la historia acabe aquí? Pero la posteridad no estaba satisfecha con este final. Querían algo más concreto. ¡Un final con garbo! Con promesas y esperanzas. Por eso alguien añadió el resto. Y fíjate en la ruptura de estilo, lo añadidos y breves que resultan los últimos versículos:

Habiendo resucitado al amanecer, en el primer día de la semana, se apareció primeramente a María Magdalena, de la que había arrojado siete demonios. Ella fue a anunciarlo a los que habían estado con él, que estaban sumidos en la tristeza y el llanto. Ellos, cuando oyeron decir que vivía y que lo había visto ella, se resistieron a creer.

—Date cuenta —señala MacMullin—. No la creyeron cuando contó lo que había visto. Y hay más:

Después de esto se manifestó, bajo otra figura, a dos de ellos, que iban de camino a un caserío. Entonces éstos regresaron a dar la noticia a los demás. Pero tampoco a ellos los creyeron.

—Y esto es llamativo —apunta MacMullin—. Porque el propio Jesús había, anunciado su retorno. Sus más allegados lo aguardaban. Esperaban que volviera. Eso dice la Biblia. Entonces, ¿por qué ninguno de sus más cercanos seguidores lo cree cuando pasa? Jesús cumple lo que ha prometido… ¿y ninguno de sus discípulos lo cree? ¡Deberían haber estallado en júbilo! ¡Deberían haber loado al Señor! Pero no, ¿qué es lo que ocurre? No se lo creen. ¡Lo rechazan! Si lees estos versículos detenidamente, verás cómo toda la revelación aparece como algo añadido con posterioridad. ¿Por qué? Bueno, porque han retocado los manuscritos. Los han corregido. Mejorado. Como un guión de cine. Fueron los autores y los otros evangelistas los que hicieron resucitar a Jesús, en carne y hueso, para exhortarlos a enseñar el evangelio a todo el mundo. Un final mucho más amable para los lectores; es como si Hollywood hubiera actuado de corrector.

MacMullin arrastra el dedo hasta el versículo 14 y lee:

«Finalmente se manifestó a los once, mientras estaban en la mesa, y les recriminó su incredulidad y su dureza de corazón, por no haber dado crédito a quienes lo habían visto resucitado. Luego les dijo: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda la creación”».

—¿Notas cómo prende el entusiasmo en el escritor? —pregunta MacMullin—. ¿Cómo intenta llevar el relato a una cumbre, a un fulgurante clímax literario? Y después despega completamente, primero con promesas y amenazas.

El que crea y se bautice, se salvará; pero el que se resista a creer, se condenará. Estas señales acompañarán a los que crean: en virtud de mi nombre arrojarán a los demonios, hablarán lenguas nuevas, tomarán en sus manos serpientes, y, aunque beban algo mortalmente venenoso, no les hará daño, impondrán las manos a los enfermos y éstos recobrarán la salud.

MacMullin frunce la frente.

—¿Debemos tomarnos esto literalmente? ¿Exorcismo? ¿Don de lenguas? ¿Inmunidad a los venenos? ¿Imposición de manos? ¿O estamos ante un escritor lleno de ardiente fe y exaltación que quiere elevar la historia hasta un clímax espiritual? Así termina:

«Así pues, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios».

«Ellos fueron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando su palabra con las señales que la acompañaban».

MacMullin cierra el libro.

—En Marcos el final es vago, difuso, incompleto. Incluso después de que el original fuese adornado por los que copiaban y difundían sus textos, se reveló como muy pobre. Los otros evangelistas no estaban nada contentos con su relato. Así que colorearon aún más sus versiones. Querían que hubiera pathos. ¡Acción! Hacen que sea Jesús, y no un ángel, quien recibe a las mujeres en el sepulcro. Que Jesús se encuentre cara a cara con los discípulos. ¿Qué versión es la correcta? ¿Cuál cuenta la verdad? ¿Cuál lo ha entendido todo mal? Así que lo que yo me pregunto es: ¿qué es lo que saben el resto de los evangelistas que el primero de ellos, Marcos, desconocía por completo? ¿Por qué saben más que Marcos? Ninguno de ellos estuvo allí, todos disponen de las mismas fuentes donde beber. ¿Cómo pueden ser tan detallados y precisos en su descripción de la resurrección de Jesús y de su revelación… cuando el primero no lo fue en absoluto?

Puede que MacMullin pretenda que sea una pregunta. Pero yo ni siquiera intento contestar.

—Los evangelios —continúa— surgieron de la necesidad de la Iglesia primitiva de confirmar su fe en Jesús como señor resucitado de la Iglesia. El dogma de su resurrección era una premisa. Una necesidad. La requerían como fundamento de sus relatos. Porque sin la resurrección, en el fondo, no tenían ninguna religión. A los evangelistas no les interesaba demasiado el Jesús histórico. A quien describían era al espiritual. Y creían en él. Estaban convencidos de que su espíritu se hallaba entre ellos. No tenían el propósito de dar una visión histórica o cronológica de la vida de Jesús. Su único objetivo era la prédica. Convencer a sus lectores de que Jesús era el hijo resucitado de Dios. Basándose en los numerosos testimonios de que disponía la Iglesia primitiva, compusieron sus evangelios. Pero si prescindes de la resurrección en la Biblia, te quedas con historias sueltas sobre la heroica vida de un gran humanista.

Sirve jerez para los dos. Estamos sentados en silencio. Pasan los minutos.

—Así que si todo lo que me cuentas es correcto… ¿qué fue en realidad lo que sucedió? —pregunto.

El traga el jerez y chasquea la lengua para saborear los pequeños matices. Lenta y concentradamente —como si estuviera levantando una pesa de pensamiento puro y duro—, traslada la mirada desde la chimenea hasta mí.

—No es fácil darte una explicación que te resulte fiable —responde, y deja la copa sobre la mesa.

Yo asiento despacio con la cabeza.

—Cuando se nos ha machacado con cierta representación durante dos mil años de historia —dice—, es muy difícil aceptar una presentación diferente. No se está abierto a creer otra versión.

—Ya me has contado lo más importante: Jesús sobrevivió a la crucifixión.

Hasta ahora no he advertido el agotamiento que muestra MacMullin; viejo y cansado. Es como si la conversación lo hubiera dejado sin fuerzas. Tiene la piel pálida y húmeda, los ojos sin brillo.

—Algunos dirían que fue un complot —apunta. Las palabras salen despacio, pensativas—. Otros dirían que fue un golpe de ingenio. En todo caso debe de tratarse del mayor timo de la historia de la humanidad.

—Pero ¿qué le ocurrió a Jesús?

Su cara sufre una transformación. Es como si me contara algo que hubiera presenciado él mismo, pero que le cuesta recordar porque ha pasado mucho tiempo.

—¿Que qué le ocurrió? —Se queda un buen rato callado antes de continuar—. En estado de inconsciencia, Jesús fue descolgado de la cruz y envuelto en el lienzo que más tarde se haría tan famoso y controvertido. Sin duda es su huella la que está impresa en el sudario de Turín. Un proceso químico, ni más ni menos. Aparentemente sin vida, Jesús fue llevado a la cueva. Sólo iba con él su círculo más cercano. Los que sabían que no estaba muerto. Para todos los demás, los espectadores, los soldados… era evidente que nos había abandonado.

—¿Y entonces?

—Nadie conoce los detalles sobre lo que pasó después. No contamos más que con insinuaciones veladas en antiquísimos escritos herméticos. Pero en algún momento, cuando se consideró que era seguro, y probablemente al abrigo de la oscuridad, Jesús fue despojado del sudario, que se quedó en el sepulcro, y trasladado a un escondite secreto. Suponemos que debió de pasar varias semanas oculto, mientras las mujeres le cuidaban las heridas y lo atendían. Y, además, se encargaban de extender la historia sobre el ángel junto al sepulcro vacío.

—La historia que los evangelistas adornaron cuarenta años más tarde —completo yo.

MacMullin me observa con una mirada insondable.

—¡Continúa! —lo apremio.

—No es mucho lo que sabemos sobre ese período de tiempo. Pero supongo que podemos presumir que fue recuperando lentamente las fuerzas. Me lo imagino detrás de un biombo en la residencia de algún hombre rico. Protegido y cuidado por sus más cercanos. Y cuando por fin estuvo sano y dispuesto… huyó de Tierra Santa.

—¿Huyó? —Empiezo a vislumbrar una conexión hasta ahora oculta para mí.

—Su tiempo había llegado a su fin. No tenía elección, aparte de la muerte. Huyó del poder con sus seres más cercanos. Abandonó Jerusalén disfrazado, junto con María Magdalena, José de Arimatea y algunos de sus más leales y entregados seguidores. Ni siquiera todos los apóstoles conocían la huida. Se les sirvió la cortina de humo. La resurrección. La versión oficial. Y como sabes perfectamente, aceptaron el relato. Llegó a convertirse en un hecho histórico. Y en una religión.

—¿Qué le pasó a Jesús?

—Se marchó.

—¿Adónde?

—A un lugar en que pudiera vivir seguro.

—He leído algo sobre que pudo haber viajado hasta Cachemira y fundado allí una congregación.

—La leyenda de Cachemira es una mentira bien construida.

—¿Qué fue entonces lo que ocurrió?

—Jesús y su grupo marcharon hacia el oeste por la carretera, hasta la costa, donde los esperaba un barco. Desde allí viajaron a un lugar seguro donde esconderse.

—¿Cuál?

Me mira sorprendido.

—¿Todavía no lo has entendido?

—¿Entender qué? ¿Adónde fueron?

—Aquí. El último escondrijo de Jesús fue Rennes-le-Cháteau.

A veces tiene uno que recurrir a la naturaleza para reencontrarse a sí mismo. A los abejorros que desafían la aerodinámica, a los zorros que se roen la pata hasta que pueden liberarse del cepo, a los peces que se confunden con los corales para evitar ser devorados. En el reino vegetal siempre le he tenido cariño al Argyroxiphium sandwicense. Recordarás la planta a la que le dije a mi profesora que quería parecerme. La espada de plata va creciendo año tras año, pequeña y modesta, sin querer llamar demasiado la atención. Me reconozco en ella.

Lentamente se convierte en una bola de medio metro de alto cubierta de pelo plateado. Luego un tallo de dos metros surge de la bola.

Después de veinte años, florece de pronto. Un florecimiento tan exuberante que le causa la muerte.

No se puede sino admirar su terca paciencia.

MacMullin viene a buscarme al amanecer. Abro los ojos en medio de un sueño y en la viscosa luz tengo la impresión de que flota sobre mí como un fantasma atado a tierra.

Intento despertar. Intento entender lo que quiere. O si será parte del sueño que no acaba de soltarme.

—¿Qué pasa? —murmuro. Las palabras se me ondulan dentro del cráneo como un eco pegajoso y chirriante.

Por primera vez parece inseguro. Se restriega el puño contra la palma de la mano izquierda.

—Bjørn… —empieza. Como si hubiera algo que prefiriera no decirme.

Me incorporo en la cama. Trato de sacudirme el sueño. La habitación se amplía en todas las direcciones. Veo a dos MacMullin. La cabeza se me cae sobre la almohada.

—Han llamado —dice.

Cierro los ojos con fuerza y vuelvo a abrirlos, vuelvo a cerrarlos y los abro de nuevo. No debo de tener un aspecto muy normal. Pero me limito a intentar despertarme.

—¿Quién ha llamado? —pregunto.

—Se trata de Grethe.

—¿Está…?

—¡No! Todavía no. Pero ha preguntado por ti.

—¿Cuándo podemos marcharnos?

—Ahora.

El jet privado nos espera en el aeropuerto de Toulouse. La limusina blanca de MacMullin atraviesa barreras y puestos de control y se detiene suavemente junto al Gulfstream. Pasados veinte minutos nos hallamos en el aire.

—Pronto estaremos al final del camino —dice.

Me siento en un profundo sillón junto a una gran ventana ovalada con vistas directas al cielo. La inconcebible coordinación entre la aerodinámica y el arte de la ingeniería nos ha elevado a siete mil pies de altura. El paisaje es como una colcha de retales de aguados matices y sombras.

Entre MacMullin y yo hay una mesa incrustada en el fuselaje. En el centro de la mesa hay una fuente con manzanas rojas y verdes. Me atrapa la mirada.

—Supongo que no te resulta sencillo concebirlo.

—No —respondo ambiguamente, porque no sé si se refiere a todo lo que ha contado o a Grethe—, no es del todo sencillo.

Los dos motores a reacción de Rolls-Royce del Gulfstream generan una pared trasera de estrépito constante. A lo lejos distingo un banco de nubes que parece pintura derramada en agua.

MacMullin se pela una manzana. Con un pequeño cuchillo frutero separa la piel en una única y larga espiral. Divide la pieza en cuatro y saca el corazón.

—¿Quieres? —pregunta, pero yo niego con la cabeza—. A fin de cuentas —dice, y se mete un pedazo de manzana en la boca—, mucho en la vida está fundado sobre ilusiones. Sólo que no lo sabemos. O no queremos reconocerlo.

Vuelve a ponérmelo difícil para que conteste de un modo concreto. No sé de qué habla.

—Me queda un poco grande todo esto… —murmuro.

Él asiente y mastica.

—Tampoco espero que me creas —añade.

Al principio no respondo. Después digo:

—Quizá precisamente por eso te creo.

Se mete otro trozo de manzana en la boca. El ácido jugo de la fruta le provoca una mueca.

—Creer es una elección —afirma—. Ya se trate de creer en algo que te cuente una persona o de creer en la Palabra.

—No es fácil saber qué creer —digo evasivamente.

—La inseguridad y el escepticismo son un valor en sí mismos. Porque demuestran que se piensa.

—Es posible. Sigo sin saber qué pensar sobre todo lo que me contaste ayer.

—Tampoco espero otra cosa.

—No son nimiedades lo que quieres que acepte.

—No tienes que aceptar nada en absoluto, Bjørn. Por mí, puedes rechazar todo lo que te he contado. Con tal de que me des el cofre —añade con una risa baja.

—Das por perdida la Biblia entera.

—Pero ¿qué es en realidad la Biblia? Una colección de escritos antiquísimos sobre el espíritu de unos tiempos. Prescripciones, reglas de vida, ética, testimonios manuscritos, interpretaciones y sueños adornados y redactados, relatos que han pasado de boca en boca y, finalmente, han sido reunidos entre dos cubiertas y han recibido el sello de aprobación de los sacerdotes. —Masca los últimos pedazos de la manzana y se humedece los labios con la punta de la lengua.

—¿Y tu versión? —pregunto—. ¿Cómo acaba tu versión de la historia?

—No es mía. Yo sólo la transmito.

—Ya sabes a qué me refiero.

—No es mucho lo que podemos establecer con seguridad. No después de tanto tiempo. Hay pocos testimonios. Fragmentos poco claros. Fragmentos de información.

—Eso es lo que he vivido yo las últimas semanas.

MacMullin se ríe un poco y se recoloca en la silla, como si no estuviera bien sentado.

—¿Sabéis en realidad lo que pasó después de la crucifixión? —pregunto.

—Sabemos bastantes cosas. Aunque no las suficientes, ni mucho menos. Pero algo sabemos.

—¿Cómo que Jesús llegó a Rennes-le-Cháteau?

—Sabemos mucho sobre la huida. Sencillamente porque disponemos de manuscritos redactados por dos de los participantes. Relatan el trayecto desde Tierra Santa hasta Rennes-le-Cháteau.

—¿Sí?

—Cuando Jesús, tras la crucifixión, recuperó las fuerzas suficientes, huyó con su grupo de seguidores cercanos en una nave que lo estaba esperando. Primero llegaron a Alejandría, en Egipto. Desde allí se dirigieron al norte hasta Chipre, después hacia el oeste hasta Rodas, Creta y Malta, y finalmente otra vez hacia el norte hasta Vieux Port, el puerto viejo de Marsella. Desde allí viajaron por carretera un trecho hacia el suroeste del país y se establecieron en Rennes-le-Cháteau.

—Resulta difícil de creer.

MacMullin aprieta los labios y mira por la ventanilla del avión. Los motores braman. Después extiende el brazo con gesto de seguridad en sí mismo.

—Pero a fin de cuentas… ¿la versión de la Biblia es más digna de crédito?

Me quedo un ratito cavilando sobre esa pregunta.

—Estás realmente convencido de que es así —digo.

Me mira. Largo rato.

—¿Cuántos años llegó a cumplir? —pregunto.

—No lo sabemos. Pero tuvo varios hijos con la mujer con la que se casó, María Magdalena.

—¿Jesús se casó? ¿Y tuvo hijos?

—¿Por qué no iba a hacerlo?

—Es que suena tan…, no sé.

—Tuvieron siete hijos. Cuatro chicos y tres chicas.

Una azafata que ha estado preparando el desayuno en la estrecha antecocina nos lo sirve sobre platos calientes. Me sonríe. Yo le sonrío a mi vez. MacMullin mira la comida y chasquea la lengua alegremente. Dividimos los panecillos en dos, servimos zumo de naranja en los finos vasos con cubitos de hielo, abrimos los pequeños cuencos de cristal con mermelada casera.

MacMullin coge un trozo de panecillo y se limpia la boca con una servilleta que lleva su monograma.

—Los hijos de Jesús custodian el secreto de sus orígenes —dice—. Fueron sus hijos y nietos, no el propio Jesús, quienes prepararon el terreno para lo que más tarde serían las órdenes de caballería, los movimientos masónicos, las sociedades herméticas. Pequeñas congregaciones conspiratorias cuyo objetivo fundamental era el de conservar un secreto que en estos momentos no saben ni cuál es. —Sacude pensativo la cabeza—. Hay cientos de ellas, Sectas, Clubs, Movimientos, Logias. Todas rozan la parte externa de la verdad. Han escrito cientos de libros. Los poetas han seguido hilando sobre cuasiconocimientos y mitos. En Internet hay foros de debate consagrados a especulaciones y adivinanzas. Pero nadie ve el conjunto. Nadie lo comprende correctamente. Son como las moscas que ignoran que eso contra lo que están chocando es un cristal.

—O el abejorro —añado con rapidez, pero es evidente que MacMullin no le ve mucho sentido.

—O el abejorro —repite sin entender.

Cojo el frío vaso. El zumo de naranja está recién exprimido.

—¿Dónde se metieron al final los descendientes de Jesús? —pregunto. Chupo y mordisqueo un cubito de hielo que me cruje entre los dientes.

—Esa pregunta no se deja responder.

—¿Por qué no?

—Porque no «se metieron» en ningún sitio. Vivieron sus vidas. Tuvieron sus hijos, que aún siguen entre nosotros. Una estirpe poderosa y orgullosa. Entre nosotros.

—¿Saben ellos mismo quiénes son?

—Prácticamente ninguno de ellos. Sólo unos pocos. Menos de mil. Y ahora también tú.

—Sus descendientes siguen viviendo —digo de forma respetuosa y reflexiva.

—Bueno, sí. Claro. Pero han transcurrido dos mil años. Que no se te olvide que también esa familia se ha aguado. Al fin y al cabo, estamos hablando de muchas generaciones. El primogénito de Jesús fue el primer gran maestro. Fue él quien encargó y selló el cofre de oro. Al morir el primer gran maestro, su hijo mayor asumió la responsabilidad sobre el cofre. Así la reliquia fue pasando de padre a primogénito a través de los siglos. Hasta que desapareció.

—¿Y qué ocurre con todas las insinuaciones de que Jesús es el patriarca de las estirpes reales europeas?

—Como tantas otras cosas, es una exageración. Con una pizca de verdad. Tras algunos siglos, los descendientes de Jesús establecieron lazos matrimoniales con la dinastía merovingia y pasaron a formar parte de la familia que mantuvo el poder real en el reino franco hasta el año setecientos cincuenta y uno. Pero casi nadie, a excepción de unos pocos miembros de la realeza y los sucesivos grandes maestros y sus círculos más cercanos, pudo conocer el conjunto. El secreto. Esto es, saber de la huida de Jesús y de sus descendientes. Y con el tiempo también eso se convirtió en un mito, algo sobre lo que ni siquiera los iniciados sabían bien qué pensar.

Me como el panecillo y me bebo el zumo. Esto empieza a ser demasiado para mí.

—¿Y qué hay en el cofre? —pregunto en confianza.

MacMullin tiene pinta de que lo que más desea en el mundo es que retire la pregunta.

—¿Qué hay en el cofre? —repito.

—Nosotros creemos… —vacila—, creemos que dos cosas.

Apoya las manos sobre la mesa. Traga. No quiere soltar el secreto. En él, callar es un reflejo del sistema nervioso central. Desvelar la verdad a un extraño es algo que nunca ha hecho. Algo se resiste en su interior. Pero se da cuenta de que no tiene opción. Soy duro de pelar.

Me mira suplicante.

—Por última vez, Bjørn, ¿vas adarme el cofre?

—Que sí.

La respuesta lo desconcierta.

—¿Sí?

—Cuando me hayas dicho lo que contiene.

Percibo cómo sus últimos restos de resistencia se desmoronan.

Cierra los ojos con fuerza.

—Una indicación —dice—. Probablemente un mapa.

—¿Un mapa?

—Unas indicaciones que muestran el camino hasta el sepulcro de Jesús. Quizá la gruta en que fue alojado para su descanso. Su tumba terrenal. Pero aún más importante…

Abre los ojos, pero no me mira.

Calla.

Mira a través de mí.

—El evangelio de Jesús. El relato que escribió el propio Jesús sobre su vida, su obra, su fe y sus dudas. Y sobre los años posteriores a la crucifixión.

MacMullin se vuelve y mira por la ventanilla: el cielo, el paisaje bajo nuestros pies, la luz, las nubes.

Por medio de respiraciones breves y rápidas va soltando todos los pequeños demonios que lo invaden.

Yo le concedo el tiempo que necesita.

Pasado un rato se gira hacia mí. Tiene los ojos vacíos.

—Así es —dice.

—Un manuscrito. Un manuscrito y un mapa.

—Eso creemos.

Nos quedamos un rato callados.

—Suena a algún tipo de conspiración judía —señalo.

—Estás un poco obsesionado con las conspiraciones.

—Y qué pasa si lideras una red judía cuyo objetivo es demostrarle al mundo, de una vez por todas, que Jesús no fue el hijo de Dios.

—Todo es posible.

—Si el manuscrito evidencia que Jesús no murió en la cruz, y que tampoco resucitó, eso ocasionará un derrumbamiento en el orden mundial religioso.

—Eso es verdad. Pero yo no soy de fe judía.

—Si, en cambio, eres de fe cristiana, tendrás interés en destruir la prueba que desvela que el cristianismo está construido sobre una mentira.

—Otro agudo análisis. Pero no tengo ninguna razón oculta para creer que al mundo le beneficia conocer la verdad. Lo digo abiertamente. Es mejor para todos que se mantenga en secreto. La alternativa parece demasiado peligrosa. A nadie, absolutamente a nadie, le conviene saber la verdad. No tenemos derecho a desgarrar la historia. No puede salir nada bueno de eso. Destruiríamos millones de vidas. Arrebataríamos la fe a naciones enteras. No vale la pena. Nada lo vale.

—Un manuscrito redactado por Jesús… —digo quedamente—. Unas indicaciones sobre la ubicación de su sepulcro terrenal…

—Eso es lo que creemos.

—¿Creer?

—No podemos estar completamente seguros. No hasta que hayamos abierto el cofre y lo veamos por nosotros mismos. Pero sea lo que sea el contenido, sabemos que el primer gran maestro, el mayor de los hijos de Jesús, lo selló y custodió hasta que se lo dejó a su primogénito, el siguiente gran maestro de la línea. Todos ellos consagraron su vida a la custodia del cofre. Hasta que se perdió. En el monasterio de Vaerne en el año mil doscientos cuatro. —Luego añade—: Y cayó en tus manos, claro. Ochocientos años más tarde.

—¿El cofre nunca se ha abierto?

—Por supuesto que no.

—¿Y qué pasará ahora con él?

—Lo llevaré personalmente al Instituto Schimmer.

—No me sorprende. Quizá Peter sea uno de los que están esperándolo.

—Peter, ¡desde luego! David, Uri, Moshe… Y varias docenas de los investigadores más destacados del mundo, reclutados por laSIS. Historiadores, Arqueólogos, Teólogos, Lingüistas, Filólogos, Paleógrafos, Filósofos, Químicos.

—Entiendo que has invitado a todos tus amigos.

—Hemos construido toda un ala, que está lista para recibir el cofre. No podemos correr el riesgo de que el aire húmedo o seco, el calor o el frío, provoquen que se desintegre el manuscrito. Nuestros especialistas han desarrollado un método que adaptará gradualmente la atmósfera del interior del cofre, de dos mil años de antigüedad, al aire del laboratorio. Se calcula que sólo la apertura nos llevará meses.

—Visto así supongo que es una ventaja que no lo abriera en el despacho.

MacMullin se estremece.

—Cuando por fin lo hayamos abierto, habrá que sacar el contenido cuidadosamente. Página por página. Quizás el papiro se haya desintegrado y sea necesario pegar las hojas, pedazo a pedazo, como en un puzzle. Hemos de fotografiar los fragmentos y preservarlos. No sabemos en qué estado vamos a encontrarlos. Pero del mismo modo que se puede leer escritura en copos de ceniza, podremos leer los signos. El trabajo será meticuloso. Primero técnicamente, luego lingüísticamente. Los traduciremos. Habrá que comprenderlos a partir del contexto. Si se trata de un manuscrito largo, el trabajo costará años. Muchos años. Si hallamos un mapa o indicaciones de cómo llegar al sepulcro de Jesús, el profesor Llyleworth estará listo para acudir con sus arqueólogos. Todo está preparado. Sólo nos falta el cofre.

Mi mirada no encuentra descanso en ningún sitio.

—Bueno —suspira—, ahora todo depende de ti.

—Supongo que todo el rato dependía de mí.

—Ya me doy cuenta. —Mira por la ventana. Estamos entrando en un banco de nubes—. Bjørn. —Se vuelve hacia mí—. Por favor, ¿vas a darme el cofre?

Su mirada pesa varias toneladas. Lo miro. Comprendo quién es, claro. No sé cuánto hace que lo sé. Pero ya no me cabe duda.

Algo dentro de mí se afloja. Incluso en el más rebelde, la fuerza de oposición se debilitará en algún momento. Pienso en los episodios de las últimas semanas. En las mentiras. En las pistas falsas. En la gente que me ha engañado. Están expuestos en fila.

Las piezas se han colocado en su sitio. No me queda más remedio que aceptar la explicación de MacMullin. Porque confío en él. Porque ya no tengo opción.

—Por supuesto —respondo.

Él ladea la cabeza, como si no captara del todo lo que digo.

—Voy a entregarte el cofre.

—Gracias.

Se queda callado. Luego dice:

—Gracias. Te lo agradezco mucho.

—Tengo una pregunta.

—No me sorprende.

—¿Por qué me lo has contado todo?

—¿Tenía otra opción?

—Podrías haberte inventado una mentira que pudiera tragarme.

—Lo intenté. Varias veces. Pero no funcionó. Eres un demonio desconfiado. —Lo último lo dice con una sonrisa.

—Imagínate que le cuento todo esto a alguien.

Su expresión es pensativa.

—Existe la posibilidad, naturalmente.

—Podría acudir a los periódicos.

—Sí.

—Podría escribir un libro.

Calla.

—Evidentemente, podrías hacerlo —dice al fin.

Hay una breve pausa.

Luego él añade, burlón:

—Pero ¿te creería alguien?