5
EL DESIERTO
El sol está incandescente. El cielo, descolorido.
Acabo de abrir los ojos. No debería haberlo hecho. Los rayos del sol estallan al fondo de mi cabeza. La luz me lancea los ojos y me taladra el cráneo. Cuando me dormí con la frente contra el cristal de la ventanilla, todavía era de noche. Y hacía algo de fresco. Hace cuatro horas que aterrizó el avión. El sol no ha desperdiciado el tiempo. Los alrededores parecen una olla a presión, a todo vapor.
Aparto la mirada de la luz del desierto y saco unas gafas que me compré en el aeropuerto de Gardermoen por setecientas cuarenta y cinco coronas. De oferta, RayBan. Pero ¿setecientas cuarenta y cinco coronas? ¿De oferta? Si la dependienta no hubiera sido tan mona, seguramente habría refunfuñado con desdén y dejado las gafas sobre el mostrador. Pero ahora me las coloco sobre la nariz.
El camino se dispara en línea recta por un paisaje yermo y accidentado. La raya de asfalto desaparece en la bruma del calor que desdibuja el resplandeciente horizonte.
Voy sentado en un autobús con aire acondicionado. Por un desierto de piedra. O quizá por otro planeta. Por ejemplo, en Júpiter. Los peñascos al límite de la visión son de color rojo óxido. Entre las piedras del borde del camino crece algún que otro hierbajo, de esos que uno esperaría encontrarse en un terrario. O en un herbario. O entre las baldosas de un jardín abandonado y dejado a la mano de Dios. A lo largo de la colina se extiende una línea de cipreses. Como en uno de esos paisajes bíblicos bordados sobre los cojines de las tías entusiastamente religiosas del suroeste del país.
Por cincomilésima vez en este viaje, saco la carta de Diane y la leo; palabra por palabra, línea por línea. Me la sé de memoria, pero sigo intentando encontrarle algún sentido.
Sólo estamos el conductor y yo. Sin mediar palabra avanzamos a través de un desierto que no acaba nunca. El conductor tiene un aire que me lleva a preguntarme si lo fijarían tras el volante al salir rodando el autobús de la cadena de montaje. Si estará diseñado y desarrollado por un buen equipo de bioingenieros y genetistas, y luego construido, con cuidado y esmero, en un ala propia de la fábrica. Lleva una camisa de manga corta y tiene los brazos peludos. Manchas de sudor bajo los sobacos. Poco pelo, sin afeitar. Cejas pronunciadas. De vez en cuando me echa un vistazo por el enorme espejo retrovisor. Pero no reconoce mi presencia ni con un movimiento de la cabeza.
Nunca me ha resultado fácil acercarme a la gente. Con el paso de los años he ido cubriendo mi timidez con una red de camuflaje de sarcasmos y alegría fingida. Hay quien habría aprovechado esta oportunidad para entablar una animada conversación con el moreno conductor. Sobre los judíos y los árabes. O sobre los coches deportivos y el fútbol europeo. Sobre el cristianismo y el islam. Sobre la pesca con mosca en Namsen o las prostitutas de Barcelona. Pero yo no. Y por la expresión de su cara veo que a él le da igual.
Rodeamos un saliente de peñascos y se despliega un frondoso oasis en el valle, a nuestros pies. Un jardín del Edén de olivos, arbustos de olíbano, sándalo, alcanforeros y cedros. Un campo de higueras viste la ladera de un verde pálido. Desde un pozo con una bomba impulsada por un ruidoso generador de diesel, corre el agua por elaborados canales de riego.
Es en ese oasis donde han decidido establecer el Instituto Schimmer. No me preguntes por qué. Pocos sitios están más alejados de la gente.
Así que por lo menos hay paz para trabajar.
El instituto constituye una prueba flagrante de que el hombre siempre intentará conciliar lo antiquísimo con lo hipermoderno. Con suerte variable. Hace setecientos años, unos monjes establecieron un monasterio en medio del oasis. Un edificio levantado con piedras del desierto, labradas con precisión geométrica, pulidas, ajustadas y montadas hasta formar un complejo de celdas, pasillos y salas. Un santuario para la contemplación y profundización religiosas. En torno a este centenario monasterio del desierto, arquitectos e ingenieros construyeron a principios de los años setenta un mastodonte de cristal, espejos y aluminio. Un chillido de modernidad en la atemporalidad. El instituto no se eleva a las alturas, sino que se extiende en horizontal como algo que se hincha y crece, que relumbra y brilla al sol.
—¡Bjørn! ¡Amigo mío! ¡Bienvenido!
El autobús ha entrado en la rotonda atiborrada de plantas, se ha detenido y ha soltado el aire tras el largo viaje.
Está esperándome sobre la acera, ante la recepción del instituto. Es pequeño y regordete, tiene ojos burlones y cálidos, calva y las mejillas rechonchas; y si hubiera llevado hábito, habría parecido la parodia de un monje.
Su nombre es Peter Levi.
El Instituto Schimmer es un centro de investigación que atrae a estudiantes e investigadores de todo el mundo. Se pueden alquilar habitaciones en el hotel del complejo durante semanas o meses, para enterrarse en la exuberante biblioteca. En un ala propia, restauran restos de manuscritos e interpretan palabras fijadas a pergaminos o papiros hace miles de años. Teólogos, historiadores, lingüistas, paleógrafos, filósofos, arqueólogos y etnólogos en divina mezcolanza. Todos quieren arrojar luz aclaratoria sobre el pasado.
Peter Levi me recibe con tal entusiasmo que creo que se equivoca de persona. Pero una vez más exclama «¡Bjørn!» y me estrecha la mano al tiempo que me mira a los ojos sonriendo de oreja a oreja.
—¡Bienvenido a nuestra casa! ¡Espero que podamos serte de ayuda! —Habla inglés con un profundo acento que marca las erres.
Ya hemos hablado una vez. Hace dos días. Lo llamé desde casa de Torstein Avner después de escapar de MacMullin. No era más que el nombre que figuraba en la invitación del instituto. Va a ser mi guía y tutor. A cada visitante se le asigna un padrino con residencia permanente en el lugar. Un nombre, nada más, una persona de contacto cualquiera. Pero Peter Levi se comporta como si hubiéramos ido a la guerra juntos. Como si nos hubiéramos salvado mutuamente la vida en las trincheras mientras los proyectiles silbaban sobre nuestra cabezas, el gas mostaza se extendía y nosotros compartíamos con fraternidad una máscara antigás, que no funcionaba del todo.
No sé si me fío de él. Pero me cae bien.
Insiste en llevarme la maleta que el conductor ha bajado del autobús con una reverencia. Con la mano izquierda sobre mi hombro, Peter me guía hasta la recepción, donde recogemos la llave del cuarto y yo me registro.
NOMBRE: Bjørn Beltø
PROFESIÓN: Ayudante de investigación/arqueólogo
PROCEDENCIA (CIUDAD/PAÍS): Oslo, Noruega
INSTITUCIÓN ACADÉMICA: Universidad de Oslo
ESPECIALIDAD ACADÉMICA: Arqueología
MOTIVO DE LA VISITA: Investigación
Peter me conduce hasta mi habitación, la 207, que está en un ala especial y parece un cuarto del Holiday Inn. Allí me deja a solas para «que el alma reencuentre al cuerpo tras el viaje». Deshago las maletas y cuelgo la ropa en el armario. Con un suspiro que se debe más al agotamiento que al aburrimiento, me apoltrono en el pequeño sofá verde. Tengo en el regazo todos los recortes que me ha dado Torstein Avner.
Ha sido muy eficaz. Tomando los nombres y palabras clave que le di, buscó por Internet e imprimió todas las páginas web en las que encontró la información que yo andaba buscando. Hay muchos datos que no acabo de ubicar, como que «hospitalarios de San Juan» conseguía treinta y dos entradas en el buscador Alta Vista, pero sólo diecisiete en el MetaCrawler. Hay páginas web históricas y seudocientíficas sobre los hospitalarios, los masones y las sectas herméticas. Paso las hojas con impaciente irritación, no sé lo que estoy buscando, pero soy bombardeado con conocimientos que no preciso.
Soy injusto al canalizar mi irritación hacia Torstein. Él ha hecho lo que le he pedido. Es mi propia impotencia lo que maldigo.
¿Dónde estará Diane? ¿Qué papel juega en este juego? ¿Qué significan las insinuaciones de su carta?
¿Por qué mienten todo el rato? ¿Por qué me doparon para luego contarme un montón de flagrantes mentiras? ¿Están tratando de aturdirme?
¿Qué hay en el cofre? ¿Qué secreto esconden en realidad?
¿Intentan ocultar su secreto inventándose otro aún más fantástico? Este tipo de preguntas me ronda una y otra vez. Pero ni siquiera estoy cerca de vislumbrar las respuestas.
Torstein estuvo insistiendo en que acudiera a la policía con todo lo que sabía, y en que les entregara el cofre. Estuve tentado de hacerlo. Pero todo el que lucha contra algo grande y no completamente visible acaba desarrollando una pizca de manía persecutoria. No me fío de la policía. Habrían seguido el manual y la lógica, y habrían acabado entregando el cofre a la Colección de Objetos Antiguos. Y me habrían denunciado por robo. Así no habríamos avanzado nada.
¿Y cómo podía la policía encontrar a Diane? No sé nada sobre ella, sólo que se llama Diane. Que vive en un rascacielos londinense. Que trabaja en laSIS. Y que fui terriblemente ingenuo al confiar en ella. Aunque sé que nunca fingió cuando hacíamos el amor. Me quedo cerca de una hora hojeando la pila de papeles de Torstein. Leo sobre los hospitalarios de San Juan y la aristocracia francesa, sobre el renombre internacional del Instituto Schimmer, sobre el monasterio de Vaerne, leo sobre Rennes-le-Cháteau y Bérenger Sauniére, sobre los manuscritos del Mar Muerto y el monasterio de la Santa Cruz, sobre el sudario de Turín, el manuscrito Q y Nag Hammadi. Encuentro incluso un artículo firmado por Peter Levi sobre la influencia de los mandeos en las sectas no cristianas, y treinta y cuatro hojas sacadas de la página web de laSIS, incluidas unas breves biografías de MacMullin y Llyleworth. Pero nada me ayuda a avanzar.
Descanso. El alma reencuentra al cuerpo en algún momento a media tarde.
Tras una siesta demasiado larga, deambulo por el instituto con la desagradable sensación de que me estoy inmiscuyendo. Tengo mucha facilidad para sentirme fuera de lugar. Una frenética desazón impregna el Instituto Schimmer. Es un hormiguero académico. Soy una hormiga negra de visita entre las hacendosas hormigas rojas. Caminan con determinación por invisibles senderos marcados. Se detienen. Charlan. Se apresuran a continuar. Entusiasmados estudiantes (¡que no paraban de gesticular!) avanzan por un pasillo que sigue y sigue. ¿Quizás hasta la cámara de la reina? Mientras tanto, no me quitan ojo en ningún momento, me juzgan, me analizan, cuchichean y murmuran sobre mí. Seguramente el doctor Wang hubiera dicho: «Eso no son más que imaginaciones tuyas, Bjørn».
«¿Qué tiene este sitio?», me pregunto. Y me estremezco.
En medio de la recepción, en una isla circular formada por helechos esparcidos por un suelo de pizarra, hay un poste con flechas y señales que muestran el camino hacia los departamentos de investigación, los laboratorios, las aulas, las salas de conferencias, los comedores, los quioscos, la librería, el cine, la biblioteca, los estudios y las salas de lectura.
En los rincones, a la altura del techo, hay pequeñas cámaras de seguridad con bombillas rojas. No se me escapa.
Noche.
Peter Levi está sentado en un sillón orejero bebiendo café y coñac en un local oscuro y abarrotado de gente, que se conoce por el nombre de Cámara de Estudiantes. Un bar de biblioteca, equipado a la última moda e inundado de humo de cigarrillos. Como un club de caballeros inglés. Las ventanas están tapadas como para crear la ilusión de una noche eterna. Hay velas sobre las mesas, música suave de piano. Las voces son bajas e intensas. Alguien se ríe a pleno pulmón y es acallado. Intensas discusiones en idiomas extraños. Al descubrirme, Peter me reclama a su lado. Me sorprende su entusiasmo, su alegría al verme.
Peter llama a un camarero, que se apresura a acercarse con una bandeja con una taza de té y un vaso de coñac en forma de tulipán. El té está fuerte como la pólvora. No sé si la idea es bajarlo con el coñac. Pienso: «¿Té?».
—Me alegra que reunieras fuerzas para bajar —dice Peter.
—¿Reuniera fuerzas?
—Tienes que estar agotado del viaje.
—Me cuesta mucho decir no cuando alguien me tienta con un coñac.
Nos reímos un poco para disimular todo lo que no hemos dicho.
—Tenemos mucho de que hablar —dice Peter.
—Ah, ¿sí?
—Sobre tu investigación —se explica, en tono medio interrogativo—. Tu interés por los hospitalarios de San Juan, por el mito del cofre sagrado. Y sobre aquello con lo que podamos ayudarte.
Le pregunto si conoce a Uri, que era el enviado del Instituto Schimmer en las excavaciones del monasterio de Vaerne. Lo conoce. Uri sigue fuera.
Peter enciende un cigarrillo e inhala placenteramente. Me mira con curiosidad a través de la nube de humo.
—¿Por qué has venido aquí en realidad? —pregunta, girando el cigarrillo entre los dedos.
Le respondo. Al menos un poco. No le cuento nada sobre todas las mentiras y los misteriosos episodios vinculados al cofre, sino que hablo como si estuviera investigando el particular hallazgo arqueológico. Le explico que estoy buscando información sobre los hospitalarios. Y sobre todo aquello que pueda vincular el monasterio de Vaerne con el cofre de los secretos sagrados.
—Todo eso ya lo sé. Pero he dicho: ¿en realidad?
Nos medimos con la mirada.
—Si piensas que me guardo un secreto, es que también sabes por qué —replico con ambigüedad.
Peter no dice nada. Se limita a mirarme y a inhalar profundamente.
Para llenar el silencio, le hablo sobre las excavaciones del monasterio de Vaerne, cosa que le interesa de forma moderada. Mientras hablo, comienza a girar el vaso de coñac en la mano. Mira con fijeza el remolino dorado, como si sus pensamientos giraran y giraran en el coñac. Los ojos son pacíficos. Justamente ahora parece uno de esos tipos que esperas encontrarte sobre una banqueta junto a una barra de Respatex, en un bar de un callejón de Nueva York. Junto a alguien con medias de rejilla negras y una mirada pesada como el plomo.
Cuando por fin me callo, Peter me observa con una expresión que recuerda a la condescendencia, pero que quizá no sea más que pura curiosidad.
—¿Crees en Jesús? —inquiere.
La pregunta me llega de pronto. Hago como él: olfateo el aroma del coñac.
—¿El histórico? —replico. Una leve ebriedad ya ha empezado a picotearme la cabeza—. ¿O el divino?
Se limita a asentir, como si le hubiera dado una respuesta. Pero no era mi intención responderle. Le pregunto cómo ha acabado en el instituto. En voz baja, como si no quisiera que lo oyera nadie más, me habla de su infancia en un barrio pobre de Tel Aviv, de un padre fanático religioso y una madre exigente, de su búsqueda de una fe y de sus estudios. Peter es historiador de la religión. Especialista en las sectas que surgieron y se extinguieron en torno a la época de Jesús, y en cómo influyeron sobre el cristianismo.
—¿Te interesa el cristianismo temprano? —pregunta, en un tono que hace algo más que insinuar que debo responder que sí.
—¡Absolutamente!
—¡Bien! Me parecía que tú y yo teníamos mucho en común. Mucho de lo que hablar. —Inclinándose sobre la mesa con una sonrisa torcida, dice—: ¿Sabías que los hospitalarios tienen muchos rasgos en común con la secta gnóstica de los mandeos?
—Eso —digo despacio mientras le doy sorbos al té— creo que se me ha escapado.
—¡Pero así es! Los mandeos rechazaron a Jesús y consideraban a Juan Bautista como su profeta. Pensaban que la salvación se alcanzaba por medio del conocimiento, o manda.
Pienso que mamá debió de ser mandea cuando yo era niño.
Peter continúa:
—Los textos sagrados de los mandeos, El Tesoro y el Libro de Juan, tenían quinientos años cuando fue fundada la orden de los hospitalarios de San Juan. Los mandeos tienen su Rey de la Luz. La cosa, mi confuso amigo, viene ahora. —Vacila antes de soltar la bomba—: ¡Jesús y sus contemporáneos disponían de un detallado conocimiento de los textos de los esenios!
Me mira triunfal y desafiantemente al mismo tiempo.
—¿Y qué? —pregunto yo.
Abatido por mi falta de comprensión y entusiasmo, vacía la copa de coñac de un solo trago. Le cuesta respirar.
—Tienes razón. Eso se sabe hace mucho tiempo. Todo esto ya lo sabes.
Me contengo un poco.
—Bueno. Los detalles no.
Me mira interrogativamente y me da un empujoncillo riéndose por lo bajo. Vuelvo a probar el té y tengo que controlarme para no hacer una mueca. En algún sitio del local el pianista empieza a tocar de nuevo. No he llegado a darme cuenta de que había parado. Un camarero aparece de la nada con otro coñac para Peter.
—Estarás deseando hablarme de los esenios —le digo.
—¡Es muy interesante!
Alza su copa y brindamos.
Deja a un lado la copa y carraspea.
—Los esenios, o nazarenos, como también se los llamaba, tenían una fe marcada por la religión babilónica. Creían que el alma estaba compuesta de partículas de luz de una figura luminosa atravesada por fuerzas malignas. Estas partículas de luz quedaban atrapadas en el cuerpo humano hasta que el anfitrión moría. Entonces podían reconciliarse con la figura de luz.
—Peter… —Busco las palabras—. ¿Por qué me cuentas todo eso?
—Creía que te interesaba.
—Me interesa. En cuanto comprenda qué es lo que estás intentando explicarme.
Se inclina hacia delante y posa su mano morena sobre la mía. Está a punto de decir algo. Pero algo lo impulsa a callar.
—Mañana lo habré olvidado todo —le confieso.
Le entra hipo. Los dos nos reímos.
Luego dice:
—Quizá sea lo mejor. Yo hablo demasiado.
—Con que me explicaras la relación, creo que todo esto me parecería bastante emocionante.
—¡Claro que es emocionante! —Mi discreto halago le devuelve el entusiasmo—. La cosa es que la influencia de los esenios sobre el cristianismo parece ser mucho mayor de lo que se supone.
—No tenía ni idea de que hubiera ninguna influencia.
Baja la voz, como si quisiera desvelar un misterio.
—Muchos piensan que partes del Nuevo Testamento proporcionan una imagen desvirtuada e idealizada del fundamento religioso del cristianismo.
—Bueno… —Me hago el entendido, como si estuviera metido en el juego—. De eso empieza a hacer ya mucho tiempo. Quizá no tenga tanta importancia.
—¡Pero seguimos viviendo en armonía con el espíritu de la Biblia!
—Porque muchos creen que es la palabra de Dios —apunto yo.
—Y porque la Biblia es el libro más inspirador que jamás se haya escrito.
—Y el más bello.
—Una guía en la vida y en la muerte. En la moral y el amor al prójimo. Un ABC de la dignidad humana y el respeto.
—Grandes palabras…
—Un gran libro —afirma Peter con devoción.
Los dos miramos al aire, frente a nosotros. Los focos ocultos del techo lanzan rayos plateados a través de la bruma de humo de tabaco. Las voces, la risa, la música… todo eso no es más que una pared de ruido que no llega a alcanzarnos. Peter apaga el cigarrillo en el cenicero y posa en mí la mirada.
—Pero ¿de verdad es la Biblia la palabra de Dios? —inquiere con sorprendente intensidad.
—A mí no me preguntes.
—¡Dios no escribió ni una palabra! Los veintisiete textos del Nuevo Testamento fueron seleccionados por medio de un largo y doloroso proceso.
—¿Con intervención divina?
—Me refiero a peleas puras y duras.
Me echo a reír, pero me reprimo al darme cuenta de que no está bromeando.
Se lleva la copa de coñac a los labios, la olfatea y bebe. Cierra los ojos un momento. Deja la copa con cuidado sobre la mesa.
—Lo que no pasó, claro, es que un grupo de escritores sagrados se sentara a redactar la Biblia de una sola tacada. La Iglesia evaluó muchos escritos a lo largo de los siglos. Algunos fueron rechazados, otros, incluidos. Es importante saber que la canonización de los textos sagrados tuvo lugar al mismo tiempo que una lucha de poder, de la que fue parte, dentro del seno de la Iglesia y también fuera de él, en el debilitado Imperio romano.
—¿Una lucha de poder? Suena frío.
—Pero recuerda que la Iglesia era una tenaz participante en la pugna por el poder cultural, político y económico en el vacío que dejó tras de sí el Imperio romano. —Peter mira a su alrededor, medio sonriendo—. Si la caída del Imperio romano no hubiera coincidido con la división entre los judíos y con el surgimiento de una religión completamente nueva, el mundo tendría hoy un aspecto muy distinto.
—Nunca había pensado en eso —admito—. Nuestra civilización es una ensalada de valores y costumbres romanos, griegos y cristianos.
—Si volvemos al lugar y al papel de la Biblia en todo este proceso, pasaron casi cuatrocientos años entre el nacimiento de Jesús y la consolidación de la Biblia que tenemos hoy en día. Pero incluso muchos de los textos que fueron incluidos en el Nuevo Testamento, y que hoy son absolutamente centrales, fueron muy polémicos.
—¿Quién decidió todo eso?
—Los sacerdotes, por supuesto. La Iglesia primitiva.
—Los curas…
—Más bien los obispos. Que recibían su autoridad directamente de los apóstoles.
—¿Como el Papa?
—El mismo principio. Los obispos se pelearon con intensidad por lo que debía ser incluido en la Biblia. El conjunto de los textos que constituyen hoy en día la Biblia fue reconocido en los sínodos de Roma del año trescientos ochenta y dos, de Hipona en el año trescientos noventa y tres y de Cartago en el trescientos noventa y siete. Desde luego no fue Dios quien ensambló la Biblia. Fueron los obispos. Y más tarde la comunidad de creyentes. Los protestantes, por ejemplo, no reconocen algunos de los textos del Viejo Testamento, a diferencia de los católicos. La Iglesia protestante se atiene a un canon del Viejo Testamento que compusieron sabios hebraicos en Jamnia en el año noventa. Sólo aceptaron los treinta y nueve textos que estaban escritos en hebreo y en territorio palestino. El canon de la Iglesia católica y romana fue traducido al griego en Alejandría, Egipto, doscientos años después de Cristo y contiene cuarenta y seis escritos. A esa versión es a la que se refiere el Nuevo Testamento en más de trescientas ocasiones. ¡Y ni siquiera hemos mencionado aún los escritos sagrados de los judíos!
No consigo contener una sonrisa.
—Me imagino un montón de gordos sacerdotes incluyendo y excluyendo condescendientemente manuscritos bíblicos.
Peter aspira entre los dientes frontales produciendo un ruido desagradable.
—Una idea vulgarizada y simplificada. Pero hay algo de verdad en ella.
—Hombres poderosos.
—Poderosos, calculadores, determinados. ¿Qué motivos tenían? ¿Eran creyentes? ¿Eran cristianos? ¿Eran charlatanes que usaban la nueva fe como lanzadera para sus ambiciones personales?
—¿Por qué preguntas? Salió como salió.
—Porque la cuestión es si los textos de la Biblia proporcionan una imagen representativa de la enseñanza de Jesús.
—Lo harán, ¿no? Al fin y al cabo, lo pone en la Biblia.
—Hummm. Pero imagínate que la selección y organización de textos del Nuevo Testamento fuera el resultado de un proceso político. Una pieza en la lucha por el dominio. Al poco de morir Jesús, la Iglesia ya se dividió en congregaciones y sectas con visiones teológicas muy distintas. Y piensa, además, que los escritos seleccionados al final eran los que convenían a las ambiciones de los obispos y la Iglesia. ¿Que por qué pregunto?
Intento digerir lo que está diciendo. Una incipiente sospecha se me ha arraigado en el vientre. No consigo asirla del todo. Pero se me antoja que Peter es judío. Que el Instituto Schimmer es judío. Y que algo del cofre del monasterio de Vaerne va a confirmar la comprensión judía de la historia de la Biblia.
—¿Me estás diciendo que la Biblia desvirtúa lo que realmente sucedió? —inquiero.
Hace un ruido largo y silbante.
—Pregunto… Me pregunto si la selección de los textos bíblicos proporciona una imagen correcta y completa de la enseñanza de Jesús. Pregunto si alguien tenía necesidad de adaptar la nueva religión de tal modo que encajara con los objetivos personales de los obispos y la Iglesia.
Me encojo de hombros.
—Muchos dirán, a pesar de todo, que la Biblia es un libro sobre cómo concebían los judíos la existencia y su contemporaneidad.
Peter agarra su copa de coñac, pero cambia de idea.
—Para no olvidar un conjunto de reglas de vida —dice.
Apuro mi propia copa y me levanto. Estoy cansado. Ya he oído suficiente historia de la Biblia. Ahora quiero dormir.
—Personalmente —digo—, estoy inclinado a considerar el cristianismo como una superstición de dos mil años de antigüedad proveniente de Oriente Medio.
Un olor peculiar, como a papel y a caramelo quemado, llena la biblioteca del Instituto Schimmer.
Es pronto por la mañana. La luz del desierto cae hacia dentro a través de las cúpulas de cristal del techo y descansa sobre las hileras de estanterías en forma de columnas torcidas. El polvo flota por encima de fila tras fila de libros y cajas repletas de manuscritos en papiro, pergamino y papel. Un pelotón de investigadores y estudiantes está sentado con la espalda encogida sobre las mesas: americanos de pelo largo, judíos ortodoxos, mujeres con chal y coleta, enérgicos asiáticos, pequeños hombres con gafas que muerden con frenesí sus lápices. De pronto me doy cuenta de que encajo como una parte natural de este entorno ligeramente excéntrico.
La colección de libros y manuscritos está sobre todo vinculada a Oriente Medio, Asia Menor y Egipto. Hay secciones enteras de tomos en idiomas cuyos símbolos ni siquiera soy capaz de interpretar. La colección de libros especializados en inglés es sorprendentemente pequeña.
Y por todas partes hay mujeres y hombres encerrados en sus propios mundos de extrañas especialidades y ámbitos, personas cuya identidad consiste en ser el mayor experto mundial en temas de lo más oscuros: tablas escritas sumerias, los auténticos autores del Pentateuco, la interpretación de los mitos babilonios antiguos, y la influencia de los rituales mortuorios egipcios en los dogmas precristianos. Deambulo por este éter de saber como un aturdido colegial que no sabe muy bien dónde meterse. Yo no soy experto en nada de nada. Y, abatido, empiezo a asombrarme ante nuestra infinita ansia por conocer el pasado. De pronto me he convertido en un arqueólogo que se pregunta por qué necesitamos saber tanto sobre el pasado, cuando hay tantas cosas que ignoramos del mundo actual.
No descubro a Peter hasta que casi choco con él. Está buscando un libro de puntillas en una sección de estantes marcada como «Mitología antigua: Egipto-Grecia».
—Uy —digo.
Nos saludamos. Me sonríe inescrutable, como si encontrarse conmigo siempre lo llenara de alegría.
—Gracias por lo de ayer —dice guiñándome un ojo.
—Gracias a ti.
—¿Qué tal estás de forma?
Lo último debe de ser una broma. Quizá piense que estoy un poco pálido.
Nos alejamos para no molestar a quienes están inmersos en sus libros.
—¡Me duele la cabeza! —exclama con una suspiro fingido.
Nos paramos junto a un estante con microfilmes. Nos miramos tentativamente. Como dos amantes que se preguntan cómo de en serio se tomó el otro el día anterior.
—Me contaste algo —digo, tanteando.
—¿Eso hice? Vaya, vaya. Seguro que te conté demasiadas cosas. Se me suelta tanto la lengua cuando bebo… Tengo que pedirte que guardes todo lo que he dicho con discreción. —Con una risa silenciosa, mira hacia la biblioteca—. ¡Ven!
Me coge del brazo y me conduce a través de un laberinto de pasillos, me hace subir escaleras, bajarlas y cruzar puertas hasta que llegamos a un pequeño despacho con su nombre en la puerta. Es un recinto estrecho y alargado, atiborrado de libros y pilas de papeles. Ante la ventana cuelga una persiana. Un ventilador gira en el techo.
Suspira satisfecho.
—¡Aquí! Aquí se habla mejor —dice, y se sienta en una silla.
Yo, por mi parte, me dejo caer en un puf al otro lado del escritorio. Tengo que luchar para adoptar una postura que sea mínimamente cómoda y no del todo indigna.
—¿Y qué es lo que contienen esos manuscritos que estáis analizando aquí? —pregunto.
—Detalles. Detalles. Detalles. Te diré una cosa: empleamos la mayor parte del tiempo en repasar de nuevo viejos manuscritos.
—¿De nuevo? ¿Por qué?
—Porque hemos aprendido. Porque sabemos más que los que leyeron y tradujeron los manuscritos por última vez. Los leemos y traducimos con el saber actual. ¿Cómo de precisas son las traducciones de los textos bíblicos? ¿Puede el saber actual arrojar nueva luz sobre la comprensión y la interpretación de los textos antiguos? ¿Influye el hallazgo de nuevos manuscritos, como los del Mar Muerto, en nuestro entendimiento de los textos bíblicos hallados hace más tiempo?
—Preguntas sin parar.
—Y estoy buscando nuevas respuestas. La traducción de textos de varios miles de años de antigüedad tiene tanto que ver con nuevas versiones e informaciones como con la lingüística y la comprensión de las lenguas.
—¿Y quizá también con la fe?
—Desde luego, también con la fe.
—¿Qué pasa si encontráis datos capaces de hacer que se tambalee la fe?
Me mira a los ojos. A la luz que dejan pasar las persianas, me doy cuenta de lo turbio que tiene el blanco de los ojos.
—¿Por qué crees que lo hacemos todo con tanto secreto? —pregunta, contenido.
Me retuerzo en un intento bastante inútil de sentarme más alto en el puf.
—Permíteme que te ponga un ejemplo —dice Peter—. ¿Separó Moisés las aguas del Mar Rojo con ayuda de Dios, para que los israelitas fugitivos pudieran salvarse y el ejército del faraón se ahogara al volver las aguas a su lugar? —Coloca los codos sobre el escritorio, junta las manos y apoya la barbilla contra los pulgares—. El instituto ha empleado varios años en estudiar el mito de Moisés y la separación de las aguas. Nuestros lingüistas descubrieron un posible error de traducción, o de interpretación, de la frase hebraica Yam suph. Que significa «un lugar tan poco profundo como para que crezca el junco». Yam suph —repite lentamente.
Intento imitarlo, pero suena a error de pronunciación.
Peter saca un atlas histórico de una estantería y busca la S de Sinaí.
—Antiguamente, el golfo de Suez se extendía mucho más hacia el norte. —Levanta el libro y señala el mapa—. Y toda la zona era de poca profundidad y estaba cubierta de juncos. Nuestros investigadores, un equipo interdisciplinar de lingüistas, historiadores, geógrafos y meteorólogos, se agarraron a ese detalle lingüístico. Averiguaron que los israelitas podrían haber cruzado el mar junto a lo que hoy en día llamamos el lago de Bardawil.
Presiona el dedo índice con fuerza sobre el papel. Yo entrecierro los ojos mientras me oriento en la geografía.
—Hicimos pruebas con una serie de modelos en nuestros simuladores de datos. Aquí las condiciones del fondo son tales que, si el viento tuviera la fuerza suficiente, si soplara el tiempo suficiente, sería capaz de apartar los tres o cuatro metros de agua. —Con las yemas de los dedos hace como si apartara el agua—. De ese modo Moisés habría podido cruzar el casi seco fondo marino. Pero… —prosigue, elevando el dedo índice— o bien cuando el viento amainara o bien cuando cambiara de dirección, las masas de agua volverían a raudales. —Con un golpe seco, estampa la palma de la mano sobre el atlas.
—¡Hala! —exclamo yo. No creo que suene muy científico. Pero no se me ocurre otra cosa.
Satisfecho de sí mismo, Peter se recuesta en la silla.
—O el diluvio universal. ¿Qué pasó en realidad? Nuestros arqueólogos, paleontólogos y geólogos han encontrado pruebas de que unas inundaciones expulsaron del Mar Negro a una cultura de agricultores, hace más de siete mil años.
—Yo creía que el diluvio universal afectó a los asentamientos que había entre el Tigris y el Éufrates.
—Bueno, ésa es una apuesta tan buena como cualquier otra. Aquí todo se basa en aventurar. En hipótesis. Pero hemos reconstruido lo que pasó estudiando fuentes antiguas.
—¿Cuáles?
—Bueno, muchas. La Biblia. Las tablas de escritura cuneiforme de cuatro mil años de antigüedad, la epopeya de Gilgamesh, la colección de textos hindúes del Rig-Veda. Y otros documentos transmitidos, pero menos conocidos.
—¿Y qué es lo que habéis averiguado?
—Empecemos con los geólogos. Encontraron sedimentos de animales de agua salada de siete mil años de antigüedad en el Mar Negro. Se habían sedimentado con rapidez. Como por una inundación. Recuerda que el Mar Negro tenía originalmente agua dulce, era un lago interior, separado del Mediterráneo por una lengua de tierra junto al estrecho del Bósforo. Imagínate cómo el Mediterráneo fue penetrando poco a poco, con intensidad creciente, la frágil barrera de tierra. Hasta que la reventó. ¡Qué majestuoso debió de ser! Un mar que inunda otro… El estruendo de las masas de agua debió de oírse en quinientos kilómetros a la redonda. A los dos mares les llevó trescientos días nivelar sus aguas. El Mar Negro se elevó ciento cincuenta metros. Pero como se trata de un territorio tan enorme, las fértiles tierras de cultivo del norte debieron de inundarse lentamente. Día a día la gente se vio empujada tierra adentro por la crecida.
—Toda una experiencia. —Me estremezco.
—Y ahora llegamos al siguiente indicio. Los hallazgos arqueológicos muestran que una cultura agraria muy desarrollada apareció, justo en esos momentos, en Europa del Este y Europa Central.
—¿Refugiados del Mar Negro?
—No sabemos. Pero es probable. El ámbito lingüístico apoya una suposición de ese tipo. Casi todas las lenguas indoeuropeas provienen de una lengua original que relata el mito de una terrible inundación. Esos relatos pasaron de boca en boca hasta que fueron escritos dos mil quinientos años más tarde, cuando surgió la lengua escrita. Creemos que ése puede haber sido el origen del mito del diluvio universal bíblico.
—¿El mito? Creía que lo que más os preocupaba era demostrar que la Biblia tiene razón.
Hace una mueca incomprensible.
—No digo que Dios no metiera mano en esto.
Se levanta de pronto, la clase ha terminado, y volvemos a la biblioteca. Ninguno de los dos dice nada por el camino.
—Hablamos más tarde —murmura dándome un golpe en el hombro, y se va.
Yo me quedo indeciso, solo y aturdido por todas las insinuaciones veladas.
Sobre la cresta de Potala ondeaba un dragón solitario.
Siempre me he sentido atraído por los monasterios. El silencio, la contemplación, la atemporalidad. La música suave. La cercanía a algo mayor, inaprensible. Pero no hay nada en el Instituto Schimmer que me lleve a sentir que estoy en un monasterio. Pienso en Potala, el monasterio de Lhasa sobre el que corren muchos mitos, con sus techos y cúpulas doradas. Enmarcado entre las altas cumbres del Tíbet. «Sobre la cresta de Potala ondeaba un dragón solitario». De ese modo tan intenso acaba, el libro que me proporcionó mi primer encuentro con la vida en un monasterio. La Biblia hippy, El tercer ojo, de 1956, es una autobiografía escrita por el lama tibetano Lobsang Rampa. Un seductor relato sobre la vida en y en torno a los monasterios tibetanos, una existencia que incluía estudios, vuelos amarrados a dragones, oraciones, filosofía y viajes astrales. Grande fue mi sorpresa al averiguar que Lobsang Rampa no era en absoluto un pequeño monje tibetano envuelto en los trajes del Este, sino un larguirucho inglés con acento de Devonshire, fascinado por la música new age mucho antes de que el concepto se hubiese inventado siquiera. No sólo se veía a sí mismo como un lama tibetano en el cuerpo de un inglés, sino que sostenía también que los gatos se han encarnado desde otro planeta para observarnos. ¿Es tan raro que no pueda soportar a los gatos?
Estoy siempre alerta contra las ilusiones. Todo aquello que no es como nos lo imaginamos. Hay algo que no consigo asir en el Instituto Schimmer. No tiene por qué ser muy importante. A veces también hay algo que no consigo asir en mi despacho de la Colección de Objetos Antiguos. O en mi piso al amanecer de un domingo.
Después de la siesta me quedo mucho rato escribiendo en mi diario. Me gusta el ruido que hace el bolígrafo al raspar contra el papel. Es como oír los pensamientos. Uno de mis pensamientos, que está ahora raspando el papel, es que el Instituto Schimmer es un instrumento para MacMullin. Puede que sea un paranoico. Pero por lo menos soy terco.
Dejo que mis reflexiones se adentren, divagando, en un nebuloso bosque de preguntas y miedos. Si el instituto tiene raíces judías, quizá quiera publicar el contenido del cofre para desvelar de una vez por todas que los cristianos se equivocaron. Pero si el instituto es cristiano, quizá lo que quiere es destruir el contenido del cofre para proteger la fe, la Iglesia y el poder. El bosque se me queda algo grande, la niebla es demasiado espesa. Aquí hay mucho donde elegir. ¡Dos conspiraciones por el precio de una!
Por la noche, apesadumbrado por mis propios pensamientos forzados y mis absurdas ideas, bajo a la recepción y entro en el bar.
No veo a nadie que conozca. Pero pocos minutos después llega Peter apresuradamente. Nos saludamos y encontramos una mesa detrás del piano. El camarero está atento. Viene con café, té y coñac antes de que nos dé tiempo a pedirlo. Peter alza la copa y brinda.
—¿Podría preguntarte algo? —le digo con cautela, bebiendo sorbitos del coñac.
—Claro.
—¿Qué crees tú que contiene el cofre?
—La reliquia de los secretos sagrados —dice lánguida mente, con respeto. Frunce el entrecejo, pensativo—. Como todos los mitos, es un retorcimiento de la verdad. A lo largo de los siglos, la Iglesia ha maquillado la historia. Como acostumbra.
—¿Qué piensas tú?
—En uno de los manuscritos que hemos revisado aquí, y estamos hablando de textos del siglo tercero, se insinúa que Jesús el Cristo dejó una colección de textos que él mismo escribió o dictó.
—¿Lo estás diciendo en serio?
—Mmm.
—¿Qué tipo de textos?
—¿Cómo voy a saberlo? Nadie los ha leído. Al fin y al cabo no es más que una hipótesis.
—Pero ¿qué ponía en el manuscrito en que lo leíste?
—Se apunta que puede tratarse de un conjunto de reglas de vida. De mandamientos. Nuevos mandamientos, si quieres. El manuscrito estaba en un ánfora sellada en una cámara mortuoria egipcia. Hemos retenido la información. Hasta que la comprendamos mejor. Al principio no entendimos el alcance de lo que habíamos descubierto. Pero más tarde caímos en la cuenta de su relación con el cofre sagrado.
—Es increíble.
—El Vaticano perdió los nervios cuando les llegó la noticia. Una delegación papal vino a visitarnos. Pero nunca los implicamos en esto. El Vaticano tiene muchas consideraciones que atender. La verdad sólo es una de ellas y, para decirlo como es, bastante secundaria. Ahora el Vaticano está a la deriva, sabiendo que nosotros sabemos algo, pero no exactamente qué. No están del todo entusiasmados.
—¡Espera! ¿Estás diciendo que el cofre de oro que encontramos en el monasterio de Vaerne puede contener un manuscrito dictado por Jesús?
Peter abre los brazos de par en par.
—Todo es posible. —Me mira de reojo.
—¿Puede ser el Vaticano el que ha lanzado a sus agentes sobre mí? ¿En su persecución del cofre?
—¿Agentes? —Se ríe—. El Vaticano tendrá sus métodos. Pero seguro que está tan acostumbrado a que lo obedezcan que no debe de saber muy bien cómo tratar a quien se niega a actuar como él dice. No, no creo que el Vaticano vaya por ti.
—Si ese manuscrito existiera, aunque sólo fuera en teoría, ¿no debería saberse más sobre él?
—A no ser que alguien haya querido mantenerlo en secreto.
—¿Porqué?
—Supongo que eso puedes imaginártelo tú sólito.
Le doy un trago al coñac.
—Sería fantástico —digo—. Datos religiosos desviados… Datos que transformarán nuestra comprensión del cristianismo.
—Una idea amenazadora para muchos.
—¿Amenazadora?
—La noticia más llamativa de la historia del mundo. Mayor que el aterrizaje en la Luna. El evangelio propio de Jesús.
La idea hace que la cabeza me dé vueltas. A no ser que sea el coñac.
El bar de la biblioteca cierra a las once. Los investigadores eficientes se acuestan pronto. Al menos en el desierto, donde los pecados no esperan haciendo cola. Salimos flotando a la recepción, con su brillante suelo de mármol, casi vacía. Peter está algo bebido.
—¿Tomamos un poco de aire fresco? —pregunta.
Le digo que me parece buena idea.
Fuera está todo completamente oscuro, se ven las estrellas. El aire tiene una fragancia dulce y espinas de frío. Peter me enseña las instalaciones, subimos la colina y nos adentramos entre las higueras y los olivos. Nos abrimos paso a la débil luz del cielo y las ventanas iluminadas del instituto.
A media ladera, nos paramos bajo un árbol que extiende las ramas sobre nosotros como un techo. La corteza está agrietada por las garras de los siglos. La luna brilla en la hojarasca como un farolillo japonés. El aire del desierto, sorprendentemente fresco, tiene un efecto embriagador. Como si a la vuelta de la esquina hubiera un cactus burlón soltando gases y jugos narcóticos.
—En tiempos hubo aquí un oasis natural —dice Peter. Inspira hondo por la nariz, como para saborear los aromas—. Fueron los monjes quienes plantaron los árboles. Y los cuidaron. Es un milagro que pueda crecer algo aquí fuera.
—¿Quiénes eran los monjes?
—Un grupo de judíos y cristianos. Disidentes, rebeldes. Querían encontrar una nueva comunidad. —Se ríe; la risa tiene un tinte venenoso.
Mi mirada busca en la oscuridad. Desde aquí el instituto parece una nave espacial que ha realizado un aterrizaje forzoso y está al rojo vivo, derritiéndose sobre el paisaje. Como si fuera un truco de cine encargado con antelación, una estrella fugaz cruza el cielo.
—¡Qué visión! —digo.
—Estrictamente no es más que un grano de arena que se prende al entrar en contacto con la atmósfera terrestre.
Todo está oscuro, negro, en silencio. El ambiente provoca en mí la confianza.
—¿Quién eres, Peter?
Con una sonrisa, se saca una petaca del bolsillo. Desenrosca el tapón y me ofrece la botella plana y cubierta de cuero.
—¿En el contexto general?
—Empecemos por ahí.
—Nadie en absoluto.
Bebo. El coñac arrastra una cola ardiente tras de sí.
—¿Y en un contexto menor? —Le devuelvo la petaca titubeando.
Peter toma un trago, se estremece, luego otro.
—En un contexto menor soy la abeja más hacendosa del panal —exclama.
Nos miramos. Él me guiña un ojo, como si se diera cuenta de que su respuesta no es en absoluto una respuesta.
—Pareces saber mucho sobre el cofre.
—Son teorías —dice en voz baja—. Soy un hombre de ciencia. Mi vida es saber ese tipo de cosas.
—Pero lo que sabes es muy preciso.
—¿Quién ha dicho que sé? Estoy conjeturando.
—Pues sigamos conjeturando.
—¿Qué es lo que tienes en la cabeza?
—Si el cofre sagrado existiera realmente, y si fuera la reliquia que encontramos en el monasterio de Vaerne… —comienzo, pero me interrumpo para mirarlo—. ¿Por qué sería importante para algunos hacerse con él?
—Supongo que más bien están a la caza de lo que hay dentro.
—¿Quiénes?
—Puede ser tanta gente… Investigadores. Coleccionistas. El Vaticano. Agrupaciones secretas.
—¿Y por qué?
—Imagínate que el mensaje del manuscrito es delicado.
—¿Como por ejemplo?
—Por ejemplo algo que pueda tocar los dogmas.
—¿De qué modo?
—De un modo tal que la historia de la Biblia tuviera que ser reescrita.
—¿Y qué?
—Te estás haciendo el tonto. La Biblia no contiene, por definición, ningún error. No se puede corregir.
—Pero ¿tendría alguna importancia práctica que ese manuscrito le diera la vuelta a alguna que otra idea previa?
Frunce el entrecejo.
—No lo estás diciendo en serio, amigo mío. ¡Piénsalo! Las reglas de vida cristianas podrían derrumbarse. La fe de la gente empezaría a tambalearse. La posición de la Iglesia se vería amenazada. Ese tipo de minucias.
Silbo. El tono es frágil y tembloroso.
—¡En el peor de los casos! —añade. Levanta la petaca y da un sorbo sin desviar la mirada. Traga ruidosamente—. Pero no estoy haciendo otra cosa que suposiciones.
—¡Emocionantes teorías!
—La historia es emocionante. Desde luego también porque la historia es interpretación.
—Interpretar con los ojos de la posteridad.
—¡Exacto! Para sus contemporáneos, Jesús era ante todo una figura política.
—Y el hijo de Dios.
—Bueno. Ha sido más bien la posteridad la que se ha centrado en su divinidad.
—¿La posteridad?
—Casi. Para situar a Jesús en la historia, hay que recurrir tanto a la milenaria espera de la llegada del Mesías de los judíos como a la situación política de Judea y Palestina. —Se lame los labios y se los seca con la mano.
—No soy exactamente un experto en eso —admito.
—El Imperio romano se había vuelto muy poderoso. Judea era una especie de reino local que tenía a Herodes como rey, pero que en realidad estaba regido por Roma a través de Poncio Pilato. Para sus habitantes, Roma era una herida lejana e irritante. La sociedad era una casa de fieras de sectas y agrupaciones, renegados y traidores a la patria, sacerdotes y profetas, bandidos, asesinos y timadores.
—Como cualquier gran ciudad de hoy en día —digo, cogiendo la botella. El coñac sabe caliente, es anestésico.
La expresión de Peter es distante, tiene el gesto absorto de quienes están infinitamente interesados en un asunto y piensan que todos los demás están igual de fascinados.
—¡Eran tiempos de revueltas! —exclama—. Los zelotes reunieron a los fariseos, los esenios y otros en un movimiento político y militar, coincidiendo más o menos con el instante del nacimiento de Jesús. Jesús nació en medio de una revuelta de ciento cuarenta años de duración. Y todo, todo el mundo estaba esperando la llegada de un Mesías. De El Salvador. De un guía político y religioso.
—Y lo tuvieron.
—Bueno… —Frunce la nariz—. ¿Sí? Busquemos en la lengua, en la semántica. En nuestros días Mesías y Salvador tienen un significado distinto al de aquel tiempo. Mesías es Christos en griego. En hebreo y en griego significa «el Elegido». Una especie de rey o líder.
—¿La figura de un guía?
—Exacto. En realidad, todos los reyes judíos descendientes de David habían llevado el nombre de Mesías. Incluso los sacerdotes a los que los romanos designaron como reyes se llamaban a sí mismos Mesías. Su salvador debía descender de la estirpe de David. El sueño del Mesías rayaba en la histeria. Pero recuerda: no era ante todo una divinidad lo que estaban esperando, sino un rey. Un guía. ¡Un líder! «Mesías» era un término político. La idea del hijo de Dios, tal y como conocemos hoy a Jesús, les debía de resultar bastante ajena. Creían, en cambio, que el reino de Dios podía llegar en cualquier momento.
—Pero es en el hijo de Dios en quien creemos y a quien adoramos en nuestros tiempos. Todavía. Cientos de millones de personas. En muchas partes del mundo.
Peter recoge una piedra y la arroja a la oscuridad. Oímos cómo alcanza el suelo y rebota un par de veces antes de quedarse quieta.
—Así es —dice.
Tomo un trago del coñac.
—Pero ¿ahora me estás diciendo que el cofre de oro puede contener algo que haga tambalearse esa fe? —pregunto.
—No lo sé. ¡La verdad es que no lo sé! Quizás… —Inspira profundamente—. ¿Me preguntas qué creo? Creo que tu cofre contiene algo…
Se interrumpe, como si se hubiera dado cuenta de que hay alguien en la oscuridad espiándonos. Intento vislumbrar algo en la noche, escuchar a ver si distingo algún sonido, el roce de una tela, un pie contra una rama. Pero no oigo nada. Me vuelvo hacia Peter. Él mira hacia otro lado. Le paso la petaca. Le da varios tragos pequeños. Después se refresca la garganta con profundas bocanadas de aire fresco.
Escuchamos el silencio.
—Has dicho que crees que el cofre contiene algo…
—… que puede cambiar nuestra comprensión de la historia —continúa—. Y del cristianismo.
Yo no digo nada. Pero pienso que eso, desde luego, explicaría el histérico interés por el cofre.
Peter encuentra otra piedra y la tira a la noche. Quizás haya estado tranquila durante quinientos años. Su paseo por la oscuridad debe de haber sido todo un shock, pero ya está quieta de nuevo. Quizá durante otros quinientos años.
—¿Podrías ser algo más preciso? —pregunto.
Él sacude la cabeza de forma débil.
—Pero ¿por qué ese manuscrito tiene que ser necesariamente tan importante? —pregunto—. Quizá sólo guarde… salmos, poemas, las cartas de amor secretas de un Papa. O algo así.
Se echa a reír.
—Cuando se lleva un manuscrito dentro de un cofre de oro hasta el fin del mundo, te aseguro que no tiene instrucciones para la compra y venta de burros, eso está claro.
—¿De qué crees que se trata entonces?
Se lo piensa. Mientras reflexiona sobre mi pregunta, me escruta descaradamente.
—¿Algo sobre el cristianismo? —inquiere. O afirma. No estoy del todo seguro.
—¿El manuscrito Q? —tanteo.
Hace un ruido aprobatorio.
—Quizá. Quizá no. La verdad es que no me sorprendería. Pero tengo la sensación…; no, no creo que sea Q.
—¿Por qué no? Eso corroboraría tu hipótesis.
—Bjørn —me para—, ¿qué sabes del Instituto Schimmer?
Le echo una mirada al palacio incandescente. Peter me pasa la botella. Sólo le doy un traguito.
—La mayor parte de la investigación que realizamos aquí se publica en las revistas más destacadas del mundo. O sale en forma de informes, tratados o tesis doctorales. Pero también llevamos a cabo investigaciones que nunca compartimos con nuestros colegas. Investigaciones que están reservadas para unos pocos elegidos.
—¿Sobre qué? —pregunto.
—Sobre textos antiguos.
Por suerte no me mira, porque no creo tener aspecto de estar muy impresionado. Creo que esperaba algo más emocionante. Tesoros ocultos. Antiguas tumbas de reyes. Misterios de la Antigüedad nunca resueltos. El secreto de las pirámides. Extraños mapas para llegar a valles apartados e impenetrables donde el elixir de la juventud surge azul y brillante de los glaciares prehistóricos. Mi imaginación es bastante simple.
—Textos antiguos —repite, y chasquea la lengua—, los códigos del ADN de las civilizaciones y del saber, si quieres. Las fuentes de nuestra comprensión del pasado. Y, por tanto, la comprensión de quiénes somos hoy en día.
—Pomposas palabras. Pero entiendo lo que quieres decir.
—Manuscritos originales. Registros y transcripciones. Cartas. Leyes y decretos. Himnos. Evangelios. Textos bíblicos. Los rollos del Mar Muerto. Nag Hammadi. Manuscritos que perfectamente habrían podido formar parte de la Biblia, pero que nunca llegaron a incluirse. Porque alguien quiso que fuese así.
—¿Alguien que no era Dios?
Resopla.
—Desde luego, Dios no.
—Si nadie sabe lo que hay en el cofre de oro, o lo que pone en los supuestos manuscritos, ¿por qué lo están buscando tan desesperadamente?
Peter alza la mirada. El aire está claro. Las estrellas son como leche a través de la hojarasca. Me invade la idea de que las luces que brillan en el cielo son el pasado. Las estrellas más lejanas dejaron de brillar mucho antes de que se formara la Tierra.
Caminamos algunos pasos. Peter se sienta sobre una peña.
—Si se me permite apostar, creo que se trata de textos bíblicos.
Me dejo caer a su lado. Siento la piedra fría a través de la tela del pantalón.
—¿Quieres decir manuscritos originales de la Biblia?
—Por ejemplo. O bien textos completamente desconocidos, pero de todos modos cruciales. O los manuscritos originales de textos conocidos, que demuestran cómo la posteridad ha alterado el contenido.
—¿De la Biblia?
Ladea la cabeza.
—Sí. ¿Te sorprende?
—En realidad, sí. ¿Alguien se ha atrevido a retocarla?
—Por supuesto.
Peter saca un cigarrillo y lo enciende. La llama del mechero forma un mar de luz en la oscuridad. Presiento enjambres de mosquitos que no estamos viendo. El olor del tabaco expulsa el aroma de árboles y flores del oasis.
—La Biblia no se escribió de una vez —dice—. La Biblia fue una tarea colectiva de comprensión e interpretación. Unos empezaron. Otros terminaron. Entre tanto, iban maquillando las historias. —Inhala y suelta el humo por las fosas nasales—. Para entender el Nuevo Testamento, debemos también entender la historia. No se puede resolver la Biblia desgarrándola de la realidad histórica en que vivían los profetas y evangelistas.
Yo gruño. Me tomo otro trago. Alguien enciende la luz de la biblioteca. Las cúpulas de cristal del techo ofrecen resistencia a brillar en su azul neón. Como si los tubos de neón se hubieran quedado profundamente dormidos y se opusieran a ser despertados.
—Me cuesta ver la línea de conexión entre la historia de la Biblia y los hospitalarios de San Juan —señalo.
—Ellos llegaron mucho más tarde. Como administradores y protectores del conocimiento que ocultaba el cofre. Y que oculta. Los hospitalarios trasladaron su sede general al castillo de cruzados de Acre cuando Jerusalén cayó en mil ciento ochenta y siete. Allí se quedaron durante más de cien años. —Vacila—. No son muchos los que saben que los hospitalarios se dividieron en dos durante su estancia en Acre.
—¿Se dividieron en dos?
Tengo la intuición de que ese dato es importante, pero ignoro por qué. En la oscuridad, los ojos de Peter son como brasas.
—Puede parecer que carece de importancia. Muy pocos historiadores e investigadores de religiones saben que se dividieron. Y mucho menos por qué. La rama conocida históricamente se trasladó a Chipre y a Rodas, y más tarde a Mesina y a Malta.
—¿Y la otra?
—¡Desapareció! O más bien se pasó a la clandestinidad.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—¿Pero?
—Podemos especular. ¿Y si la rama oculta administrara un secreto? ¿Y si su única función fuera la de transmitir un conocimiento? Y la de custodiarlo.
—¿Y quién iba a encargarse de todo eso?
—Quizá todavía haya un gran maestro.
—¿Insinúas que los hospitalarios todavía tienen un gran maestro?
—Uno que no conocen ni siquiera los hospitalarios. Un gran maestro secreto.
—¿Y para qué lo quieren si es tan secreto?
—Quizá él sea quien custodia el conocimiento del pasado. Quizá sea él quien necesita el manuscrito.
—¿Lo estás preguntando?
—Estoy conjeturando.
—Sabes algo.
Peter arquea las cejas.
—¿Yo? ¿Qué sé yo? ¿Qué narices pintaban los hospitalarios en la gélida Noruega? ¿Por qué se les ocurriría esconder algo en un octógono cerca del fin del mundo?
No respondo. Tampoco señalo que sabe lo del octógono. Yo no se lo he mencionado. Debe de estar inusualmente bien informado.
—Quizá se trate de unas instrucciones —digo.
—¿Para qué?
—¿Para encontrar un tesoro?
—¿Un tesoro? —Parece que Peter no me entiende—. ¿Qué tesoro?
—Bueno… ¿La fortuna olvidada y oculta de la dinastía merovingia?
Se echa a reír.
—¿Así que tú eres de los que creen en esas historias de bandidos? ¿De los que creen que alguna vez en la historia hubo personas que de verdad escondían sus fortunas tan bien que todavía no se han encontrado?
—La verdad es que yo no creo nada. Estoy especulando. Como tú.
—Déjame que te diga una cosa: al igual que las teorías históricas sobre conspiraciones de masones y judíos, las leyendas de tesoros deben de ser de las más resistentes y duraderas que hay.
—¿Entonces? Quizás haya algo de verdad en ellas.
—El problema es que presuponen que a una persona increíblemente rica se le ocurriría una idea tan increíblemente estúpida como la de enterrar o esconder una fortuna en vez de entregársela a alguien en quien pudieran confiar. —Sonríe—. ¡Recuerda que la gente rica suele llegar a serlo porque ama el dinero y todo lo que conlleva! Nadie escondería sus riquezas sin comunicárselo a sus más allegados.
—Si alguien pudiera descubrirlo, supongo que seríais vosotros.
Gruñe algo que quizá sea una confirmación.
Yo carraspeo nerviosamente.
—Peter, ¿tu fe es cristiana o judía?
Toma aire con un ruido silbante y esforzado.
—Lo que yo crea —dice en voz baja— no tiene gran importancia. Lo que más me interesa es lo que sé.
Más tarde, una vez vaciada la petaca, al volver hacia el instituto, Peter está a punto de caerse al tropezar con una raíz. Sólo mi rápida intervención evita que ruede por un despeñadero. Murmura unos agradecimientos que o bien van dirigidos a mí o a un Dios cuya llama de la justicia arde en estos precisos instantes en el corazón de Peter.
Nos damos las buenas noches en la recepción.
Estoy borracho y mareado y tengo bastantes náuseas. Antes de hundirme en la cama y dejarme centrifugar por el sueño, me arrodillo ante el inodoro de porcelana blanca (de un modo no muy distinto al de los monjes) y vomito.
Después de tomar el desayuno, tan tarde que con cierta verosimilitud podría ser caracterizado como almuerzo —a base de tostadas, huevos revueltos algo demasiado crudos, yogur de ciruelas y zumo de naranja natural—, dirijo mis pasos hacia la biblioteca. En el anticuado archivo alfabético busco hasta encontrar Varna, que me remite un centímetro más atrás hasta Vaerne, donde encuentro referencias a cuatro libros, y una colección de manuscritos que me cuesta tres cuartos de hora hallar sobre un estante a dos metros del suelo en el almacén del sótano de la biblioteca. El bibliotecario, que parece haber sido formado en una escuela de suboficiales de Uruguay y estar deseando poder recuperar algunos de los trucos que aprendió en la asignatura optativa Tortura Refinada V-IX, saca los manuscritos de la caja y los deja sobre una mesa cubierta de fieltro. Pero inmediatamente me doy cuenta de que no van a servirme de nada: las letras son hebraicas.
Paso la siguiente hora hojeando una obra inglesa sobre órdenes de caballería, en la que hay más de doscientas páginas dedicadas a los hospitalarios de San Juan y tres veces más dedicadas a los templarios. Encuentro una tesis doctoral de 1921 que analiza la fuerza literaria del evangelista Lucas. Según el investigador, el médico Lucas (que probablemente fue compañero de viaje del apóstol Pablo) es lo más cercano que tenemos a un novelista moderno. Lucas escribe con un empuje épico que fue del gusto de sus cultos y sofisticados lectores grecorromanos. En su evangelio, y en los Hechos de los Apóstoles, dibuja una imagen de Jesús como mayestático profeta al modo del Antiguo Testamento. Inspirado por los poetas griegos, lo representa como una figura heroica y semidivina. Eso leo.
Encuentro un tratado de hace sesenta años que versa sobre la exposición de Lucas y Juan sobre la ruptura entre el judaísmo y el incipiente cristianismo. Leo que es Lucas quien crea el concepto de «cristianos» en su relato sobre el surgimiento de la nueva fe en el Imperio romano. Leo sorprendido que el propio Lucas era pagano y que sus lectores eran, ante todo, personas que se preguntaban si sería posible ser cristiano y, a la vez, un feliz ciudadano del Imperio. Tan pragmática no es la disposición de Juan. Más que al resto de los evangelistas, lo que le interesa es el espíritu, la divinidad y la mística celestial. El investigador, que se llama J. K. Schulz y que según la portada nació en 1916, destaca el modo en que Juan deja hablar a Jesús en largos monólogos en los que se declara abiertamente como divino. Juan describe cómo los judeocristianos fueron apartados primero de la sinagoga y después del judaísmo. Pero lo que hay en juego es más que una disputa teológica, según afirma el autor. La lucha entre cristianos y judíos es una lucha por el poder económico y político. En resumen, por el dominio.
Me paso horas metiéndome en los pensamientos de otros, en las interpretaciones de otros. Estoy buscando algo que me ayude a avanzar, a comprender. Pero no sé lo que estoy buscando y tampoco lo encuentro.
Al ver que uno de los ordenadores se queda libre, me apresuro a adelantarme a un investigador judío. El terminal está conectado con la base de datos de la biblioteca y del instituto.
Me conecto con ayuda de un nombre común que está escrito con rotulador sobre la pantalla del ordenador. El método es sencillo: puedo buscar por temas, palabras clave y autores.
Y sus combinaciones.
Para empezar por algún sitio tecleo «reliquia de los secretos sagrados». Salen nueve entradas. La primera es el tratado de papá, Llyleworth y DeWitt. Una ráfaga de orgullo me recorre revoloteando.
Luego encuentro un resumen del mito. Después una serie de referencias cruzadas a Bérenger Sauniére, los rollos del Mar Muerto, Varna, la orden de los hospitalarios de San Juan, el monasterio de la Santa Cruz, Cambises, Rennes-le-Cháteau, el sudario de Turín, Clemente III, Ezequiel, Q, Nag Hammadi y la biblioteca del Instituto Schimmer. El resto de los documentos sobre el mito está sujeto a una clave de acceso.
Hay algo en las referencias que despiertan en mí un turbio y desagradable cosquilleo. Como cuando reconoces en la cola del autobús la cara de quien te hacía la vida imposible en la infancia.
Llamo a uno de los bibliotecarios y le pregunto si conoce la clave con la que acceder a los documentos bloqueados. Me pide que mire hacia otro lado mientras teclea los signos secretos. Luego carraspea. Yo miro la pantalla.
«No autorizado. Se requiere nivel 55», dicen brillantes letras en inglés.
Me recorre un escalofrío.
Camino ensimismado por el largo pasillo que lleva a mi cuarto. La alfombra del pasillo es verde oscura. Mis pasos, silenciosos. Me saco la llave del bolsillo y entro.
Lo veo enseguida.
La pila de páginas de Internet está exactamente donde la dejé. Pero el hilo gris que metí entre dos de las hojas ha desaparecido. El trocito de celo que pegué a la parte superior de la puerta del armario se ha soltado. La cerilla que introduje en el pliegue de la maleta está en el suelo.
No me asusto. Me cabreo. Con ellos. Conmigo mismo, que no me he dado cuenta de que están por todas partes. También aquí. Quizás aquí más que en ningún sitio. Peter Levi puede estar pagado directamente por laSIS, qué se yo. Quizá sea el asistente personal de Michael MacMullin. Quizá Llyleworth esté sentado en una habitación llena de monitores y altavoces, espiándome con la ayuda de sus cámaras de vigilancia y sus micrófonos. Y se está riendo de las mentiras que me cuenta Peter para velar lo que contiene el cofre.
Me vuelvo hacia el techo y amenazo con el puño al poder superior. Por si me está vigilando a través de una lente invisible.
Se han de respetar las costumbres propias. Incluso las costumbres que a uno le cuesta mantener. Me gusta dormir la siesta. Incluso cuando no he comido. Es un modo de desconectar el cerebro.
Apago la luz, corro las cortinas beis y me meto en la cama. Me echo encima la sábana fresca y rígida. Me encojo hasta formar una pelota de piernas, piel y pelo.
Duermo dos horas. Los sueños no me dejan tranquilo. Son rápidos, intimidatorios y turbadores. Me siento rodeado de enemigos que se ríen de mí con desdén. Entre ellos veo al profesor Arntzen y a mamá. A MacMullin y a Llyleworth. A Sigurd Loland y a papá. Cuchichean, insinúan, se ríen. Pero se apartan y desaparecen en la bruma del sueño cuando intento acercarme a ellos.
Al despertar, me siento como si estuviera agujereado.
Como si todo lo que tengo dentro estuviera a punto de derramarse por el suelo. Necesito tres cuartos de hora para que la conciencia vuelva a sí misma.
Cuando aparezco entrada la noche, Peter Levi me está esperando, medio oculto entre las sombras del bar. Sus ojos reflejan la luz de la vela. Alza la copa de coñac en señal de saludo. Lo saludo con la mano.
—No podemos seguir viéndonos de este modo —bromeo, y me siento.
—¿Has encontrado algo interesante hoy?
—¿Y vosotros?
Actúa como si no entendiera.
—Acabo de echarme la siesta —digo.
—¿Tan tarde?
—Duermo cuando tengo sueño, no cuando me lo manda el reloj.
—Pero entonces no vas a poder dormir por la noche —señala, velando por mí.
—No pasa nada. Cuando me muera, no habrá de faltarme el sueño.
Se ríe.
—Ayer dijiste algo que me pareció interesante —digo.
—Bueno, ¡eso espero!
—Algo de que la Biblia era un proceso. Y que hubo quien maquilló las historias.
Me coge bajo el brazo.
—No me gusta hablar de estas cosas aquí dentro. ¡Hay muchos oídos!
—¿No podríamos volver a la arboleda? Allí estoy a gusto.
Vacía su copa de coñac. Sin mediar palabra, nos levantamos y salimos del bar. Tengo la sensación de que cien miradas me arden en la nuca. Pero al volverme, no veo a nadie observándonos.
Pasamos por encima de los adoquines y la plaza asfaltada y nos adentramos en la arboleda. Todo está en silencio. Empiezo a sentirme en casa bajo las copas de los árboles.
—Para entender el hilo de mis pensamientos —dice Peter cuando caminamos ladera arriba—, hay que entender el tiempo que estás estudiando. Supongo que la mayoría tiene una imagen interior de los tiempos de Jesús. Pero está teñida por la versión de la Biblia. Y en el Nuevo Testamento todo gira en torno a Cristo.
—¿Y no era así?
—Jesús vivió en tiempos turbulentos. Y las cosas no mejoraron cuando desapareció. Los evangelios fueron escritos mucho después de que Jesús viviera y muriera. Relataban lo que les había sido relatado a ellos. Reescribieron las fuentes escritas. Pero también ellos, los cronistas, eran hijos de su tiempo. Tocados por sus circunstancias, por el espíritu de su época.
Nos ayudamos a pasar sobre un tronco derribado. Tiene las ramas llenas de hojas satisfechas que parecen seguir creyendo que todo anda bien. Peter se sacude restos de corteza del pantalón antes de seguir adelante.
—Tenemos que ver como punto de partida la sublevación judía —dice—, la caída de Jerusalén y la destrucción del templo. Y el sentimiento que embargaba a los judíos tras la humillación que representó la derrota. Los rebeldes más enconados huyeron al castillo de Masada. Cuando los soldados romanos por fin tomaron el castillo, no encontraron a nadie. A nadie en absoluto. Todos se habían suicidado, mejor eso que someterse a los romanos. Así, Masada llegó a simbolizar el honor judío.
—¿A pesar de que perdieran?
—Sufrieron una derrota, es cierto, pero, de todos modos, una derrota llena de orgullo y arrojo. Eran demasiado pocos, los romanos eran demasiado fuertes. Pero el fracaso de la revuelta sembró la duda tanto entre judíos como cristianos. Necesitaban respuestas. Jerusalén estaba destruida. El templo estaba en ruinas. ¿Dónde estaba su Dios? ¿Qué quería Él? ¿Qué opinaba Él? Al no contar con el templo como lugar de reunión, la vieja casta de sacerdotes perdió la base de su poder.
—Pero alguien estaría preparado.
—Desde luego. Los fariseos, es decir, los rabinos. Ellos llenaron el vacío que dejaron los sacerdotes. Fueron los rabinos quienes condujeron al judaísmo por su dirección actual.
—¿Y los cristianos?
—Los nuevos cristianos seguían perteneciendo al judaísmo. Y estaban aún más aturdidos, si cabe. ¿Dónde estaba el reino de Dios que les habían prometido? ¿Dónde estaba el Mesías? Ésas eran las preguntas que intentó responder Marcos. Redactó su evangelio en el año setenta. Cuarenta años después de la crucifixión de Jesús. Fue él quien escribió el primer evangelio, aunque esté colocado el segundo en el Nuevo Testamento. Pero cuando lo hizo, habían pasado ya cuarenta años de la muerte de Jesús. Eso es mucho tiempo.
Nos detenemos. Peter enciende un cigarrillo, lo gira hacia sí y contempla la brasa al tiempo que dibuja círculos en la oscuridad.
—Durante aquellos años, la historia de Jesús era transmitida en forma de narraciones orales e himnos —continúa—. En las pequeñas comunidades cristianas se relataba, a la luz de las hogueras y las chimeneas, lo que se les había relatado a ellos. Algunos alteraban un poquito las historias. Quitaban algo, añadían algo. Contaban las parábolas y los milagros de Jesús. Repetían sus palabras y sus acciones. Lo que compartían eran recuerdos, pero coloreados de esperanzas y sueños, de anhelos históricos del pasado. Hechos fundidos con leyendas, mitos e himnos.
En algún sitio a no mucha distancia, comienza a funcionar el generador eléctrico del sistema de riego.
—Muchos investigadores piensan que Marcos escribía desde Roma; otros, que desde Alejandría o Siria. Pero todos están de acuerdo en que tanto Marcos como sus lectores estaban en el exilio, fuera de su patria, que hablaban griego y que, por lo tanto, no conocían bien las costumbres judías.
—¿Eran casi como extraños?
Asiente, pensativo.
—En cierto modo. Esas personas estaban buscando sus raíces. El evangelio de Marcos fue escrito justo después del fracaso de la revuelta. ¡Imagínate su estado de ánimo! Estaban desesperados. ¡Indignados! Necesitaban volver a creer, necesitaban esperanza. Muchos de ellos habían sentido el abuso de los romanos en su propio cuerpo.
Una agradable brisa recorre la arboleda. Arrastra consigo vagos aromas que durante un momento enmascaran el olor a tabaco perfumado.
—De acuerdo con el espíritu de sus tiempos, dibujó una imagen de Dios misteriosa, divina. En Marcos, Jesús no es un revolucionario; en cambio, para muchos lo fue hasta la revuelta. Jesús tenía una dimensión más profunda. Una cualidad que ha generado lo que los historiadores de la religión llaman el misterio del Mesías.
—¿Qué quieres decir?
—La gente debe intuir, pero no comprender quién es. Envuelve su identidad en niebla. Sólo Jesús sabe lo que Jesús tiene que hacer. Su misión en la Tierra no es la de obrar milagros. En aquel tiempo los milagros no eran más que lo que hacía cualquier hombre sabio. Pero sólo Jesús sabía que era el hijo de Dios. Llegó a la Tierra para sufrir y morir. Para salvar a la humanidad.
—No es poca cosa.
Peter sostiene el cigarrillo entre las puntas de los dedos e inhala el humo con los ojos medio cerrados. Abajo, en el instituto, veo que en una habitación se enciende la luz y en otra se apaga. Intuyo una sombra tras una cortina. Peter saca su petaca y me la tiende. La ha rellenado. Bebo un trago de coñac y se la devuelvo. El mira hacia el frente, bebe un poco, me la pasa de nuevo y dice:
—Mateo tenía un círculo de lectores completamente distinto al de Marcos. Mateo era un judío cristiano que escribió su evangelio quince años más tarde. Había leído a Marcos e incluyó la mayor parte en su texto. Los lectores de Mateo son judíos y cristianos de su tiempo. Han huido a pueblos del norte de Galilea y el sur de Siria. También allí los rabinos se han hecho con gran parte del poder. Los cristianos son una minoría. Para Mateo es importante destacar que Jesús es tan judío como cualquiera. No es una casualidad que abra con la tabla genealógica de Jesús, que se remonta hasta Abraham. Aunque es una paradoja que sea la línea de José la que sigue, ya que no se considera que José sea padre de Jesús.
Nos reímos quedamente.
—Mateo intenta crear una imagen de Jesús al modo de Moisés. En su obra, Jesús habla a su pueblo desde una montaña, como Moisés, y se le atribuyen cinco sermones como ése, que se corresponden con los cinco libros de Moisés. Yo diría que Mateo quería que sus lectores creyeran que Jesús era aún más grandioso que Moisés. Si los fariseos destacan tanto en Mateo, se debe a que son precisamente los fariseos quienes indignan a sus lectores. Tras la revuelta, su poder creció. Los fariseos y los cristianos se estaban disputando la evolución del judaísmo.
Peter hace una breve pausa y suspira. Mira su cigarrillo, aplasta la brasa entre las yemas de los dedos y tira la colilla.
—Fue otra insurrección la que, de una vez por todas, separó a judíos y cristianos —prosigue—. Sesenta años después de Masada, otro popular revolucionario judío, Bar-Kochba, lideró una nueva revuelta contra los romanos. Se decía descendiente del rey David y se llamaba a sí mismo Mesías. Los judíos empezaron de nuevo a moverse. ¿Era él a quien habían estado esperando? ¿Había llegado por fin su Salvador? Fueron muchos los que se reunieron en torno al nuevo héroe. Pero no los cristianos. Ellos ya tenían su Mesías. Bar-Kochba condujo a sus partidarios a unas cuevas no muy alejadas de Masada. Los romanos encontraron el escondite y lo sitiaron. Algunos de los judíos se rindieron. Otros murieron de hambre. En la cueva de los Horrores, los arqueólogos han encontrado recientemente cuarenta esqueletos de mujeres, niños y hombres. En la cueva de las Cartas se encontraron cartas de Bar-Kochba que muestran que aún tenía la esperanza de poder aguantar. Eso no fue lo que ocurrió. Con Bar-Kochba murió también la fe de los judíos en la llegada de un nuevo Mesías.
—¿Y los cristianos?
—Seguían aguardando que volviera Jesús, tal y como había prometido.
—Pero ¿no pasó nada?
—Nada de nada. Tanto entre cristianos como entre judíos, la esperanza del Reino de Dios se tornó más abstracta, más espiritual y menos concreta. Se puede decir que el cristianismo tiene dos fundadores: Jesús, con su enseñanza cálida y, en realidad, sencilla. Después el apóstol Pablo, que transformó a Jesús en una figura divina y mitológica y añadió a su doctrina abstractas dimensiones religiosas y espirituales.
—Pero si Jesús no era más que una figura política, desaparece el fundamento del cristianismo.
—Y una de las vigas maestras de la herencia cultural de la civilización occidental.
Con ese tipo de pensamientos nos quedamos contemplando la oscuridad.
Algo empieza a pitar. Al principio no entiendo qué es ese sonido. Pero proviene de Peter.
—Es el busca. —Sonríe a modo de excusa. Lo saca de un bolsillo rebelde y entrecierra los ojos para leer el mensaje sobre la pequeña pantalla—. Hace frío —dice—. ¿Volvemos? Nos da tiempo a beber algo caliente antes de que cierren.
Con la mirada fija sobre el oscuro sendero, bajamos con cuidado hacia el instituto.
—¿Crees que será algo así lo que podría revelar el manuscrito del cofre? ¿Algo que puede poner la figura de Jesús bajo otra luz? —inquiero.
—No es una suposición nada inverosímil.
—Me pregunto qué será.
—En eso —dice riéndose— creo que no estás sólo.
La recepción está caliente y acogedora, llena de ruidos. Música y voces de la Cámara de Estudiantes. Un teléfono suena impaciente. Tras el mostrador, una alarma pita decididamente por lo bajo.
Peter me mete en el bar y me encarga que pida mientras él se ocupa de algo imprescindible.
—La vejiga —susurra arqueando las cejas.
Acaban de servir el café y el té cuando vuelve. Su cara tiene un gesto extraño.
—¿Ocurre algo? —pregunto.
—Nada de nada.
Me lanzo sin rodeos:
—Peter… ¿Conoces laSIS de Londres?
—Por supuesto.
Que lo admita me sorprende. Pensaba que seguiría haciéndose el ignorante.
—¿Por qué lo preguntas?
—¿Qué sabes de ellos?
Arquea las cejas.
—¿Qué quieres saber? Financian gran parte de nuestra investigación. Colaboramos estrechamente en varios proyectos.
—¿Estoy yo implicado en alguno de ellos?
—No sabía que estuvieras siendo investigado.
—Al menos soy objeto de atención.
—¿Por parte de laSIS?
—Desde luego.
—Qué curioso. Van a organizar una conferencia aquí el fin de semana. Nuevos conocimientos sobre etimología etrusca.
—Qué curioso —repito.
—¿Por qué están interesados en ti?
—Eso ya lo sabes, hombre. Están buscando el cofre.
—Ah, ya. —No dice nada más.
—Y empiezo a entender por qué.
—¿Has contemplado la posibilidad de que puedan tener legítimo derecho a reclamarlo?
Lo he estado esperando. La señal que mostrara que también Peter es más que un casual satélite en órbita en torno a mi existencia.
—Quizá… —concedo.
—Supongo que lo único que pretenden es estudiar lo que hay dentro del cofre.
—Seguro.
—Pareces escéptico.
—Están intentando engañarme. Todos. Tú también, supongo.
Los labios se le retuercen en una sonrisa.
—¿Así que esto es un asunto personal?
—Un asunto personal en grado sumo.
El camarero que nos ha traído el café y el té se nos acerca con una nota que le entrega discretamente a Peter. Él le echa una mirada y se la mete en el bolsillo.
—¿Está pasando algo? —pregunto.
Él mira la copa sin pestañear.
—Eres duro de pelar, Bjørn Beltø. —El tono parece de admiración. Y por primera vez casi consigue pronunciar correctamente mi nombre.
—No eres el primero que me lo dice —apostillo.
—¡Me caes bien!
Al acabar la copa, los ojos se le han vuelto pacíficos y distantes. Después me sorprende al levantarse y desearme buenas noches. Había pensado que se quedaría para interrogarme. O para ofrecerme dinero. O quizá para amenazarme veladamente. En su lugar me da la mano y me la estrecha con fuerza.
Al irse, me quedo bebiendo el té tibio mientras contemplo a las personas de mi alrededor; un bullicio tenue, rodeado de humo y risas.
A veces parece que todos los demás no son más que extras en tu vida, contratados para estar todo el rato donde estés tú, pero sin pedirte cuentas, y que las casas y los paisajes son decorados construidos a toda prisa para perfeccionar una ilusión.
El té tiene en mí un efecto extremadamente diurético. Tras dos tazas me veo obligado a atravesar el montón de gente, pasar la salida de emergencia e ir al servicio de caballeros, que está limpio como una patena y huele a antiséptico. Intento evitar verme en el espejo mientras hago pis.
Supongo que es pura suerte. Al volver a salir vislumbro, a través de la multitud de brazos y cabezas, al camarero conversando con tres hombres. Me quedo completamente quieto. Si alguien me hubiera mirado, habría creído que me había convertido en una columna de sal. Completamente blanco y completamente inmóvil.
A través de la gente veo a Peter. Veo a King Kong. Y veo a mi viejo y buen amigo Michael MacMullin.
Ante la entrada principal encuentro un soporte con modernas bicicletas de montaña, que se usan entre los edificios del complejo. No tienen candado. Están para cogerlas prestadas. ¿A quién se le ocurriría robar una bicicleta en el desierto?
La luna brilla. A mi alrededor todo es oscuro e infinito. Intuyo las montañas en la lejanía, pero no con los ojos, intuyo una curvatura en la oscuridad. Todo es grande, llano y negro. Tengo la impresión de que avanzo sobre puro aire. Mi atención alterna entre el cielo que forma cúpulas sobre mí y la proyección del faro de la bicicleta que, temblorosamente, se arrastra por el asfalto.
Tengo frío. Tengo miedo. Así es como debe de sentirse el astronauta cuando, flotando, se aleja cada vez más de su nave espacial.
No hay ningún ruido. No hay coyotes ladrando ni lejanos silbatos de tren ni grillos cantando. Todo lo que oigo dentro de esta cúpula de silencio es el sonido de la bicicleta.
La noche no tiene fin. La luz de la luna es plana y fría. En la tenebrosa oscuridad, la luz del faro de la bicicleta se va comiendo la línea central metro por metro.
Hacia el amanecer, una raya amarilla se desliza a lo largo del horizonte. He intentado pedalear hasta empezar a sudar, pero los dientes me siguen castañeteando de frío.
Me paro junto a una piedra rojo óxido, sin aliento y tiritando. Me quedo sentado sobre el duro sillín de la bicicleta, disfrutando de la aurora.
Cuando tenía ocho años, papá y Trygve me llevaron por primera vez a una sauna. Habíamos hecho una larga excursión esquiando con un frío intenso, y, cuando me propusieron entrar en la sauna, fue como si me invitaran a participar en los rituales secretos de los adultos.
Me pasé los primeros minutos sentado firme, buscando el aire. Luego papá vertió un cazo de agua sobre las piedras incandescentes de la estufa.
En el desierto no hay ninguna puerta de madera por la que huir.
El calor me rodea como una toalla empapada en agua hirviendo. El aire está cargado y denso. El calor se me ciñe al cuerpo. Me duele respirar. Los rayos de sol me taladran y aprisionan.
Pedaleo con movimientos mecánicos. Cada pedalada es una superación. De pronto descubro que me he bajado de la bicicleta y que la empujo con la mano.
El aire vibra. El calor es una pared de goma pegajosa.
Oigo el coche mucho antes de que aparezca. Por eso me da tiempo a salir de la carretera y a esconderme en una zanja. Algunos minutos más tarde pasa a toda velocidad.
Un Mercedes con cristales tintados.
Por si acaso, y para reunir fuerzas, me quedo tirado en la zanja. Alguna vez hubo allí un arroyo. De eso hace mucho tiempo. Debió de ser en la Antigüedad.
Tengo sed. No he cogido nada para beber. No hacía mucho calor cuando me he escapado. Creía que me costaría unas cuatro horas llegar desde el complejo hasta la civilización. Cuatro o cinco horas podría apañármelas sin agua. Eso pensaba. Si es que a eso se le puede llamar pensar.
En el lecho seco del arroyo la pizarra y la arena rojiza se distribuyen en capas irregulares. El surco se extiende hacia un peine de montañas violetas y lejanas. Justo delante de mis ojos corre un insecto de largas patas. Tiene el aspecto de una mutación radiactiva entre un abejorro y una araña. Así que hay alguien que vive por aquí.
El sol me rasguña la cara y las manos y me presiona con impaciencia los hombros. Los rayos de sol pesan varios kilos. Si no hubiera tenido la boca tan seca, habría escupido sobre una piedra para ver si el agua se evaporaba.
Empujo la bicicleta de vuelta a la carretera. Tras apenas unos minutos empiezan a subirme llamaradas por la espalda. Durante un trecho pruebo a caminar de lado guiando la bicicleta. El asfalto está hirviendo. Voy pisando pegamento. Sobre la carretera vibra la bruma. El corazón me martillea. El sudor de la frente se me mete en los ojos. Lentamente el aire va perdiendo oxígeno. Me cuesta respirar, he de concentrarme para no hiperventilarme. A través de la película de lágrimas voy buscando un arroyo, una fuente, algo que dé sombra. El calor me comprime. Los ojos me hormiguean en negro. La franja de la visión se estrecha. Como cuando miras mal a través de unos prismáticos. Pero la sed todavía no me ha llevado a la locura. ¡Si por lo menos se me hubiera concedido una alucinación, una fata morgana, un colorido oasis del pato Donald! Pero todo lo que veo es un yermo mar de piedras, calor y montañas lejanas.
Arrodillado sobre unas rocas junto al borde de una hondonada, que en algún momento pudo ser una fuente de agua, vuelvo en mí. La bicicleta ha desaparecido.
Me levanto a duras penas y me quedo tambaleándome y buscando el camino, la bicicleta, algo en lo que pueda fijar la mirada. Tengo la lengua encajada en la garganta, hace ruidos secos y chasqueantes. Mi cabeza está a punto de reventar. Estoy mareado. Tengo náuseas. Pero no sale nada. Me caigo de rodillas y jadeo. Miro hacia arriba. El sol arde en blanco.
Después, ya no recuerdo más.