4

OMISIONES, MENTIRAS Y RECUERDOS

Fue el verano que murió papá.

En torno a la cicatriz de terrenos talados y líneas de alta tensión, se extendía el bosque viejo como por rabia. Ahora hace veinte años. Pero cuando cierro los ojos, todavía puedo recrear las imágenes y los ambientes de aquellas vacaciones de verano. Bolsillos de cobijo en mi arboleda privada de recuerdos. El largo viaje en coche… El cielo sobre nosotros que estaba translúcido. La radio en una frecuencia que parpadeaba. Yo dormitaba mareado por el coche en el asiento trasero y oteaba a través de la ventana medio abierta. En el arcén, nubes de jejenes flotaban sobre la hierba amarilla y alta. El calor estaba denso por los aromas. Fríos lagos relumbraban como pedazos de espejos rotos entre los troncos de los árboles. Recuerdo una barraca de troncos carcomida que estaba siendo degustada por el musgo y la podredumbre. Una bolsa de plástico casi vacía, con publicidad de café Ali, colgaba de una rama. Una cubierta de coche tirada. Enormes bloques de peñascos. En el costado de la loma borboteaban riachuelos que desaparecían en tuberías grises de hormigón. Pasamos junto a lagunas cercadas por el boscaje. Yo me tragaba las náuseas. Mamá me acariciaba la frente. Papá iba al volante, silencioso y distante; Trygve Arntzen, a su lado, eufórico y berreante, con los pies sobre el salpicadero. Huellas fangosas de ruedas, dejadas por la maquinaria de construcción, cruzaban el camino del bosque. Granjas con las ventanas selladas con tablones y los patios asalvajados. Túmulos del pasado. En uno de los patios había un viejo sentado sobre el tronco de la leña, estaba tallando madera. Como un trasgo dejado de la mano de Dios, o como un viejo tío petrificado en el tiempo. No levantó la vista. Quizá no existiera.

La vereda subía serpenteando prado arriba desde el aparcamiento. Había oscuridad entre los árboles. En la penumbra, las raíces que asomaban semejaban serpientes fosilizadas. El musgo húmedo florecía sobre los troncos. Papá estaba silencioso. Mamá canturreaba. Trygve caminaba un poco por detrás de ella, yo iba el último. Debíamos de parecer cuatro sherpas desorientados. El aire de la montaña nos pasaba por encima, fresco y crudo.

—¡Bjørnillo!

Distante y cálida, la voz de mamá se me colaba en el sueño. Como una caricia.

—¿Bjørn? ¡Mi niño!

Incluso a través de la lona de la tienda, me deslumbraba el sol. Eran casi las nueve. Busqué a Trygve, compartía tienda con él. Su saco de dormir estaba vacío; desinflado, medio vuelto del revés, como una piel de serpiente abandonada. Ahogado por el sueño, me hundí en la húmeda oscuridad de mi propio saco de dormir.

—¡Principito! ¡Bjørn!

Con un ruido suave, mamá abrió la cremallera e introdujo la cabeza en la tienda. Una cara de ángel rodeada de pelo revoloteante.

—¡Deeeeesaaaayuuuunoooo! —cantó.

Empezó a tirar del saco de dormir. Yo luchaba en contra. De forma contenida. En los últimos tiempos había empezado a despertarme erecto, pero difícilmente podía contarle eso a mamá.

El desayuno estaba dispuesto en platos de cartón sobre una manta extendida entre las tiendas. Rebanadas de pan cortadas toscamente con la navaja. Mantequilla. Salami. Embutido de cordero. Mermelada de frambuesa. Huevos y beicon muy fritos en el hornillo.

Trygve me golpeó el hombro con camaradería. Hacía algunos días que no se afeitaba.

A mamá no le gustaba que papá escalara. Papá y Trygve habían comprobado el sistema de seguridad delante de ella. Cuerda, empotras, cintas, mosquetones y ochos. Pero no sirvió de nada. Ella tenía miedo de que pasara algo.

Después de desayunar, mamá y yo nos encaminamos al lago para bañarnos. El agua estaba oscura y brillante. Le pregunté si creía que había sanguijuelas en el abismo. Ella creía que no. Cuando nos metimos, sentimos el agua tibia. A nuestro alrededor flotaban los nenúfares. Como en una laguna de trols. Nadamos hasta unos peñascos y nos encaramamos a ellos. Mamá cerró los ojos y cruzó las manos detrás de la cabeza. Dentro del bosque un pájaro echó a volar, pero no se veía. Con la mirada perezosa, seguía las gotas de agua que caían por el cuerpo de mamá. Moviéndose a tirones, como gotas de lluvia sobre un cristal, se deslizaban sobre su piel y goteaban sobre la montaña, donde pasaban mucho rato evaporándose hasta volver a casa.

También esto es un momento:

Había pescado dos peces y estaba muy contento conmigo mismo, fui silbando todo el camino de vuelta al campamento. Llevaba la caña de pescar al hombro y los peces en una bolsa de plástico, olían mal.

No había nadie allí cuando llegué.

Coloqué la caña junto a un árbol y colgué la bolsa de una rama quebrada para que los gatos salvajes o los osos pardos no cogieran los peces.

Entonces:

La voz de mamá, a través de la lona de la tienda: «¡Tontorrón!».

Pegué un respingo. A mi alrededor, el bosque estaba en silencio. Me transformé en un espíritu que deambulaba invisible, inaudible, en torno a la tienda.

Su voz no era tal y como yo la conocía. Había adquirido algo extraño. Algo repulsivo. Que no estaba pensado para mis oídos.

Tierna, suave, llena de una humedad pegajosa.

Susurros profundos, risueños, desde un saco de dormir. Me quedé completamente quieto en la hierba, escuchando.

Mamá (como un suspiro, casi inaudible): «Eres tan gustoso».

Silencio.

Mamá: «Oye. Ahora no».

Risa burlona.

Mamá (juguetona): «¡No!».

Silencio.

Mamá: «Oye, pueden volver en cualquier momento».

Movimientos.

Mamá (arrullando): «¡Ooooyee!».

Un animal salvaje gruñía desde el fondo del saco.

Mamá (riéndose por lo bajo): «¡Estás completamente loco!».

Pausa.

Gruñidos.

Silencio repleto de sonidos. El viento en los árboles. El lejano bramido del río. Los pájaros.

Mi voz, débil, enclenque: «¿Mamá?».

Durante largo rato hubo silencio.

Después sonó la cremallera de la tienda. Trygve salió a gatas y miró a su alrededor. Cuando me vio, se enderezó muerto de sueño y bostezó.

—¿Ya has vuelto?

—He pescado dos peces. ¿Está mamá aquí?

—¿Dos? ¡Vaya! ¿Son grandes?

Descolgué la bolsa de plástico del árbol y se los enseñé.

—¿Está mamá aquí?

—Justo ahora no. ¿Quieres que vayamos a limpiarlos?

Me cogió de la mano. Nunca antes lo había hecho. Yo vacilé.

—¿No quieres que vayamos a limpiarlos? —me preguntó con impaciencia, y me llevó a rastras.

Así que nos fuimos a limpiarlos. No tardamos mucho. Cuando volvimos, mamá estaba sentada sobre la gran piedra tomando el sol. Le sonrió a Trygve, con un poco de disculpa, con burla. Le pareció que los peces tenían un aspecto delicioso y prometió asarlos para la cena.

Cuando se piensa hacia atrás, es de los pequeños episodios de los que más cuesta desembarazarse. Mientras que todo aquello de lo que uno cree que va a recordar hasta el último detalle pasa huidizamente por la memoria.

Una mañana muy temprano, acompañé a papá de caza. Me despertó a las cuatro y media. Ni mamá ni Trygve querían ir. Pero Trygve me guiñó risueñamente un ojo cuando me vestía. Estaba bien despierto, listo para levantarse y talar una docena de árboles con su pequeña hacha de scout.

El sol brillaba pálido. De la tierra salía un vapor frío. En el fondo del valle, junto al gran lago, la niebla extendía largas lenguas que se adentraban por el bosque. Yo tiritaba. El frío del sueño me hacía estremecer. El cansancio se me acumulaba como algodón mojado al fondo de los ojos.

Encerrados en nuestros propios pensamientos, papá y yo ascendimos a lo largo del río y pasamos por delante de los peñascos en los que acostumbraban a escalar. Del río salía un rebufo gélido. Papá llevaba su Winchester al hombro. Los cartuchos pesaban en los bolsillos de mi anorak y se rozaban los unos contra los otros como los cantos rodados del cauce de un río.

El bosque estaba salvaje e intransitable. Troncos de árboles caídos, barrancos, pendientes con brezo, el cielo como un espejo lleno de vaho sobre las coronas de los abetos. La tierra pantanosa y los arroyos gorgoteaban bajo nuestras suelas. El musgo empapado y el agua podrida olían a rancio. Tocones astillados, raíces volcadas, helechos en los claros de sol. Más arriba, en el collado, canturreaba un pájaro. El mismo tono una y otra vez. ¿Cómo conseguía no volverse loco? La luz era azul brillante y casi se podía tocar.

En la linde de un terreno de árboles talados ya repoblado, junto a un abeto derribado por una tormenta hacía mucho tiempo, papá se detuvo y miró a su alrededor. Asintió con la cabeza. Chasqueó la lengua. Hizo seña de que nos sentáramos. Le di un puñado de cartuchos. Él cargó el arma. Esperaba encontrar un zorro rojo. Quería tener un zorro disecado en la entrada. Uno que pudiera señalar cuando tuviéramos invitados para decir desenfadadamente: «Lo cacé este mismo verano. En los caminos de las profundidades de los valles».

Nos quedamos tumbados en silencio mirando el terreno talado. Olía a hojarasca, a hierba y a tierra pantanosa. Los pájaros cantaban y silbaban al abrigo de la vegetación. Pero todavía era temprano, y el canturreo sonaba a media voz y como obligado. No era fácil permanecer quieto. Cada vez que bostezaba, papá me mandaba callar. Me arrepentía de haber ido. Era mamá la que se había empeñado en mandarme con él.

Yo lo vi primero. Salió majestuoso del boscaje, al otro lado del terreno talado. Temamos el viento en contra, así que no nos percibió. Un magnífico ciervo coronado.

Lenta y graciosamente entró en el claro. Mordisqueó las hojas de un pequeño abedul y oteó el paisaje con gesto de propietario. Tenía la piel rojiza y resplandeciente, como el bronce. Los picos de la cornamenta dibujaban una corona.

Miré a papá. Él negó con la cabeza.

Se nos acercó más aún. Papá y yo casi no nos atrevíamos a respirar. Nos habíamos hundido completamente detrás del tronco.

De pronto el animal giró la cabeza.

Dio un paso hacia atrás.

Se volvió.

Entonces se oyó el disparo.

Yo giré bruscamente la cabeza. El Winchester de papá estaba apoyado sobre el tronco entre nosotros.

Se llevó el índice a los labios.

El venado cayó de rodillas e intentó arrastrarse hasta algún cobijo. El siguiente disparo lo derribó. Se desplomó de costado. Durante algunos segundos terroríficos estuvo pataleando y temblando.

De algún sitio del claro emergió un grito de triunfo. Y otro más.

Estuve a punto de levantarme, pero papá me retuvo.

Eran dos. Cazadores furtivos, según me explicó papá más tarde. Uno de ellos sacó una petaca de bolsillo, le pegó unos tragos y se la pasó a su compañero. Llevaba un largo cuchillo en una funda sobre el muslo. Desenvainó el cuchillo y eructó. Mientras el compañero sostenía el vaso de plástico de un termo debajo del cuello del animal, él le hizo un tajo en la artería. Llenaron el vaso de sangre y la mezclaron con el aguardiente de la botella.

Y bebieron.

Agarraron las patas delanteras y pusieron al ciervo boca arriba. En un único y largo movimiento, uno de los hombres le abrió el vientre. Con un sonido repugnante, gorgoteante, echó los intestinos sobre la tierra, metro tras metro de intestinos azul acero que echaban vapor. Luego siguieron el resto de las vísceras. El hedor nos llegaba por oleadas a papá y a mí.

Los dos se sentaron en cuclillas. Encontraron lo que estaban buscando. El corazón caliente. El hombre del cuchillo tenía la lengua en la comisura de los labios y entrecerraba los ojos mientras cortaba el corazón en dos. Como si estuviera practicando cirugía cardiovascular avanzada, en medio del más negro de los montes. Le dio al compañero una de las mitades.

Luego se entregaron a comer.

Me estaba mareando. Los oía masticar. La sangre les corría por la barbilla.

Papá me sujetó mientras vomitaba silenciosamente.

Descuartizaron el animal y arrastraron el cuerpo a través del claro, al tiempo que cantaban y berreaban. Cuando papá y yo nos incorporamos, la cabeza del venado estaba abandonada sobre la tierra, mirándonos.

Las moscas ya habían empezado a exigir sus derechos sobre los restos. En el bosque se oía una bandada de cuervos.

Hay quienes creen que te vuelves vegetariano para hacerte el interesante. Quizás haya algo de verdad en eso, pero muchos de nosotros nunca hemos tenido elección. Nos hemos visto empujados a ello. Por la barbarie de la sangre.

Grethe no está en casa.

Casi no esperaba otra cosa. De todos modos, me he pasado unos cinco minutos en la calle acariciando su timbre, con la esperanza de que su telefonillo de pronto se pusiera a jadear o de que ella apareciera, girando la esquina, con un sorprendido «¡Hola, Bjørnillo!» y una bolsa de plástico del Rema 1000.

El tranvía de Frogner pasa traqueteando, con el jaleo de una carga de chatarra, cosa que no está tan lejos de la realidad. Sobre mí, en el baldaquín de granito, retozan un sátiro y una ninfa. La imagen recuerda a Diane y a mí.

El día de ayer casi está sacado de una película que apenas recuerdas. Un poco como un sueño. Intento recrear la atropellada huida a Heathrow, el vuelo a casa, el viaje a bordo de Bola desde el aeropuerto de Gardermoen hasta la casa de campo de la abuela, junto al fiordo. Pero no consigo atrapar bien las imágenes.

Llegamos a la casa de campo temprano por la noche. El mar estaba apacible. En mi cuarto de la azotea, entre los libros de Hardy, las revistas y las ediciones destrozadas de Lo Mejor de 1969, en el olor de polvo calentado por el sol, nos amamos intensamente y con la dulzura del verano. Avanzada la noche Diane sacó sus cintas de seda y quiso que la atara y que volviéramos a hacerlo. Un poco más duro. Así estuvimos un rato. Al final solté a Diane y dejé las cintas colgando de los cuatro postes de la cama.

En medio de la noche me despertó su llanto. Le pregunté qué ocurría, pero dijo que no era nada. Pasé la noche escuchando su respiración en la oscuridad.

Una mujer mayor que avanza con dificultad por la acera ha fijado su mirada en mí. Se para y suelta sus bolsas.

—¿Sí? —me dice a la cara. Con voz alta y desafiante.

Como si fuera la dueña del edificio. Y de la acera. Y de grandes partes del centro de Oslo. Y como si se hubiera dejado el audífono.

—Estoy buscando a Grethe Lid Woien —respondo. Igual de alto. Tal y como hablan a los viejos y retrasados las personas desconsideradas.

—¿La señora Woien? —pregunta. Como si Grethe hubiera sido alguna vez la señora de alguien. Su voz se suaviza—. No está en casa. Vinieron a buscarla.

—¿Quién vino a buscarla?

La pregunta sale un poco demasiado rápido, un poco demasiado cortante. Ella me mira asustada.

—¿Quién es usted en realidad? —inquiere.

—¡Un amigo!

—¡La ambulancia!

Grethe está incorporada en la cama. El periódico Aftenposten está extendido sobre el edredón.

—¡Bjørnillo!

La voz es débil. Su rostro parece un cráneo vestido con algo de piel de más. Las manos le tiemblan tanto que el papel del periódico cruje. El sonido recuerda al de la hojarasca seca en el viento de una mañana temprana de noviembre.

—He intentado llamarte desde Londres. Varias veces —le digo.

—No estaba en casa.

—No sabía que estabas ingresada.

—Sólo unos días. Soy de cuero recio. No quería molestarte con esto.

—¡Por favor!

—No tiene mucha importancia. ¿Qué tal te ha ido en Londres?

—Todo es bastante confuso.

—¿Qué has sacado en claro?

—Que sé menos de lo que sabía cuando me marché.

Se ríe calladamente.

—Eso es lo que pasa con el conocimiento.

Me siento en el borde la cama y le cojo la mano.

—Tienes que contarme una cosa —digo.

—Pregunta, mi niño.

—¿Quién es Michael MacMullin?

—Michael MacMullin…

—¿Y Charles DeWitt?

Los párpados se le cierran lentamente, su interior se convierte en una pantalla para sus recuerdos.

—Michael… —Se contiene, pasa algo con su voz—. ¡Un buen amigo muy cercano! Era mi superior cuando estuve de lectora invitada en Oxford. Bueno… —Su rostro adquiere un aire socarrón—. Más que un superior. Mucho más. Un hombre sabio y bueno. Si todo hubiera sido distinto, quizás él y yo habríamos podido… —Abre los ojos y aleja la idea—. Hemos mantenido el contacto a lo largo de los años.

—¿Y DeWitt?

—Charles DeWitt. Amigo y colega de tu padre. Escribió el tratado junto con él y Llyleworth. Un dulce inglesito, un tipo curioso, casado con un rallador de mujer. Murió. En Sudán. Se le gangrenó una herida.

—¿Y todo eso ya lo sabías?

—Claro. Eran mis amigos.

—Pero no me contaste nada.

Me mira sorprendida.

—¿Qué quieres decir? ¿Acaso me lo preguntaste? ¿Por qué es importante?

Le aprieto ligeramente la mano.

—Tengo aún otra pregunta. —Vacilo porque sé lo descabellado que puede sonar—. ¿Podrían haberlos matado?

Grethe reacciona de un modo muy natural: con asombro.

—¿Podría haber matado quién a quién?

—¿Podría alguien haber matado a DeWitt?

—¿Qué estás diciendo? —Me mira inquisitivamente—. ¿Quién haría algo tan horroroso?

—¿MacMullin?

—¿Michael?

—¿Porque DeWitt sabía demasiado? ¿O porque se enteró de algo de lo que no debería haberse enterado?

Se ríe de modo cortante.

—¡Anda, que sí! Eso es impensable.

—¿O algún otro? Alguien de laSIS. ¿Llyleworth? No sé. Alguien…

Se ríe para sus adentros.

—¡Tú has leído demasiados libros, Bjørnillo!

—Pasó algo. En mil novecientos setenta y tres. En Oxford.

Se pone rígida. Hay algo que no quiere soltar.

—¿Qué fue, Grethe? ¿Qué es lo que averiguaron? Algo relacionado con el cofre. ¿Qué fue?

Suspira profundamente.

—Si se me hubiera pasado por la cabeza… Se vieron envueltos en algo, Bjørnillo. Pero no sé ni si ellos mismos lo entendieron.

—¿Quiénes?

—Tu padre. DeWitt. Y Llyleworth.

—Dos de ellos murieron.

—También a mí iban a iniciarme.

—¿Pero?

Se vuelve hacia la ventana. No me mira cuando dice:

—Me quedé embarazada.

El silencio se hincha.

—Un descuido —añade—. Cosas que pasan.

—Yo… —comienzo, pero no sé cómo seguir.

—Hace ya mucho tiempo.

—¿Qué ocurrió luego?

—Los últimos meses me marché. Tuve el bebé. En Birmingham. No lo sabe nadie, Bjørnillo. Nadie.

Yo callo.

—No podía tenerlo conmigo —dice.

—Comprendo.

—¿Sí? No lo creo. Pero así era.

—¿Has mantenido algún tipo de contacto con…?

—¡Nunca!

—Pero ¿cómo…?

Alza la mano. La cara vuelta hacia otro lado.

—¡No quiero hablar de eso!

—No es importante. Quiero decir… no para mí. No ahora.

—¿Sigues teniendo el cofre?

—A buen recaudo.

—Buen recaudo… —murmura, mastica y saborea las palabras.

—Grethe, ¿qué hay en el cofre?

—No lo sé. —Suena a disculpa.

—Pero ¿qué sabes? ¿Es el manuscrito Q? ¿O es algo completamente distinto?

Se recuesta a medias en la cama. Es como si estuviera intentando sacudirse de encima la enfermedad, la debilidad, la decrepitud. El esfuerzo le entrecorta la respiración. Me mira con los ojos llenos de obstinado entusiasmo.

—¿Sabías que hay quien cree que las ramas más antiguas de la aristocracia francesa y británica son descendientes de tribus precristianas que fueron expulsadas de Oriente Medio?

—Saber, saber.

—¿Y que algunas de las familias reales actuales descienden de nuestros antepasados bíblicos?

—Puede que haya oído alguna especulación al respecto —respondo con vaguedad. Me pregunto si los médicos le estarán administrando algún medicamento fuerte.

—Pero qué sé yo… —se dice a sí misma, como si se le hubiera contagiado mi incredulidad—. Tendrá un derecho a adivinar, ¿no? A deducir. A razonar.

A través de la puerta oigo a un niño pequeño que grita encantado: «¡Buelo!».

—Hay una… agrupación —continúa.

En el pasillo alguien ríe. Me imagino al abuelo levantando al nieto.

—No sé mucho sobre ella —explica Grethe. Oscila entre hablarse a sí misma y hablarme a mí. Como si fuera a sí misma, y no a mí, a quien quiere convencer—. Pero sé que existe.

—¿Una agrupación? —intento ayudarla.

—Hunde sus raíces en la aristocracia francesa. Una congregación.

—Pero ¿qué hace?

—Llámalo una orden masónica, si quieres. Una secta hermética. Secreta. No sé casi nada sobre ella. Nadie sabe gran cosa sobre ella.

—Entonces… ¿por qué la conoces tú? —Me echo a reír—. Quiero decir, ¿cómo puedes contarme todo eso si es tan secreto?

Me mira cortante, airada. Como si yo debiera saber no preguntar. Pero enseguida se le suaviza la expresión.

—Quizá conozca a alguien que… —Se interrumpe a sí misma—. Incluso para los iniciados en la orden, el resto de los miembros es desconocido. Un miembro conoce, como mucho, a otros dos o tres. Cada uno sabe sólo la identidad de un único superior. La estructura es intrincada y secreta.

—¿Adónde quieres ir a parar?

—Quizá sean ellos quienes busquen el cofre, Bjørnillo.

—¿Una orden secreta?

La pregunta suena muy incrédula. Despectiva sería aún más preciso. Ella no responde.

—Entonces, ¿ellos también saben lo que contiene el cofre? —inquiero.

Grethe mira ante sí.

—Siempre han estado buscando. Siempre. Creo que lo que buscaban era el cofre. Todo empieza a encajar en su sitio. Todas las piezas. —Me mira de soslayo. Los ojos le dan vueltas. No sé si está del todo consciente.

Me levanto y me acerco a la ventana. La potencia de la luz me obliga a entrecerrar los ojos. Unos obreros están montando un andamio en el edificio vecino. Parece algo cojo, pero supongo que saben lo que hacen.

—Estás cansada. Yo ya me voy.

—No tiene sentido —murmura. Y más alto—: ¡Se lo dije a Birger!

No sé de qué está hablando.

—¡Se lo advertí! ¡Se lo dije!

Respira pesadamente, traga, pero luego se le avivan los ojos. Es como si volviera a la realidad. Una especie de realidad.

—¡Nada es como se cree, Bjørnillo!

Le aprieto la mano.

—Es hora de que me vaya. Estás cansada.

—Hay muchas cosas que en realidad no deseamos saber. —Me mira, como si quisiera contarme algo o, sobre todo, como si hubiera algo que quisiera que entendiera yo mismo.

—Ya lo sé. Pero ahora tengo que irme.

—Muchas cosas que no deseamos saber —repite—. Aunque lo creamos. Muchas cosas que tampoco deberíamos saber. Muchas cosas que no nos conviene saber.

—¿Qué es lo que intentas decirme?

Cierra los ojos y ni siquiera la resonancia de las palabras proporciona ningún sentido.

—¿Tienes miedo, Grethe?

Abre de nuevo los ojos.

—¿Miedo? —Niega con la cabeza—. No te mueres hasta que nadie sabe que has existido.

De vuelta del hospital me paro en una cabina telefónica. Supongo que debería haberme agenciado un teléfono móvil. Pero estoy más a gusto sin él. Me da una absurda sensación de libertad. Nadie sabe dónde estoy. A no ser que yo mismo quiera.

Primero llamo a Diane. Sólo para oír su voz. No responde. Debe de estar en la terraza.

Luego llamo a Gaspar.

Está agitado, tembloroso. Han asaltado su casa y su despacho. No consigue entender por qué alguien ha entrado en ambos sitios. ¡El mismo día! Está demasiado alterado para hablar conmigo. Quizá sea lo mejor.

Por si acaso, aparco a Bola en una calle lateral, más abajo del edificio, y avanzo sigilosamente hasta la entrada por el sendero que hay entre los árboles junto a la pista de deporte.

Hace diez años los pisos eran grises y funcionales. Feos como el demonio. Ahora los arquitectos los han engalanado. Fachadas nuevas, colores nuevos, balcones nuevos, ventanas nuevas. Feos como el demonio.

Cojo el ascensor hasta el décimo y entro en mi casa. El piso huele a cerrado. Tal y como huele cuando he estado de vacaciones. Percibo otro aroma más: cigarro habano viejo.

El desorden que dejó el robo sigue desparramado. Han quitado incluso las sábanas. Mis libros están apilados a lo largo del suelo. Los cajones están abiertos.

Algo va mal. No sé qué. Es de nuevo mi intuición. No debería haberme pasado por aquí.

Compruebo el contestador telefónico. Cuatro mensajes de mamá. Ocho de la universidad. Uno de laSIS. Seis silenciosos. Y tres de la Voz de Pito que, con creciente irritación, insiste en que me ponga en contacto con la policía.

¡Inmediatamente!

Con un suspiro descuelgo el auricular y hago lo que tengo que hacer. Llamo a mamá.

Responde enseguida, con voz fría recita el número de teléfono. Como si su apellido fuera algo demasiado personal para compartirlo con cualquiera que marque su número.

—Soy yo —digo.

Se queda callada un ratito. Como si no consiguiera situar del todo mi voz. Como si yo fuese cualquiera que ha marcado su número.

—¿Dónde has estado? —pregunta.

—En el extranjero.

—He intentado dar contigo.

—Tuve que irme al extranjero. A Londres.

—Ah.

—Trabajo —añado, como respuesta a su pregunta no formulada.

—¿Llamas desde Noruega?

—Acabo de volver a casa.

—Hay mala conexión.

—Yo te oigo bien.

—Te he llamado varias veces. Trygve también tiene que hablar contigo. Es muy importante, Bjørnillo.

—Tuve que marcharme sin previo aviso.

—He estado muy preocupada por ti.

—No te preocupes, mamá. Pensé que sería mejor pedirte perdón.

—¿Perdón?

Actúa como si nada. Pero sabe perfectamente de qué estoy hablando. Y sabe que yo lo sé.

—Por… aquella noche. Por lo que dije. No estaba del todo en mis cabales.

—No pasa nada. Corramos un tupido velo.

Por mí está bien, porque tampoco sé hasta qué punto estoy siendo sincero.

La conversación discurre hacia trivialidades. Una ocurrencia me empuja a preguntarle si puedo pasarme por su casa para hablar con ella sobre algo. Me arrepiento en cuanto lo digo, pero se pone tan contenta que no consigo retirar la propuesta. Mamá se despide y cuelga. Me quedo de pie con el auricular en la mano.

Después se oye otro «clic».

—¿Mamá? —pregunto.

Pero sólo hay silencio.

—¿Eres tú? —dice Rogern.

Está completamente despierto y vestido. Aunque sólo son las doce y media. Se ha encendido una colilla. La mirada le destella. Se ríe para sí y me deja entrar.

El salón huele a incienso dulce, denso. Podrías colocarte con sólo inspirarlo. El olor se hincha, se dilata y presiona las paredes y ventanas para conseguir más espacio. Rogern se ríe entre dientes.

En la entrada, el correo que me ha recogido se apila en un montón. Entre los periódicos, la publicidad y los recibos encuentro, en un sobre de Caspar, un telefax del Instituto Schimmer a la Dirección General de Patrimonio Histórico. Le desean cordialmente la bienvenida a Mister Bjøern Beltøe durante la estancia de estudios para la que ha sido recomendado por la Dirección General de Patrimonio Histórico. No sólo eso: me ofrecen una beca de viaje e investigación que cubrirá la mayor parte de los gastos. Como tienen tan poca relación con el ámbito de investigación noruego… Indican un número de teléfono y un nombre. Peter Levi. Será mi contacto si decido ir. Cosa que esperan que haga. Lo antes posible. No hay más que llamar.

Me meto la carta en el bolsillo y le digo a Rogern:

—Tengo algo para ti.

Gruñe con expectación.

Le doy el CD que le he comprado. Él desgarra el papel. Cuando ha leído todos los nombres de la contraportada, cierra el puño en señal de agradecimiento.

—Dime, ¿qué hay en ese cigarro? —inquiero.

La pregunta desencadena una explosión de risa. Hace un gesto con la cabeza hacia algo que está a su espalda. Yo me vuelvo.

Una chiquilla sale del dormitorio. A primera vista da la impresión de que está buscando su peluche, su osito rosa. No puede tener más de catorce o quince años. Tiene una cara dulce y maquillada, un pelo negro como el carbón que le llega hasta la cintura. Lleva puestas unas braguitas negras y una de las camisas de Rogern. En torno a las muñecas y los tobillos se ha enroscado cintas trenzadas de cuero. En uno de los antebrazos luce un tatuaje que parece una runa o algún símbolo oculto.

—Nicole —dice Rogern. Nicole me mira inexpresiva—. Bjørn —le explica—, el tipo del que te hablé.

Ella se apoltrona en el sofá, echa una pierna sobre la mesa, recoge la otra en el sofá y empieza a liarse un cigarrillo. No sé muy bien para qué lado mirar. Tiene las uñas de los pies pintadas de negro. Le descubro otro tatuaje más. En la parte interior del muslo. Una serpiente que parece deslizarse hacia arriba.

—En forma, ¿eh? —dice Rogern, y me da un empujón.

Pierdo el equilibrio y casi me caigo. La cara se me inflama en fuego.

Nicole le hace una mueca a Rogern. Tiene la lengua roja y puntiaguda. En la punta lleva un piercing. Enciende el cigarrillo. El modo en que echa el humo por las fosas nasales le confiere un aspecto curtido. Como si en realidad tuviera cincuenta años y hubiera pasado cuarenta de ellos en un prostíbulo de Tánger. Sus ojos cazan los míos cuando le echo un vistazo. No consigo mirar hacia otro sitio. Aunque lo intento. Su mirada es azul hielo y mucho más vieja que el cuerpo. Busca en mi interior, a través de las pupilas y hasta el cerebro, donde hurga en los rincones más oscuros y abre la tapa de baúles que yo creía que estaban cerrados. Se desliza lubricada y suave en torno a la hipófisis, aprieta y me hace hipar. Después me suelta. Me sonríe. Con dulzura de niña. Una confidente que comparte mis secretos.

—Has vuelto a tener invitados —dice Rogern.

—¿Invitados? —pregunto mecánicamente. Intento ordenarme y airear mi cerebro tras la visita de Nicole y no entiendo de qué me está hablando.

—Dos veces. Por lo menos. Los oí. —Mira hacia el techo.

La realidad me da en todo el mentón.

—¿Quieres decir que han entrado por la fuerza? ¿En mi casa? ¿Otra vez?

—Sí. ¿Qué tienes pensado hacer ahora? —pregunta.

No tengo ni idea de lo que tengo pensado hacer ahora.

—¿De qué estáis hablando? —pregunta Nicole.

—De unas cosas —contesta Rogern.

—¿Qué pasa? —insiste.

—¡Cosas de hombres! —la despacha.

—Bah —bufa, y saca el labio inferior.

Es una casualidad que me acerque a la ventana, e igual de casual es que vea el Land Rover rojo. Sube a toda velocidad por la calle.

—Uhoh —musito.

Rogern me sigue la mirada.

—Joder. ¿Tienes la queli vigilada, o qué?

—¿Problemas con la pasma? —pregunta Nicole—. ¡Cómo mola!

—¡Mi bolsa! —le digo por lo bajo.

—¡Un momento! —Saca la bolsa con el cofre de un cajón cerrado de la cómoda con cedés.

—¡Chao! —nos grita Nicole cuando Rogern y yo nos precipitamos por las escaleras, que nos parecen más seguras que el ascensor en estos momentos. Llevo el bolso debajo del brazo.

En la planta baja, me quedo esperando tras la puerta mientras Rogern sale a echar un vistazo. Cuando vuelve, pone los ojos en blanco.

—Tienen el coche fuera —susurra—. Uno de ellos está dentro. ¡El ascensor está en el décimo!

Tiene los ojos desorbitados. Lo que ocurre no es del todo real para él. Participa en un juego de televisión interactivo en tres dimensiones.

Muy por encima de nuestras cabezas se abre la puerta de las escaleras. Primero una y luego dos cabezas nos miran desde el décimo piso.

Echo a Rogern a un lado —«¡Sal tranquilamente y date un buen paseo!»— y llamo a la puerta de la señora Olsen del primero. La viuda del viejo portero.

Zumba el ascensor y pasos acelerados repiquetean en las escaleras.

La señora Olsen entreabre la puerta. Resuenan los dientes sueltos, las joyas y las cadenas de seguridad. Me mira con ojos desbordados por la sospecha. Toda su existencia gira en torno al miedo a que la atraquen en su propia casa.

—Soy Beltø —le chillo en el audífono.

—¿Quién ha muerto?

—¿No me reconoce usted?

Ella asiente con escepticismo. Nos hemos saludado yendo y viniendo de la tienda. Y hemos charlado junto a los buzones. Pero sigue negándose a excluir la posibilidad de que mi fachada oculte a un malvado demonio con los ojos rojos y los dientes afilados.

—Tengo que comprobar el nuevo balcón —le digo.

—¿Qué pasa con el ratón?

—¡BALCÓN! Hay peligro de que algunos de ellos puedan desprenderse.

—Nunca he oído nada de eso —objeta. Mira mi bolsa. Como si contuviera mi equipo portátil de herramientas de tortura.

—¡Me manda la dirección! —grito.

El ascensor se detiene.

Para una vieja socialdemócrata como la señora Olsen, «la dirección» es una contraseña mágica. ¡Sésamo! Me deja pasar y me sigue de cerca dentro del piso. Todo está perfectamente adornado y ordenado. Como si la Asociación de la Casa Cuidada estuviera a punto de aparecer en cualquier momento. Se pone a charlar sobre lo ineficaces que son los obreros, que la comunidad de vecinos nunca debería haberse gastado tanto dinero en los balcones nuevos, que ella desde luego votó en contra y que su Oscar, que en paz descanse, nunca habría tolerado ese tipo de tonterías.

Abro la puerta del balcón y salgo. Por lástima hago como si inspeccionara la junta que hay entre el suelo y la pared.

—¡Buenas noticias! Usted lo tiene todo bien, señora Olsen —le chillo—, no creo que su balcón se hunda en el futuro más cercano.

—¿No cree? ¿En el futuro más cercano?

—Además, vive usted en el primero. ¡Ja, ja! Si pasara lo peor, quiero decir. ¡Hay que ver lo positivo en todo!

Ella está a punto de preguntar algo. Le digo:

—Hay muchos balcones que inspeccionar, ¡mire por dónde creo que voy a coger un atajo!

Entonces me subo a la barandilla y bajo de un salto a la hierba. Aterrizo un poco mal y la señora Olsen se queda mirando cómo me alejo cojeando por el sendero de entre los árboles.

Allí me vuelvo. En el décimo piso, detrás de la luz de mi ventana, vislumbro el contorno de un hombre.

En el piso de abajo, Nicole mira por la ventana.

La saludo.

Ella me saluda a su vez.

En su balcón, la señora Olsen levanta la mano y la agita vacilante de lado a lado.

Desaparezco entre la arboleda.

Para despistar los misiles termodirigidos del enemigo, paseo durante un buen rato por las callejuelas del barrio. Saludo risueñamente a jóvenes señoras guapas con carritos de bebé. Saludo risueñamente a los perros y los pajarillos. Saludo risueñamente a los niños, que se quedan mirando sin contemplaciones al hombre pálido y loco.

Por fin me aventuro a acercarme a Bola. No lo han descubierto al pobre.

Dejo el bolso con el cofre en el asiento de atrás. Pongo mi chaqueta encima.

El jardín que rodea al palacio de la parte baja de Holmekollen está lleno de colores. Los arbustos florecen con alegría. Todo es asquerosamente exitoso. Incluso el césped se desborda satisfecho de sí mismo.

Paso algunos minutos hiperventilándome en las escaleras para reunir el valor suficiente para llamar al timbre. Cuando mamá abre, veo que ha bebido. El maquillaje semeja emplaste en sus diminutas arrugas. Tiene los ojos pesados por el vino y el Valium. Los labios parecen haber sido besados hasta hacerlos añicos. Se me ocurre que es como una mamá de burdel que acabara de ser convertida por una oscura secta religiosa.

—Pero, querido, ¿eres tú? ¿Ya?

No pretende ser una pregunta. Tengo la impresión de que algo ineludible la ha retenido.

—Soy yo. ¿Dónde está el profesor?

—¿Trygve? Ha tenido que salir de viaje. De pronto.

—¿Adónde?

—¿Qué importa eso? ¿Pasa algo? ¿Qué te traes entre manos últimamente? ¿Cómo te sientes?

Las preguntas le salen a chorros. Cada vez que me comporto de un modo inusual, mamá cree que he tenido una recaída. Que los cuidadores de la clínica corretean por la ciudad buscándome con sus redes y sus camisas de fuerza. Con frecuencia parece que se avergüenza de mis nervios. Que hubiera preferido algo más tangible. Como cáncer. Infarto. Creutzfeldt Jacobs. Sida. He intentado explicarle que el cerebro, en realidad, no es nada más que un corazón o un riñón. Una pasta de células nerviosas, fibras, materias grasas y líquido en la que nuestros pensamientos —todo lo que sentimos, todo lo que somos—, en el fondo, pueden reducirse a señales químicas y electrónicas. Y que un padecimiento psíquico no es más que un desequilibrio. Pero mamá es de esas que pegan un respingo cuando alguien le dice que tiene problemas con los nervios. Se retrae. Como si hubieran pensado cortarle la cabeza. Y comérsela.

Cruzamos el salón, haciendo un gran arco para sortear la alfombra persa, y vamos a la cocina. Breuer alza la cabeza y eructa. Su cola golpea dos o tres veces el suelo. Ésa es la alegría de verme que consigue movilizar antes de dejar que la cabeza se hunda de nuevo sobre sus pezuñas.

Deposito la bolsa con el cofre en el suelo. No creo que mamá sepa lo que contiene.

Silencio.

—Así que… ¿querías… hablar conmigo? —dice.

Nunca consigue disimular. Ella pretendía que sonara digno de confianza, así como mira-qué-bien-que-te-hayas-pasado-por-aquí, pero le sale como un hipido.

He ensayado a solas esta conversación desde la adolescencia. Así que se puede decir que estoy preparado. He hecho carpintería con las réplicas, las he repasado, lijado y pulido, y he adivinado las respuestas de mamá. Pero todo lo que he estudiado desaparece en un sumidero de olvido.

Miro a mamá. Ella me mira a mí.

Finalmente me limito a decir:

—¡Os vi!

No sé qué estaba esperando ella que dijera, pero no creo que fuera eso.

—¿Nos viste? —pregunta sin entender.

—En la acampada.

—¿En la acampada?

De fondo oigo un jaleo de voces y risas que me confunde hasta que comprendo que hay una radio encendida en una habitación contigua.

—Aquel verano. Tú. El profesor.

Cada palabra es un torpedo. Pasan algunos segundos hasta que alcanzan el objetivo. Mamá pega un respingo. Cinco veces. Todas las palabras han alcanzado su objetivo en lo hondo de su alma.

Al principio no dice nada. Los ojos se le ponen translúcidos. Miro en el fondo de su cerebro. Está rebobinando. Como en un proyector de cine hacia atrás, veo cómo rememora aquel verano. Y revive las caricias empalidecidas del profesor.

—¿Nos viste? —repite, como para brindarme la oportunidad de decirle que es todo una broma, que no vi nada, que estoy de guasa.

Pero me limito a mirarla.

—¡Ay, Dios mío, Bjørnillo! Ay, Dios mío, corazón.

Siento cómo se me tensan los músculos de la mandíbula.

Ella toma aire profundamente.

—¡No significaba nada! —exclama. La voz es fría, de rechazo. Se diría que se está defendiendo ante papá—. ¡No en aquel momento!

—Te casaste con él. Así que algo debía de significar.

Tiene la mirada sacudida, indignada.

—Eso fue más tarde. Entonces ya habíamos… Pero aquel verano… —Busca palabras que no encuentra.

—Fuiste infiel.

—Papá y yo… teníamos un acuerdo. Nunca nos traicionábamos. Papá también… —Se frena—. Si papá hubiera seguido viviendo… —Las palabras se le atragantan en la garganta.

—Era amigo de papá —le reprocho.

Ella me coge de la mano.

—No parasteis ni en la acampada —sigo—. ¡Delante de las narices de papá y de las mías!

—¡Pero, Bjørnillo! ¡Cariño! ¡Nunca se me ocurrió que…! Creía que ninguno de los dos…

—¡Pues creíste mal!

Me aprieta la mano. Fuerte.

—Ay, Dios. Bjørnillo… No sé qué decir. No sabía que tú lo habías notado. O comprendido. Eras tan pequeño…

—Era lo suficientemente mayor…

—Lo siento muchísimo. Papá y yo teníamos una relación abierta sobre eso. Habíamos hablado al respecto. Eran otros tiempos, Bjørnillo. Otro… estado. Debes tratar de entenderlo.

—No creo que papá lo entendiera.

Mamá mira al suelo.

—No, en el fondo creo que nunca lo entendió. —Tiene la respiración llena de picos—. Nunca conociste a tu padre tanto como yo —dice al recuperar el control sobre su voz—. No siempre era… —Evita mi mirada con tristeza—. Siempre parecía tenerlo todo bajo control, pero por dentro era…

Nos miramos.

—Pero no creo que se tirara. Si es eso lo que quieres saber.

La cuestión debe de llevar macerándose en su mente más de veinte años. Me sorprende que pase a hurtadillas sobre sus labios como un pensamiento cualquiera.

—Pudo caerse de muchas maneras —digo.

La ambigüedad y la insinuación no hacen ninguna mella en ella.

—Trygve se lo tomó todo muy en seno. Nuestra relación, quiero decir. Mucho más en serio que yo. Para mí era… no sé. ¿Una huida? ¿Un flirteo? ¿Un entretenimiento? ¿Una variación? ¿Una ruptura de la vida cotidiana?

Me mira interrogativamente, pero yo, desde luego, no tengo respuesta.

Se queda sentada, pensando.

—No era más que una aventura. Un idilio. Algo que se habría pasado. Pero entonces ocurrió el accidente.

Permanecemos un rato callados.

—¿Y has llevado esa carga todos estos años? —dice mamá. Se lo dice sobre todo a sí misma.

En silencio dejo que el alcance de la pregunta haga su efecto.

—¿Por qué nunca has dicho nada? —exclama. La voz ha adquirido un tono duro.

Me encojo de hombros, no la miro a los ojos.

—Por Dios, Bjørnillo, ¡qué pensarás de mí!

Preferiría no tener que responder a eso.

—Cuando murió papá… —comienza, pero no consigue seguir hilando—. No creas que ha sido fácil. Todos los días he intentado olvidar.

—¿A mí también?

Ladea la cabeza.

—¿A ti?

Inspiro profundamente para recuperar el control de mi voz.

Ella se me adelanta.

—¿Te has preguntado alguna vez si has sido injusto conmigo?

Sólo la miro. Trago saliva.

—No sólo tú perdiste a tu padre. Yo perdí a mi marido. Al hombre al que amaba. A pesar de… eso con… Trygve. Pero creo que nunca has pensado sobre eso, Bjørnillo. Ahora ya entiendo por qué, claro. ¡Dios, qué injusto has sido!

—Yo…

—¿Sí?

—Nada.

Ella asiente para sí. Tiene los ojos llenos de lágrimas.

—Siempre se pretende que los hijos no se enteren de esas cosas. ¡Eso lo comprenderás, supongo! —exclama.

Me siento como una mierda. Quizá lo sea.

—Supongo que fue un shock para los dos —murmuro. No es una gran excusa. Pero pretendía serlo.

—Trygve nunca ha querido hablar de lo que pasó aquel día. Nunca. Se lo reprocha a sí mismo. Pero no quiere decir por qué. Había cambiado los ochos la mañana que salieron. Porque Birger había cogido prestados los suyos. Así que en realidad tendría que haberse caído Trygve. Pero no he querido presionarlo. Hay que intentar olvidar. Dejar las cosas atrás.

A mamá se le da mejor que a mí eso de dejar las cosas atrás. Quizá porque yo abarco más cosas que ella.

La chica de ojos azules de la recepción me mira confusa y exclama:

—Pero, Torstein, ¿te has comprado un abrigo nuevo?

Nunca la había visto. No me llamo Torstein. No me he comprado un abrigo nuevo. Pero paso por delante de ella con un guiño y un saludo y abro la puerta de una jungla climatizada de voluntariosas palmeras de yuca y helechos de plástico aún más voluntariosos. Aquí, en un alargado paisaje de despacho que pretenciosamente es denominado redacción central, hay tres periodistas sentados junto a sus ordenadores con pinta de estar intentando formular Los Diez Mandamientos. De la pared cuelga un póster con la foto de un ordenador que presume de los músculos de los antebrazos que le salen de la pantalla, donde pone: «¡PC! ¡La revista musculosa para la Noruega informática!».

Empujo una puerta de cristal translúcida. Detrás del escritorio hay una réplica exacta de mí mismo.

Torstein Avner tiene la piel pálida, el pelo blanco y ardientes ojos rojos. Cuando la gente nos ve juntos, cree que somos gemelos idénticos. En la adolescencia fantaseábamos con catar a la chica del otro. No habrían notado la diferencia. Pero nunca llegamos a hacerlo. Ninguno de los dos tenía ninguna chica que intercambiar.

Me mira entrecerrando los ojos, tras lentes aún más gruesas que las mías, y cuando por fin me reconoce en la bruma que le impide la visión, se levanta y se echa a reír.

—¡Viejo águila! —grita, y me saluda risueño—. ¡Qué te den por culo, eres tú! ¡Creía que por fin estaba teniendo una de esas experiencias extracorporales!

Nos estrechamos las manos.

—¡Mi viejo y querido Bjørn! —sonríe. No quiere soltarme la mano.

Le murmuro cohibido:

—Hace mucho que no nos veíamos.

Finalmente me suelta. Su sonrisa está llena de dientes.

—La chica de la recepción ha creído que yo era tú —digo.

—¿La Lena? —canturrea Torstein en el dialecto del norte de Noruega—. Lo hace lo mejor que puede.

Torstein y yo nos conocimos en un curso sobre albinismo hace quince años. Nos hemos mantenido en contacto.

En cierto modo. Él se ha pasado de vez en cuando por mi casa. Yo me he pasado un par de veces por su trabajo en los últimos años. Empezó en ¡PC! como una especie de chico para todo que cobraba un suplemento sobre la pensión social. Después pasó a trabajar de periodista y le dieron su propia columna: @rtículos de @vner. Me enseñó algunos de sus artículos. No entendí ni palabra. Ahora es el director técnico. Ahora entiendo, si cabe, aún menos que antes.

—Bueno, bueno. ¿Se te ha jodido el disco duro? —pregunta.

Me siento como un pariente avaricioso que visita a su tía agonizante. Cada vez que me pongo en contacto con Torstein es porque tengo un problema con el ordenador.

—Necesito un poco de ayuda.

—Siendo tú quien pide, supongo que es algo más que un poco —dice, y se echa a reír.

—¿Podrías ayudarme a encontrar algo en internet?

—¡Claro! ¿Qué estás buscando?

Le entrego una hoja en la que he escrito una lista de palabras que buscar:

Los hospitalarios de San Juan

SIS

Instituto Schimmer

Michael MacMullin

Monasterio de Vaerne

Varna

Rennes-le-Cháteau

Bérenger Sauniére

Manuscritos del mar Muerto

Monasterio de la Santa Cruz

El sudario de Turín

Manuscrito Q

Nag Hammadi

—¡Hala! —exclama—. ¿Seguro que no necesitas nada más?

—¿Es mucho? Quizá debas traducir algunas palabras al inglés.

—¡Hala!

—No lo necesito ahora mismo.

—¡Dame por lo menos una hora!

No sé si habla en serio o está siendo sarcástico.

—Con que me des las respuestas mañana me basta —digo.

—¿Qué buscador quieres que use?

Hago como si estuviera considerando la pregunta. En realidad no la entiendo.

—¿Yahoo? ¿Alta Vista? ¿Kvasir? ¿Excite? ¿HotBot? ¿MetaCrawler?

—¿Cómo?

—Ya veo, ya veo —dice, y se echa a reír—. ¿Quieres que te dé las cinco primeras entradas de cada concepto? ¿Como URL?

—¿Cómo? ¿Podrías imprimirlo?

—¿En papel? —grita.

—Encantado.

Pone los ojos en blanco.

—Bjørn, Bjørn, Bjørn… ¿Aún no te has enterado de que vivimos en una sociedad sin papel? Con tal de que queramos… ¡Y queremos! ¡Piensa en los árboles!

—Ya lo sé. Pero yo me resisto lo mejor que puedo.

—Será mejor que te copie los sitios web en un disquete.

—Torstein, preferiría que me lo dieras impreso. Además, alguien me ha birlado el disco duro.

—Papel —dice con desprecio. Como si lo considerara un medio tan anticuado como el papiro o las tablas de escritura cuneiforme. Probablemente haga bien—. ¿Te han birlado el disco duro? —pregunta de pronto con sorpresa, pero no se molesta en escuchar la respuesta.

Antes de irme, cojo prestado el teléfono de «la Lena» para llamar a Diane a la casa de campo de la abuela. Lena me mira confusa mientras yo me quedo escuchando el ruido en la oreja. Tras el moreno de solárium, el agua de castaña y el colorete, percibo un ligero rubor cuando se da cuenta de que no soy Torstein.

Diane no responde.

De vuelta a la casa de campo junto al fiordo, escondo el cofre en el último sitio del mundo donde a alguien se le ocurriría buscarlo. Estoy satisfecho con mi propia ingeniosidad. El sentimiento al menos me proporciona la sensación de tener las riendas del asunto.

La brisa del atardecer llena a Bola con un aroma suave y salado de final de verano. Me deslizo sobre las huellas de las ruedas del camino que lleva a la casa de campo de la abuela. Los jardines de las casas están repletos de ciruelos y cerezos a punto de reventar. Entre los árboles, el fiordo se mece brillante y soñoliento. Los jóvenes berrean allá abajo en el muelle. Un pequeño yate ha echado el ancla a poca distancia del tablón de anuncios de la Compañía de Salvamento. Un hidroavión arrastra su sombra sobre los montes pelados.

Aparco a Bola pegado al pino retorcido al final del camino y llamo alegremente a Diane. La puerta de la cabaña está abierta. El mantel de la mesa de la terraza ondea.

Cuando la he dejado esta mañana, dormía con la boca entreabierta y el pelo en la cara. No he tenido corazón para despertarla. El aire estaba helado, los cristales, empañados. He arropado su cuerpo desnudo con el edredón, la he besado en la mejilla y le he apartado el pelo. Antes de salir para Oslo, le he escrito dónde estaba en una nota que he dejado bajo el vaso de agua de la mesilla. Para «Mi ángel», firmado: «Tu príncipe». ¿No somos encantadores?

Toco el claxon —el pito de Bola suena como un silbato con saliva— antes de cerrar de un portazo el coche, esperando que ella salga corriendo. «¡Bjørn! ¡Por fin!», gritará. Impaciente pero contenta. Temblando de expectación, comprendo que lo primero que vamos a hacer, cuando me haya abrazado y me haya preguntado por qué he estado tanto tiempo fuera, es follar cruda y sudorosamente en el crujiente sofá del salón.

Despacio y silbando, para darle tiempo a terminar con lo que sea que anda haciendo, asciendo las escaleras de piedra hasta la terraza, paso a la entrada —«¡Diane! ¡Soy yooooo!»— y la busco en la cocina. Ha estado comprando algunas cosillas para la cena en la tienda del pueblo. Huevos, cebollas, tomates, patatas, cerveza. Seguramente por eso no contestaba al teléfono. En la cocina están el ticket y un montón de monedas de una y diez coronas. Me pregunto un momento de dónde habrá sacado dinero noruego. Un plato con comida que ha preparado para mí está cubierto con celofán. Huevos revueltos, verduras troceadas. En una nota sobre el plato ha escrito mi nombre con grandes letras. Como para asegurarse de que algún duende no se lo comiera antes.

La busco. En el cuarto de baño, donde su cepillo de dientes, en el vaso de plástico rosa sobre el estante de cristal, hace que se me ensanche el corazón. En el dormitorio de la abuela. En el cuarto de invitados. En el desván, donde está su maleta sobre el suelo, abierta. En la despensa. En el jardín de detrás de la cabaña.

Tiene que haber salido a dar un paseo.

Cojo la comida y una cerveza y me siento en la terraza. Abajo, en el monte pelado, hay un hombre pescando. Debe de ser del camping, porque todo el mundo de por aquí sabe que no se consiguen piezas tan cerca de tierra. En medio del fiordo un velero rompe las olas. Unos prismáticos brillan en el yate que hay frente al muelle.

¿Dónde podrá estar?

Me tomo la comida, vacío la cerveza y vuelvo a entrar. Estoy empezando a asustarme. Nunca se le habría ocurrido salir a dar un largo paseo sabiendo que yo estaba a punto de regresar. Me siento en el sillón de terciopelo verde que tanto le gustaba a la abuela. Los muelles crujen. El sonido me lleva de nuevo a la infancia, cuando el canto quejumbroso de los muelles llevaba al rottweiler devorahombres de la abuela, Grim, a esconderse debajo del sofá, donde se quedaba tumbado, temblando y gañendo. Ya en aquel momento se me ocurrió que debía de haber sonidos que sólo oían algunos pocos. Visto así, tampoco hay motivos por los que sea imposible para algunos ver fantasmas.

Salgo al jardín trasero y me tiro en la hamaca, que se mece dulcemente. El aire está lleno de pájaros. Una lancha cruza la superficie del agua. El viento mueve el cordel del mástil de metal de la bandera del vecino y genera un ruido hueco y alegre. Miro el reloj.

Hasta ese momento no caigo en la cuenta.

Se la han llevado.

Conocían la casa de campo. Nos han espiado.

Lo de tener yo las riendas es una ilusión. Un autoengaño.

Entro para buscar algo que ella pueda haber dejado; una nota, una señal secreta. Vuelvo a mirar en todos los cuartos. Me silba la cabeza. Como si hubiera bebido demasiado. Desesperado, bajo corriendo al borde del agua. Como si tuviera miedo de encontrármela flotando sobre el agua. Con la cara algunos centímetros bajo agua.

Cuando me acerco de nuevo a la casa, oigo que suena el teléfono. Subo corriendo las escaleras de piedra, pero llego demasiado tarde.

Cojo una cerveza de la nevera. Tomo un trago. Respiro con dificultad.

Intento comprender. ¿Por qué se la han llevado? Si es que es eso lo que ha pasado. ¿Por qué a ella? ¿Dónde está? ¿Qué quieren de ella? ¿Usarla para presionarme? Me bebo la cerveza a grandes sorbos, eructo y coloco la botella vacía entre las moscas muertas del marco de la ventana.

El teléfono vuelve a sonar. Cojo el auricular y grito:

—¿Diane?

—Ella se encuentra bien. Ahora está con nosotros.

La voz es oscura, extraña. Bien modulada. Hay algo cálido en ella que le confiere un aire de falsedad.

No consigo articular ninguna respuesta. El interior del salón se me representa en todo detalle. Como si nunca antes lo hubiera visto.

—Nos gustaría charlar un rato contigo —dice el hombre.

—¿Qué habéis hecho con ella?

—Nada. No tienes por qué preocuparte. ¿Has comido?

—¿Dónde está?

—No pienses en eso. Está bien. ¿Estaba rica la comida?

—¡Que la jodan a la comida! ¿Por qué la habéis secuestrado?

—Tranquilízate. Reunámonos para charlar un poco.

—Ya he oído más charlas vuestras de las que necesito. ¡Voy a llamar a la policía!

—Adelante. Pero no creo que puedan hacer gran cosa.

—¡Diane no tiene nada que ver con esto! —grito.

—¿Cuándo vas a darnos el cofre?

Cuelgo el auricular y salgo corriendo a la terraza. ¡Necesito aire! Me estoy mareando. Con las manos apoyadas sobre la barandilla, intento recuperar la respiración.

Allá a lo lejos, en el fiordo, un grupo de barquitos se ha aglutinado junto al banco de peces. Las gaviotas de Revlingen se deslizan sobre los barcos en una nube de chillidos. Un gran ferry invisible da sus golpes de pulso sobre la superficie del mar. Cierro los ojos y me froto el puente de la nariz con las yemas de los dedos. Camino vacilante hacia atrás y me desplomo en la silla de mimbre. Tengo frío. El frío se extiende en rayos desde mi entrepierna hasta los dedos de pies y manos. Me agarro al borde de la mesa.

¿Qué me pasa?

La mitad derecha del cerebro empieza a hincharse y a picar. El cráneo se ha quedado pequeño para mi cerebro inflado.

Tengo la boca seca, la lengua se me pega al paladar. Emito unos ruidos horrorosos, me agarro la cabeza y trato de chillar. Pero sólo un hipido consigue soltárseme de los labios. Intento levantarme, pero los miembros se me han soltado del cuerpo y están tirados en un montón sobre el suelo de la terraza.

Un coche baja rodando por el camino. Las ruedas rechinan contra la grava. El motor gorgotea. Se detiene detrás de Bola. Apenas consigo levantar la cabeza. Es un Land Rover rojo.

Me echo las manos a la boca y aúllo.

Las puertas del coche se abren.

Son dos. Dos viejos conocidos del robo en casa. King Kong y el hombre refinado con traje.

Como si dispusieran de todo el tiempo del mundo, pasean hasta la terraza.

—Buenas noches, señor Beltø —dice él refinado. Británico hasta las puntas de sus uñas con manicura.

Intento responder, pero las palabras se me atascan en la lengua y se reducen a un balbuceo sin sentido.

—Lo lamento profundamente —sigue el inglés—. Teníamos la esperanza de que quisiera colaborar. De manera que… todo esto fuera innecesario.

Me agarran por debajo de los brazos y me arrastran por la terraza.

Mis piernas golpean contra los escalones. Me meten en la parte de atrás del coche.

Luego no recuerdo nada más…

Cuando era pequeño, conseguía siempre percibir que día de la semana era antes de despertar del todo. La callada somnolencia del domingo, el suspiro de aburrimiento del miércoles, el palpitar del viernes. Con los años perdí aquella facultad, como tantas otras. Ahora, de vez en cuando, me pillo a mí mismo a mediodía preguntándome qué día es. Y qué año.

La ventana cuadriculada está dividida en seis cristales astillados por el sol.

Me tapo la cabeza con la manta y me tomo unos minutos para volver en mí. No es del todo fácil. Pero finalmente asomo la cabeza.

La habitación está desnuda. Como yo.

Sobre el respaldo de una silla, alguien ha doblado mi ropa de forma meticulosa. Me repugna: ¡alguien me ha desvestido! ¡Un desconocido me ha quitado la ropa y me ha acostado en una cama completamente desnudo!

Hay una puerta y un armario. Un grabado de Jesús con los corderos. Una litografía de un castillo de piedra. Y una fotografía de Buckingham Palace.

La cabeza me palpita y me duele.

Sobre la mesilla hay una vaso de agua junto a mis gafas. Bajo los pies al suelo. El movimiento hace que el cerebro se me hinche al doble de su tamaño. Me pongo las gafas. Me bebo el agua de un trago largo, pero después sigo igual de sediento.

Mi reloj de pulsera tiene las correas de cuero extendidas, cada una hacia un lado, y el aspecto de algo que ha fallecido. Pero sigue funcionando y son las diez y media.

Me levanto y me acerco con paso vacilante a la ventana. Me mareo.

Tengo que agarrarme al marco de la ventana. Es blanco y huele a recién pintado.

El jardín no es grande. Algunos coches están aparcados sobre una tira de asfalto a lo largo de la casa. Los castaños bloquean la vista a la calle en la que oigo pasar el tranvía. Así que supongo que estaré en Oslo. En el segundo piso de una casa con jardín.

Me visto. Me resulta complicado abotonarme la camisa. Los dedos me tiemblan fastidiosamente.

No me han quitado nada. La cartera sigue en el bolsillo de atrás. Y el dinero.

La puerta está cerrada. La zarandeo. Al otro lado oigo voces y pasos. Como en una cárcel, un llavero repica de forma ruidosa. Luego giran la llave.

—¡Hola, amigo mío! —me saludan en inglés.

Es Michael MacMullin, o Charles DeWitt, o quien elija ser hoy.

Los segundos se vuelven largos.

Al final digo:

—¡Para llevar veinte años muerto, tienes un aspecto sorprendentemente bueno!

No suelo ser hábil para improvisar réplicas con tanta chulería. Ésa la había tramado en el avión desde Londres.

Todo el tiempo he tenido la sensación de que volveríamos a encontrarnos.

—Lo explicaré.

—¿Dónde está Diane?

—En buenas manos.

—¿Qué le habéis hecho?

—Más tarde, amigo mío, más tarde. ¡Lo siento muchísimo! —Lo extraño es que parece que lo dice de corazón—. ¿Serías tan amable de acompañarme?

¿Sería tan amable?

El pasillo está empapelado en terciopelo rojo, tiene apliques entre antiguos retratos de reyes y reinas, aristócratas, caballeros andantes, cruzados y papas. Todos ellos me siguen con la mirada.

La mullida alfombra nos guía pasillo adelante, tras subir unas escaleras, hasta una puerta maciza. No sé si debería llamarla sala de reuniones, habitación para fumar o quizá, mejor que todo, sala de fiestas, una ostentosa y sobreamueblada sala de haya y palisandro, pesadas cortinas y lámparas de araña. Huele a pulimento de muebles y a puro habano.

Lo primero que atrapa mi mirada es un enorme óleo de dos druidas en Stonehenge. Lo segundo es una gran mesa de madera oscura y pulida, con un tapete de fieltro verde ante cada una de las doce sillas de respaldo alto. Lo tercero son los dos hombres sentados en los sofás del rincón. No los descubro hasta que veo el humo de sus puros. Ambos se han girado hacia nosotros y nos contemplan con tensa atención.

Son Graham Llyleworth y el director general de Patrimonio Histórico, Sigurd Loland.

Se ponen en pie. Loland no sabe exactamente dónde fijar la mirada. Llyleworth me ofrece la mano primero. Luego Loland hace lo mismo.

—Gracias por la última vez —dice con torpeza. Como si tuviera la más mínima idea de cuándo fue «la última vez».

Ninguno decimos nada.

Sobre la mesa hay una cafetera de porcelana y cuatro tazas.

—¿Azúcar? ¿Nata? —pregunta Llyleworth. El puro le relumbra entre el dedo índice y el corazón.

No me gusta el café.

Le digo a Loland, en noruego:

—No sé mucho de derecho criminal, pero apostaría a que secuestrar a una mujer extranjera y después drogar y secuestrar a un noruego valdrá para entre cinco y siete años de cárcel. A no ser que hayáis pensado hundirme en el mar con los pies en un barril de cemento. En cuyo caso estamos hablando de veintiún años. Y prisión preventiva.

Loland carraspea con nerviosismo y mira a MacMullin.

MacMullin emite un ruido paternal, como si hubiera entendido todo lo que he dicho.

—Lo siento, quizá prefieras té.

—¿Dónde está Diane?

—No tienes por qué preocuparte. Está bien.

—¿Qué habéis hecho con ella?

—Nada en absoluto. Por favor, no te preocupes. Todo tiene su explicación.

—¡La habéis secuestrado!

—De ningún modo.

—¿Quién eres? En realidad.

—Me llamo Michael MacMullin.

—Es curioso. La última vez que hablamos, te presentaste como Charles DeWitt.

Graham Llyleworth lo mira con sorpresa.

—¿Eso hiciste? ¿De verdad? —No consigue contener una risa corta.

MacMullin hace una pausa de efecto.

—Ah… pero ¿lo hice? —Me mira burlón, frunce el entrecejo—. Ciertamente. Cuando nuestros amigos de la Asociación Geográfica de Londres nos avisaron de que Bjørn Beltø de Noruega había preguntado por Charles, trazamos un pequeño y estúpido plan. Tienes toda la razón, te dejé creer que era el bueno y viejo Charlie. Pero en nombre de la justicia, diré que nunca me presenté.

—¿Por qué voy a creer entonces que eres Michael MacMullin?

Me ofrece la mano y yo la cojo por puro reflejo.

—Yo… soy… Michael… MacMullin —declara, con un apretón por cada palabra.

Su aura de seguridad y amabilidad me confunde. Llyleworth, Loland y yo parecemos chuchos asustadizos gruñendo en torno al hueso que todos queremos. MacMullin es distinto. Es como si levitara por encima de nosotros, está elevado por encima de las pequeñas rencillas y la desconfianza. Todo su ser —su cálida mirada, su voz profunda, la serenidad— emana una apacible y cordial dignidad.

Loland me saca una silla. Me siento en el borde. Nos miramos.

—Eres duro de pelar, Beltø —dice MacMullin.

Los otros dos se ríen con nerviosismo. Loland me guiña un ojo. Parecen creer que todos hemos cruzado una frontera invisible y que de pronto estamos en el mismo bando, aquí sentados, riéndonos de algo que ya ha pasado. Poco me conocen. Soy duro de pelar.

—La verdad es que me alegra que seas tan leal —afirma el director general de Patrimonio Sigurd Loland. Tiene la cara alegre como un pepinillo en vinagre—. Deberíamos contar con más gente como tú entre nosotros.

MacMullin percibe mis reservas. Me echa un vistazo.

—Caballeros, sean tan amables… Le debemos una explicación a nuestro amigo.

De vez en cuando es sabio callar. Yo callo.

Se miran entre ellos. Como si todos tuvieran la esperanza de que comenzara otro. De nuevo es MacMullin quien toma la palabra.

—¿Por dónde empezamos?

—Empecemos con DeWitt —propongo yo.

—DeWitt… Fue una tontería por mi parte. Te infravaloré. Burdamente.

—¿Qué es lo que esperabais conseguir?

—Pensamos que todo sería más fácil si te hacíamos creer que yo era Charles. Que te harías de él. Es decir, de mí. Teníamos la esperanza de que le confiaras a DeWitt el cofre si él te daba las respuestas que estabas buscando. Fuimos muy ingenuos. Te pido disculpas.

—¿Para que no averiguara que os lo quitasteis de en medio?

—¿Cómo? —preguntan todos a la vez.

—El mismo verano que murió papá. —Los miro uno por uno—. ¿Pretendéis decirme que fue una simple casualidad que ambos murieran prácticamente al mismo tiempo?

Sus expresiones de sorpresa parecen tan veraces que durante un momento me planteo la posibilidad de confiar en ellos. Pero sólo durante un momento.

—¿Por qué crees tú otra cosa? —pregunta MacMullin.

—¡Lo que me faltaba por oír! —exclama Loland.

—¿Una simple coincidencia? —inquiero.

—¡Por supuesto! —dice MacMullin.

—No somos unos bárbaros —asegura Llyleworth.

Loland sacude la cabeza.

—¡Lees demasiadas novelas de misterio! Tu padre murió en un accidente. Charles murió de una infección. Que murieran el mismo verano fue una casualidad.

—La vida está llena de coincidencias como ésa —añade Llyleworth.

—Por no decir la muerte —respondo yo.

Los miro. Uno por uno.

—Dejémoslo estar —digo finalmente—. Por ahora. Todavía no entiendo por qué no me habéis contado la verdad. Yo tengo el cofre. Todo lo que pido es la respuesta a qué contiene. Cuando lo averigüe, lo devolveré. Todas estas mentiras y pistas falsas, ¿por qué?

—La verdad. Ay… ¿Qué es en realidad la verdad? —suelta MacMullin. Me contempla medio sonriente, medio desafiante, mientras deja que penetre la pregunta.

Yo me encojo indiferente de hombros.

—¿Y con qué derecho exiges que se te comunique esa llamada verdad?

—¡Represento a las autoridades noruegas!

—¡Chorradas! —dice Loland—. Yo soy quien representa a las autoridades noruegas.

—¿Tú? —escupo—. ¡Tú formas parte de esta confabulación!

—Bjørn, Bjørn —ronronea MacMullin—, ¡no te enfades tanto! Intenta ver el asunto desde nuestro punto de vista. No sabíamos dónde te situabas. Si estabas con nosotros o no.

—¿Con vosotros? —grito.

—Sí, o en contra de nosotros. Si eras sincero.

—¿Sincero?

—Si lo que querías era dinero. No entendíamos por qué nos habías robado el cofre.

—¡Yo nunca lo robé! Lo recuperé. Porque vosotros teníais la intención de robarlo.

—No se puede robar aquello de lo que eres propietario legal —dice MacMullin.

—¡Vosotros no sois los propietarios! El cofre es noruego. Fue encontrado en suelo noruego.

—Podemos volver a discutir ese tema.

—¿Nunca se os ha pasado por la cabeza que puedo tener intenciones honradas? —pregunto—. ¿Que simplemente quiero llegar al fondo de este asunto?

—Creíamos que nos entregarías el cofre. Como es tu obligación.

—Así que te metiste en el papel de un hombre muerto. Y alquilaste un apartamento y lo amueblaste para un día.

Me mira sorprendido.

—No. De hecho nos lo prestaron. En realidad es un piso que las autoridades usan para cosas… eh, así. —Remueve su café con una cucharilla de plata—. Tras nuestra conversación creí que todo iba bien, hasta que Diane me contó lo escéptico que estabas.

Me recorre un escalofrío. ¿Diane?

MacMullin lo nota.

—Algún día lo entenderás —dice—. Ella no tiene nada que ver con este asunto. En realidad, no. No se vio implicada hasta que tuvimos noticia de tu… amistad con ella. Contra su voluntad. —Algo se oscurece en su mirada—. La sacamos de esto por su propio bien.

Esperan que diga algo. Yo no lo hago.

El silencio tiene su efecto en ellos.

—Cuando oímos que habías hablado con la viuda de Charles, nos dimos cuenta de que te habíamos juzgado mal —prosigue MacMullin.

—Completamente —confirma Loland.

—Todo fue demasiado rápido en Londres. Eras más listo que nosotros, todo el rato ibas un paso por delante.

Intento comprender el papel de Diane. No consigo que nada encaje.

MacMullin alza su taza y sorbe un poco de café.

—Al final vi que el único modo de resolver el enredo era hablar claramente contigo. Cosa que tenemos pensado hacer ahora. Explicarte cosas. Lograr que entiendas.

—Ah, ¿sí? —murmuro con incredulidad.

—Cuando acudiste a laSIS, creímos que por fin te teníamos. Y de nuevo te infravaloramos. ¡Eres duro de pelar, Beltø! ¡Duro de pelar!

MacMullin le echa una ojeada a Loland, que entreteje su mirada con la tupida alfombra.

—¿Y todo eso os da derecho a secuestrar a Diane y a drogarme y secuestrarme a mí?

—Un inofensivo medicamento en tu comida, Bjørn. Casi un somnífero. De veras que lo siento. Pero no creo que nos hubieras acompañado voluntariamente.

—¡Puedes estar seguro de que no!

—Hemos de conseguir que lo entiendas. —Baja la mirada—. Para eso, a veces, debemos usar métodos poco habituales. No acostumbramos emplear a propósito los medios más dramáticos para resolver nuestros problemas.

—Tengo una pregunta —digo.

—¿Sí?

—¿Qué hay en el cofre?

—No es un objeto noruego —responde Loland rápidamente.

—El cofre es de oro —señalo yo—. Sólo su valor en oro asciende a varios millones de coronas.

—En el mercado comercial, el cofre vale más de cincuenta millones de libras esterlinas —puntualiza MacMullin—. Pero a nosotros nos da igual de qué esté hecho. O cuánto valga.

—Porque dentro tiene algo aún más valioso —digo yo.

MacMullin se inclina hacia delante.

—¡Y ni el contenido ni el cofre son noruegos!

—Fue hallado en Noruega.

—Ciertamente. Por una casualidad está aquí. Pero no es noruego. Por eso las autoridades arqueológicas noruegas no tienen nada en contra de que se nos entregue.

El director general asiente con demasiado énfasis.

—Al contrario —continúa MacMullin—, es de gran importancia que las instancias adecuadas reciban el hallazgo para su análisis. Noruega es un paréntesis en la historia del cofre. Aunque no lo sea en el tiempo.

—No entiendo lo que quieres decir. ¿Qué historia? —pregunto.

MacMullin inspira profundamente.

—Una larga historia. ¿No es cierto, caballeros? ¡Una larga historia!

Loland y Llyleworth confirman que sí, que es larga.

—Dispongo del tiempo que haga falta —respondo yo, y me cruzo de brazos antes de recostarme en la silla.

—Permíteme empezar con laSIS —dice MacMullin—, mi aparato de apoyo. La asociación, en su forma actual, fue fundada en mil novecientos. Pero sus raíces se remontan a siglos atrás. LaSIS integra científicos y ramas del saber transversales. Pero en lo oculto, laSIS representa algo que se podría caracterizar como unos… eh, servicios de investigación científicos. Reunimos información de todas las ramas del saber relevantes y buscamos… huellas. LaSIS ha supervisado, por lo general abiertamente, todas las excavaciones arqueológicas importantes de los últimos cien años. A veces porque hemos enviado a nuestros representantes, como el profesor Llyleworth, al amparo de un proyecto de investigación. Pero por lo general porque la dirección de las excavaciones nos ha mandado informes.

—Yo me adherí en mil novecientos sesenta y tres —dice Loland—. He sido responsable de la supervisión de las excavaciones noruegas. Y le he mandado a laSIS todos los informes y tratados relevantes que se han escrito en este país.

—Qué amable —aplaudo.

—Y permíteme añadir que todo se ha realizado de un modo completamente correcto. No somos unos criminales.

—Tenemos contacto con hombres buenos, como Sigurd Loland y tu padrastro, el profesor Arntzen, por todo el mundo —continúa MacMullin—. Y tenemos hombres del calibre del profesor Llyleworth como agentes de campo.

—Igual que cero cero siete —apunta Llyleworth sin expresión alguna. Es la primera vez que lo oigo bromear. Incluso MacMullin y Loland lo miran sorprendidos. Él les devuelve un aro de humo.

—Ya nos estamos acercando al núcleo —dice MacMullin—. El caso es que laSIS administra un secreto. Que está indirectamente vinculado con el cofre.

—¡Por fin!

Carraspea. Hay algo solemne en él. Algo irreal.

Pasan algunos segundos.

—Lo he hecho del modo siguiente, me he representado un torrente. Y quiero que tú hagas lo mismo. Hazme ese favor, Bjørn. Cierra los ojos. Imagínate un torrente.

Me represento un torrente. Es ancho y discurre en silencio. Como acero fundido bajo un sol tropical. El día está avanzado. Los insectos cuelgan en indolentes racimos sobre juncos a lo largo de la orilla. En los remolinos flotan ramas pequeñas y capas de verde. El torrente fluye a través de un paisaje de desierto y cipreses. Sobre un peñasco hay un templo de mármol. Pero no veo personas.

MacMullin deja que la imagen se fije antes de proseguir:

—Imagínate a un grupo de viajeros. No muchos. Dos o tres, quizá. De expedición. Sobre una embarcación. Torrente abajo. Adentrándose en un paisaje extraño y misterioso.

En mi interior aparece la escena como sobre una pantalla de cine: la embarcación es una balsa. Troncos unidos por gruesas cuerdas. Tras el mástil hay un cobertizo hecho de ramas y lianas trenzadas. Los hombres están sentados en la parte delantera. Uno de ellos ha metido sus pies desnudos en el agua. El otro chupa una pipa. Sudan en el calor.

—Han sido seleccionados. A causa de sus cualidades. Y de su valor. El viaje es peligroso. Transcurre a través de países extraños. De paisajes que nunca han visto. O visitado. Sobre los que sólo han leído.

Cierro los ojos para visualizar mejor la imagen.

—El torrente es infinito. Sigue, sigue y sigue su curso.

—Hasta que llega al mar.

—Oh, no. No acaba en ningún sitio.

—¿En ningún sitio?

—Tienes que representártelo sin nacimiento ni desembocadura.

—Todo un torrente.

—Simplemente continúa y continúa. Y la nave de los viajeros sólo puede ir a la deriva, pero no con la corriente, sino en contra de ella. La expedición está condenada a desafiar la voluntad del torrente. Nunca pueden dar la vuelta. No pueden regresar al punto de partida. Sólo pueden navegar contra corriente.

—¿No pueden subir a tierra?

—Pueden. Pero entonces encallarán. No podrán seguir. Pueden montar un campamento. Pero no podrán volver ni seguir bajando el río.

—Que nunca acaba.

—Exacto. Que nunca acaba.

—Un viaje sin final.

—Justo.

—¿Y sin meta?

—El viaje en sí mismo es una meta.

—A la larga debe de resultar aburrido.

Se ríe. Luego junta las palmas de las manos y separa los dedos de manera que forman cinco aspas y dice:

—No mantienen ningún contacto con aquéllos a quienes abandonaron. Y sólo con algunos elegidos por el camino. Pero dejan tras de sí un… bueno, llamémoslo un mensaje en una botella. Para que vuelva a casa, a aquéllos a los que abandonaron. Narraciones del viaje, se podría decir. Donde cuentan todo lo que observan y experimentan. Anotaciones científicas. Todo, visto a la luz del saber que llevan consigo.

—¿Así que el mensaje en la botella sí puede regresar?

—Si se le da tiempo al tiempo. —Asiente para sí mismo—. ¿Podrías acaso decirme lo que es el tiempo?

No puedo.

—El tiempo —dice él— es una cadena infinita de instantes.

Yo intento comprender la metáfora. Pero no lo consigo. Hago un intento:

—¿Acaso ese torrente es el universo? ¿La expedición proviene de otro planeta? ¿De allá fuera en la inmensidad?

Es un pregunta descabellada. Lo oigo cuando las palabras salen rodando de mí. A pesar de todo, MacMullin me mira de un modo que se me antoja haber adivinado bien. Que el chiflado Winthrop Jr. me dijo la verdad. Que la metáfora versa sobre un grupo de criaturas del espacio con una tecnología tan avanzada que han dejado atrás los años luz que separan la Tierra de un sistema solar extraño. Eso explicaría muchas cosas. Podrían haber llegado hace cientos de años. Y haber dejado aquí sus tarjetas de visita tecnológicas. Que habrían asombrado a los arqueólogos que las encontraran entre los fragmentos de vasijas y las puntas de flecha. Humanoides. Criaturas altamente desarrolladas con un mensaje para los habitantes de la Tierra.

—¿Es así? —pregunto, exaltado e incrédulo.

MacMullin me pasa un recorte del periódico Aftenposten, un anuncio:

Las partículas juegan al escondite con los científicos del CERN

Meyrin, Suiza.

Un grupo de investigación internacional del acelerador de partículas CERN, en Suiza, ha descubierto en experimentos a la velocidad de la luz que hay materia que desaparece sin despedir energía.

El director del proyecto, el profesor Jean Pierre Latroc, declara a la agencia de noticias Associated Press que no tienen ninguna explicación para aquello que califica como «una imposibilidad física».

«Según las leyes de la Física, la masa no puede desaparecer sin más —dice Latroc—. Por eso ahora estamos concentrando nuestros esfuerzos en averiguar dónde se meten las partículas».

—El CERN —dice MacMullin—. Organisation Européenne pour la Recherche Nucléaire. —Lo pronuncia impecablemente, como un francoparlante nativo.

—¿Qué es eso?

—El laboratorio europeo de física de partículas. Fundado a mediados de la década de los cincuenta. Ubicado en Meyrin, Suiza. ¡De enormes dimensiones! El laboratorio está en un túnel a ciento setenta metros de profundidad bajo tierra. El perímetro es de veintisiete kilómetros. El mayor del mundo.

—¿El mayor laboratorio del mundo?

—¡Un acelerador de partículas!

—¿Cómo?

—¡Un agujero por el que mirar la creación!

—¿Eh?

—¡Un acelerador de partículas! Que transforma un haz de partículas, a la velocidad de la luz, en masa.

A veces me cuesta encontrar las palabras adecuadas. Me limito a decir:

—¡Hala!

—Así podemos estudiar lo que pasó en las primeras millonésimas de segundo posteriores al nacimiento del universo. Conseguimos recrear, en los experimentos, estados como los que surgieron justo después del big bang.

—¡Hala!

—Para comprender la creación, tenemos que investigar los ladrillos más pequeños del universo. Los átomos, los electrones, los protones, los neutrones. Los quarks. La antimateria.

Se toma una pausa en la que yo descanso el cerebro.

—¡Hala! —digo por tercera vez. No es una gran aportación a la charla. Pero la física nunca ha sido mi fuerte. Sobre todo la física experimental de partículas.

—¿Hablo demasiado rápido para ti? —me pregunta MacMullin.

—Rápido o despacio… de todos modos, no entiendo nada.

—Lo que hace el acelerador de partículas es dividir las partículas más pequeñas de todas, lo creas o no, en pedazos aún menores.

—Te creo.

—Y luego se encarga de que las partículas choquen frontalmente. Para estudiar las consecuencias físicas.

—Pero, oye… No comprendo ni una palabra de todo esto. ¿Qué intentas explicarme? ¿Qué tiene esto que ver con el cofre?

MacMullin me pasa otro recorte de periódico, del New York Times:

El concepto de la luz bajo la lupa

De Abe Rosen

Científicos del prestigioso CERN, el laboratorio europeo para la física de partículas, han colocado el tiempo bajo su enorme lupa. Si se muestra que las teorías y conjeturas de los científicos se dejan documentar, las perspectivas son sobrecogedoras.

Durante un experimento llevado a cabo este año en el acelerador de partículas, los físicos descubrieron para su sorpresa que había partículas que desaparecían sin emitir energía.

El experimento —conocido como Experimento Wells: por la famosa novela de H. G. Wells La máquina del tiempo (1895)— ha sido repetido varias veces con el mismo resultado.

El director del proyecto, el físico de partículas francés Jean Pierre Latroc, dice que los científicos no han conseguido encontrar una respuesta plenamente satisfactoria a esta paradoja física.

«En este primer estadio, nuestra teoría es que las partículas se han acelerado hasta salirse del tiempo», dice Letroc.

Subraya que la teoría ha de considerarse exclusivamente como una hipótesis de investigación.

«Si consiguiéramos demostrar que las partículas se han trasladado en el tiempo y se han quedado allí —dice Latroc—, estaríamos hablando de una comprensión fundamental de las leyes de la naturaleza completamente nueva. No podríamos hablar de algo antes ni después. Ni de causa o efecto. Una esfera sin tiempo y sin espacio. Algunos lo definirán como una dimensión, un universo paralelo, un hiperespacio».

Latroc es precavido a la hora de extraer conclusiones, pero señala que incluso destacados científicos como los astrónomos y físicos Stephen Hawking y Kip Thorne están discutiendo seriamente la posibilidad de los viajes en el tiempo a través de los denominados «agujeros de lombriz» del universo.

Algunos insinúan la posibilidad de que los agujeros negros sean las entradas y salidas de estos «agujeros de lombriz», que son atajos entre las distancias infinitas del universo. Si esta conjetura teórica de la astrofísica tiene algo de verdadero, la barrera mágica y absoluta del tiempo se habrá roto.

Un experimento austríaco con fotodetectores documentó recientemente el fenómeno de la física cuántica de la «no-localización». El concepto implica que las partículas que alguna vez han estado unidas seguirán vinculadas con independencia del lugar del universo —y del lugar del tiempo y el espacio— en que se encuentren las partículas separadas.

La teoría del grupo de investigación de Latroc ha provocado un escándalo académico entre los físicos más relevantes de los ámbitos universitarios punteros de Europa y EE. UU.

Uno de los más destacados críticos, el físico atómico y premio Nobel de la Paz Adam C. G. Thrust III, dice que la noción de tiempo es el último reducto inamovible de la física. «Incluso en la naturaleza hay absolutos —dice Thrust—. La velocidad de la luz es uno de ellos».

Pero la crítica no sorprende a Latroc y su equipo de investigación. «Nosotros somos los primeros en admitir que la teoría suena descabellada —dice Latroc—. Varios de mis propios investigadores creen que la solución es algo muy distinto. ¡Pero personalmente no veo ninguna otra solución a la pregunta de dónde se han metido las partículas!».

Levanto la vista del recorte de periódico.

—¿Lo entiendes? —pregunta MacMullin.

—Para nada.

—¿No ves la conexión?

—¿Cuál? ¿Qué puedo sacar de esto? ¿Qué tiene todo esto que ver con el cofre?

MacMullin inspira muy profundamente y muy despacio. Me siento como un alumno duro de mollera que no se ha estudiado bien la lección.

—Imagínate que los científicos, dentro de doscientos cincuenta años, por fin consiguen atravesar la barrera del tiempo. Tal y como la NASA consiguió en mil novecientos sesenta y nueve mandar al hombre a la Luna. Imagínate que los científicos del mañana hicieran posible que el hombre viajara hacia atrás en el tiempo.

Intento imaginármelo. Pero no lo consigo.

—¿Estás hablando de viajar hacia el pasado?

MacMullin respira por la nariz con un sonido silbante.

—Imagínate —continúa despacio— que esos viajeros del tiempo tropezaran y cayeran de su nave en un lejano pasado. Tan indefensos como Armstrong en la Luna. Imagínate que dejaran tras de sí un mensaje. No exactamente una bandera norteamericana, pero de todos modos un mensaje para aquéllos a los que abandonaron en el futuro. Un mensaje de que han llegado sanos y salvos.

—Espera —digo, intentando ponerle pies y cabeza a esa incomprensible metáfora—. Entonces podrán leer su propio mensaje antes de partir en su viaje hacia atrás en el tiempo… Porque si tienen éxito en el pasado, necesariamente habrán de poder leer su mensaje en el futuro…

—Llevado al límite, sí. Pero seguimos enfrentándonos a la paradoja eterna: ¿qué pasaría si se viajara hacia atrás en el tiempo y se matara a los propios padres antes de que uno mismo hubiera nacido? Creemos que se trata de cursos del tiempo diferentes. Universos o esferas paralelos.

Me quedo callado. Finalmente digo:

—¿Intentas decirme que eso es lo que contiene el cofre? ¿Un mensaje de un grupo de viajeros en el tiempo? —Me cruzo de brazos.

Los tres me miran con solemnidad. El tiempo pasa. Si hay algo que me sobra es tiempo. Dejo que transcurran los segundos.

—Hemos encontrado la cápsula del tiempo —dice MacMullin—. Su nave. La máquina del tiempo, si quieres.

—¿En el monasterio de Vaerne?

—El cofre de oro del monasterio de Vaerne guarda el mensaje que dejaron.

—Bueno. Está bien. ¿Y cómo acabó allí el cofre?

—Es una larga historia. Los egipcios consideraban a los viajeros del tiempo como divinidades. Cuando el cofre con sus escritos fue llevado de Egipto a Oriente Medio, se consideraba que era sagrado. Una reliquia religiosa. Con el tiempo fueron los hospitalarios de San Juan quienes se hicieron cargo de él. También ellos creían que se trataba de escritos divinos. Pensaron que el monasterio de Vaerne era un buen escondite. El final del mundo.

Asiento para mí mismo. Como si por fin entendiera.

—¿Y dónde habéis hallado esa cápsula del tiempo?

—En Egipto.

—¿Egipto?

—No era una nave espacial lo que había bajo la pirámide de Keops. Era la cápsula.

Ya no consigo aguantarme más. De nuevo se me escapa la risa. Es un problema que tengo.

—¡Por favor! —exclamo.

Llyleworth se sienta pesadamente y coge el puro del cenicero. Se le ha apagado. Enfurruñado, enciende una cerilla y le insufla vida al puro.

—¿Sí? —pregunta MacMullin de forma relamida.

—¡Por favor! —repito—. ¿Por quién me tomáis?

MacMullin me examina con los pulgares bajo la barbilla y los dedos en aspa ante la nariz. Si las circunstancias hubieran sido otras, me habría parecido que se estaba divirtiendo.

—Por mí podéis intentar engañarme —digo—. Por mí podéis pensar que soy un idiota fácil de engañar.

—¿Por qué crees que intentamos engañarte? —pregunta Loland con tono de ofendido.

—¿Viajeros del tiempo? ¡Por favor! Incluso un bobo profesor adjunto de Arqueología sabe que es una imposibilidad física. Ciencia ficción.

—Eso mismo dijeron de las expediciones a la Luna. Muchas de las cosas que nos rodean hoy en día eran ciencia ficción hace cincuenta años.

—¡Aun así! ¿Tengo que creerme que en un cofre de oro antiguo encontrado en el monasterio de Vaerne, en Ostfold, se oculta un mensaje que dejó alguien del futuro después de haber viajado a través del tiempo y haber acabado en el pasado?

—Exacto.

—¡Anda ya!

Me río y suspiro de manera teatral, abro los brazos de par en par; en suma, monto todo un número.

—Chicos, estáis olvidando una cosa. Un detalle importante.

Me miran interrogativamente. Son hombres de poder. Están acostumbrados a conseguir lo que quieren. Se sienten desconcertados por mi patrón de conducta.

—Estáis olvidando que soy yo quien sabe dónde está el cofre.

—Cierto, cierto —suspira MacMullin.

No logro evitar servir la pelota que entregaría el partido.

—Además, sé lo de Rennes-le-Cháteau.

MacMullin se queda petrificado. Recobra enseguida el control de sí mismo. Pero ya se ha delatado.

—Ah, ¿sí? —dice con confianza.

Yo carraspeo elocuentemente.

—¿Algo más?

MacMullin posa una mano sobre mi hombro.

—Dentro de poco —dice, y mira de reojo a Llyleworth—. Hablaremos de Rennes-le-Cháteau dentro de un rato.

Con la mano posada sobre mi hombro, me conduce al pasillo y de vuelta al cuarto.

Deambulo inquieto por la alfombra verde. El aire está cargado y caliente. Al entreabrir la ventana, huele a césped recién cortado y a polución.

Un abejorro se cuela por el hueco de la ventana. Inquieto, comienza a embestir contra el cristal. No está a gusto aquí, yo lo entiendo. Es grande y lanudo. Se dice que los abejorros, según los cálculos aerodinámicos, en realidad no podrían volar. Los abejorros tienen algo que me gusta. No sé exactamente qué es. Quizá me reconozca en su obstinación. Tengo la manía de identificarme con todo tipo de cosas.

No comprendo qué han hecho con Diane. O dónde la han escondido. Y me pregunto cómo reaccionará la policía si aparezco con una denuncia. Y con una explicación aproximada a la verdad. Dudo que Voz de Pito vaya a dejar todo lo que se lleve entre manos para apresurarse a ayudarme. Por Dios, ni siquiera sé cómo se apellida Diane. Cuando reservé nuestros billetes de avión, insistió entre risas en que la llamaran señora de Beltø.

No soy ningún héroe. Reventar la puerta para buscar a Diane entre la multitud de cuartos me resulta impensable. Tampoco conseguiría reventar ninguna puerta —probablemente me desencajaría el hombro— y, aunque lo consiguiera, cualquier hombre musculoso lograría amenazarme hasta la obediencia con tan sólo una mirada de enfado.

Estoy tan nervioso que pego un respingo al descubrir un sobre en la mesilla. Un sobre blanco, ordinario. Mi nombre aparece escrito con letras grandes.

Lo abro con la uña del dedo índice y saco una carta manuscrita:

¡Bjørn!

¿Qué puedo decir, querido, sino perdón? Si pudieras perdonarme. ¡Por favor! Lo siento tanto…

No saben que estoy escribiendo esto. Así que no se lo enseñes. Ni a ellos ni a nadie. Estas palabras quedan entre tú y yo. Y nadie más.

Debes de tener muchas preguntas. Ojalá yo pudiera proporcionarte algunas respuestas, respuestas que den sentido, que expliquen un poquitito de lo que ha ocurrido. Pero no puedo hacerlo. Ahora no.

Pero quiero que sepas esto: ¡te quiero! ¡Nunca te he traicionado! No he fingido tener sentimientos hacia ti que no fueran auténticos. Por favor, confía en mí. No soy una puta. Aunque quizá sí lo sea…

¿Quién ha dicho que las cosas tienen que ser jodidamente sencillas? La vida no es una ecuación que se resuelve si los factores son los correctos. La vida es una ecuación que no se resuelve nunca. ¿Mi vida? Una catástrofe continuada. Una catástrofe que comenzó el día que nací.

¡Bjørn! Siento haberme cruzado en tu camino. Perdóname que cayera a tus pies. Y que te metiera en esto. Te habrías merecido algo mejor. Quizás un día aprenda. Pero me estoy enrollando. Y tú no entiendes nada. Porque la intención no es que entiendas.

Si estás preocupado por mí, no hay ningún motivo para ello. No me han hecho nada. Quizá pueda explicártelo cuando todo esto haya pasado. No lo sé. Quizá no. Pero todo tiene su explicación.

¡¡Ojalá hubiéramos podido escaparnos!! ¡¡Tú y yo!! A una isla desierta. Donde nadie pudiera incordiarnos.

Claro que debería haberme dado cuenta. Debería haberme dado cuenta de lo que iba a pasar. Pero soy tan testaruda, tan autosuficiente, estoy tan empeñada en seguir mi propio sendero… Si papá decía: «Ponte el vestido rojo, porque estás muy guapa con él», yo me ponía los pantalones grises y la blusa morada. Si papá decía: «Ese chico no te conviene», yo me lo follaba sin tregua. He dicho que me lo follaba, no que lo amaba. Pero a ti te amaba, Bjørn.

¿Comprendes algo de lo que intento decirte? Ni siquiera yo sé lo que pretendo decir. Sólo que no quiero que me odies.

¡Olvídame sin más! ¡Olvida que una vez conociste a una chica que se llamaba Diane! ¡Olvida que quizá te pareciera un poco mona! ¡Olvida que cayó a tus pies! Mira, aquí tienes una goma de borrar, ¡bórrala de tu memoria y vive tu vida!

Tu ángel,

XXX

DIANE

Desgarro la sábana en dos trozos que ato por las puntas a la funda de la manta. Abro las dos ventanas de par en par. El bulto de ropa sale a trompicones.

El abejorro se pone eufórico.

Enrosco la tela en torno al poste central de la ventana. Después me encaramo al alféizar y me descuelgo. En el último metro y medio me dejo caer.

El grito no duró más de un segundo o dos. Pero en mi cabeza ha resonado durante veinte años.

La noche anterior al accidente, papá estaba callado y ausente, como si tuviera la intuición de que algo terrible se estaba fraguando.

Al anochecer, Trygve encendió la hoguera. Los troncos estaban colocados en diagonal y rodeados por cantos rodados. De una soga que cruzaba por encima del fuego colgaba una cafetera negra como el carbón. Una simpática construcción campestre. Como en un dibujo de cuento infantil.

Trygve estaba sentado con su puro cantando Blowing in the Wind.

El bosque olía a café, a agujas de abeto y al perfume de mamá. Papá había sacado una espiral para mosquitos que humeaba y despedía un olor terrible, pero que por lo demás no parecía molestar mucho a los mosquitos. Papá estaba medio recostado sobre un tronco. Mamá estaba sentada entre sus piernas, apoyada en su cuerpo. Él hablaba del hallazgo de grandes cantidades de perlas, oro, plata y obras de arte en Gaalaashaugen, en Nes, en Hedemark, a principios de verano. Mamá no le hacía mucho caso. Pero yo estaba como embrujado, intentando imaginarme el tesoro invaluable.

Trygve tenía una voz profunda, limpia. Al cantar, cerraba los ojos. Las llamas hacían que relumbrara su pelo largo y rubio y su barba. Sus robustos antebrazos sujetaban tiernamente la guitarra. Mamá le echaba miradas repletas de pequeños besos invisibles.

Los tonos de la guitarra ascendían entre los árboles. El cielo estaba blanco de estrellas. A través de la maleza relucía la laguna. En la parte alta de la ladera una sierra acababa la jornada. El bosque se cerraba en torno a nosotros, mágico e inmenso.

Por la noche, papá fue a revisar el equipo de escalada. Siempre se preocupaba mucho. Todavía lo veo como si lo tuviera delante. Había trasladado las mochilas a la parte de atrás de la tienda de campaña y estaba inclinado sobre el equipo cuando yo lo sorprendí. Se dio la vuelta con expresión de cordero. Como si lo hubiera pillado en algo. Justo después lo olvidé, y la imagen de papá doblado sobre los sacos se convirtió en un corte del tiempo, en una rendija que se encendió veinte años después.

Trygve le abrió una cerveza. Pero no tenía sed. Más tarde se bebió toda la botella de un solo trago.

Papá se acostó pronto. Mamá y Trygve se quedaron —risueños y con secretos, cada uno con su cerveza y hablando en voz baja— asando nubes de gominola en la hoguera.

Cuando me acosté en la tienda, todo estaba oscuro y en el cielo despejado se veían las estrellas. Estaba medio mareado e inquieto. Antes de dormirme, me quedé escuchando la noche. Y la risa baja de mamá.

Yo estaba sentado sobre un tronco tallando una flauta cuando papá cayó. No estaba muy lejos.

Al precipitarme a través del boscaje, deseé con toda mi alma que fuera Trygve quien había gritado. Pero en el fondo de mi corazón sabía que había sido papá.

En momentos como ése, la conciencia se escinde en fragmentos, breves imágenes petrificadas y añicos de sonidos que se graban en la memoria.

El cielo azul.

Un pájaro.

Voces estridentes.

La montaña gris brillante que se eleva sobre los bosques.

Trygve, una mancha de colores allá arriba en el hueco de la montaña.

Un grito: «¡Bjørn! ¡Vete! ¡Vete! ¡Vete de aquí!».

La línea vertical de la montaña.

La cuerda.

El chillido de mamá.

La sangre.

El montón de ropa al pie de la pared de la montaña. Ropa no. Papá.

El tronco del árbol contra mi espalda. La corteza que me araña la nuca cuando caigo al suelo.

Hasta la mañana siguiente, el equipo de salvamento no consiguió bajar a Trygve de la montaña. Papá había arrastrado la cuerda con la caída.

Hubo una investigación. Se escribió un informe.

Al ser el más experimentado, era Trygve el responsable de la segundad. Por eso se había quedado en el hueco. Para controlar que todo estaba bien. Pero no era así. El ocho se había desgarrado en la bajada. Desgaste del material, según concluyó el informe. A pesar de que nadie fue capaz de explicar cómo había sucedido el fallo. Era uno de esos fallos que simplemente no pueden ocurrir. Papá no tuvo ni una oportunidad.

Pero nadie quería acusar a Trygve Arntzen. Ni mamá ni la comisión de investigación. Él se tomó el accidente muy a pecho.

Medio año más tarde se casó con mamá.