3
EL AMANTE
Soy uno de esos hombres que apelan más a los instintos de las mujeres que a sus pasiones. Las mujeres ven en mí al hijo perdido.
Cuando tenía veintiún años, mi madre me pidió un domingo que fuera a verla, pues quería que habláramos sobre algo. Estábamos los dos solos en la enorme casa. Había mandado de excursión al profesor y a mi hermanastro. Había hecho unas pastas y café. De la cocina emanaba el aroma del asado y la col. Y, para mí, una tarta de queso. Mamá me colocó en el sofá y ella se sentó en una silla frente a mí. Cruzó las manos en el regazo y se quedó mirándome. Sus ojos enrojecidos me revelaron que llevaba toda la mañana armándose de valor. Estaba excepcionalmente guapa. Pensé que iba a contarme que los médicos le habían descubierto un tumor y le quedaban seis meses de vida.
Entonces me preguntó si era homosexual.
Debía de llevar mucho tiempo meditándolo. Para ella, mi albinismo era invisible. No creo que nunca haya llegado a comprender la desventaja social que sufre un albino de ojos rojizos a la hora de competir por el favor de las chicas con muchachos tostados por el sol, de ojos azules y pelo claro.
Recuerdo la sonrisa de alivio que cruzó su cara cuando le aseguré que las chicas me atraían, pero evité añadir que el grado en que ellas se sentían atraídas por mí era algo menor.
Me pregunto con frecuencia si fui yo o fue mamá quien cerró por descuido las puertas correderas entre nuestras existencias. Después de morir papá, fue como si ella no quisiera saber nada de mí. Me sentía como un recuerdo doloroso, un ancla a la deriva en su vida, y me ajusté obediente al papel del expulsado, el patético desgraciado que prefiere no molestar allí donde no es bien recibido. Seguro que hay quien piensa que la he tratado injustamente. ¿Intenté alguna vez, una única vez, ponerme en su lugar? ¿Pensé alguna vez en cómo se había desgarrado su vida y en cómo trataba de remendarla con la ayuda de ficciones alcoholizadas y el amor hacia un hombre que se conformaba con lo que le daban?
En Londres me alojé en un hotel de Bayswater. Si no hubiera sido por las vistas a Hyde Park, bien podría haber estado en la calle Ludwigstrasse de Múnich o en el Sunset Boulevard de Los Ángeles. Siento cierta simpatía por los concertistas de piano o las estrellas del rock que, pasados cuatro meses de gira, no tienen ni idea de en qué país se encuentran.
La habitación es estrecha, de paredes amarillo crema cubiertas con reproducciones anodinas. Una cama, una silla y un escritorio con un teléfono y una carpeta con información y papel de cartas en blanco. Minibar. Televisor. Armarios con perchas. Baño con azulejos blancos y pedazos de jabón empaquetado que huele histéricamente a limpio. No había estado nunca aquí, pero casi se me antoja que sí. Me he hospedado en unos cuantos hoteles a lo largo de mi vida, y, pasado un tiempo, todos parecen idénticos. Eso mismo les pasa a algunos hombres con las mujeres.
Un puñado de mujeres se han enamorado de mí por curiosidad, entrega o compasión, pero lo que todas tenían en común era que no conocían nada mejor. Nadie se ha quedado conmigo mucho tiempo. Es fácil que yo caiga bien. No soy del todo fácil de amar.
Le gusto a un tipo especial de mujeres. Son mayores que yo. Tienen nombres como Mariann, Nina, Karine, Vibeke, Charlotte. Tienen estudios, son inteligentes y algo neuróticas. Profesoras de secundaria. Asesoras culturales. Bibliotecarias. Sociólogas. Enfermeras jefe. Conoces el tipo. Llevan el bolso al hombro, chal, gafas, y están desbordadas por bondad y ternura hacia los perdedores de la vida. Pasan las puntas de los dedos sobre mi piel blanco tiza como hechizadas y luego me cuentan qué encuentran delicioso las de su sexo. Con la respiración entrecortada me muestran el modo en que hemos de proceder, como si yo nunca lo hubiera hecho antes. Yo no les dejo pensar otra cosa.
Tras el viaje, me quedo cerca de una hora en la cama del hotel, descansando. Me he duchado. Con las manos cruzadas en la tripa reposo desnudo sobre las sábanas frescas y estiradas. El estruendo de Bayswater Road y la música de trompa de Hyde Park se entretejen en una extraña cacofonía que me acompaña al país de los sueños. Pero sólo duermo unos pocos minutos.
—¿Charles qué?
—¡Charles DeWitt!
A la mujer del vestíbulo las gafas de lectura se le han deslizado hasta la punta de la nariz, y con una expresión que ha sacado de las oscuridades más profundas del congelador me mira de reojo por encima del borde de los cristales. El nombre ya ha rebotado entre nosotros seis veces. Los dos estamos a punto de perder la paciencia. Ella tiene mi edad, pero aparenta diez —¡o veinte!— años más. Lleva la coleta tan tirante que su cara ha adquirido un aire estirado, como si hubiera pasado en varias ocasiones por las manos de un cirujano plástico de Chelsea alcoholizado. Viste un ceñido traje rojo. Es el tipo de mujer que podría imaginarme que cayera en juegos sadomasoquistas al abrigo de la noche.
—¿No está el señor DeWitt? —pregunto educadamente. Frente a tipos como ella, sólo sirven la cortesía exagerada y el sarcasmo.
—Voy a hablarle claro, de… manera… que… lo… entienda. —Mueve los labios como si yo estuviera sordo—. Aquí… no… hay… nadie… que… se… llame… Charles… DeWitt.
Me saco del bolsillo la tarjeta de visita que encontré en casa de Grethe. El papel está amarillento y las letras, medio borradas, pero el texto es legible.
CHARLES DEWITT - ASOCIACIÓN GEOGRÁFICA DE LONDRES.
Le ofrezco la tarjeta; ella no la coge, pero se queda mirándome la mano con total desinterés.
—¿Es posible que haya dejado de trabajar aquí antes de que usted empezara? —pregunto.
Por su expresión comprendo enseguida que, estratégicamente, la pregunta es una completa catástrofe. Tras su pulido mostrador, en su vestíbulo enmoquetado y necesitado de una ronda con el cortacésped, con el teléfono de secretaria a su derecha y su anticuada máquina de cabeza de bola IBM a su izquierda, con una foto en color de su distinguido marido, sus encantadores hijos y el schnauzer enano ante sí sobre el escritorio, es la Incontestable Soberana del Universo. Éste es su imperio, desde aquí gobierna todas las cosas, desde el chico de los recados al director general. Llamarla recepcionista o telefonista hubiera sido una barbaridad, insinuar que no lo sabe todo sobre la Asociación Geográfica de Londres, una blasfemia.
—Eso —responde— no lo creo.
Me pregunto cómo suena su voz cuando se acerca a su marido por las noches y está cariñosa y excitada.
—¡He venido desde Noruega para verlo!
Me mira a través de una película de hielo. Así deben de haberse sentido las pobres víctimas humanas que miraban a los ojos de la suma sacerdotisa los últimos segundos antes de que ella les metiera un cuchillo en el corazón.
Me doy cuenta de que la partida está perdida. Cojo un bolígrafo de su escritorio, y ella da un respingo en la silla. Probablemente esté calculando la tinta que estoy gastando.
—Bueno, señora, si de todos modos recordara algo, ¿sería tan amable de contactar conmigo… aquí? —Le paso mi tarjeta de visita, en la que he apuntado el nombre del hotel.
Ella sonríe. No puedo creerlo. Una sonrisa de oreja a oreja, debe de ser porque estoy a punto de irme.
—¡Por supuesto! —arrulla, y coloca la tarjeta junto al borde de la mesa.
Sobre la papelera.
En torno a un detalle constructivo aparentemente sencillo como una columna, se dispone de conocimientos artísticos y arquitectónicos con una tipología y un vocabulario que pueden llegar a quitarte la respiración.
Las dos columnas de mármol que estoy admirando son del orden jónico, de dos mil quinientos años de antigüedad. Sobre una columna jónica, a un historiador del arte se le puede ocurrir decir que «las puntas redondeadas de las volutas cubren parcialmente el equino» y que «la base del fuste consiste en toros y escocias alternados». Toda ciencia, toda materia, se enclaustra en su terminología y en su alienante vocabulario. Los demás nos quedamos fuera, con la boca abierta.
Las columnas sostienen un frontón, y en el tímpano, el frontón triangular, retozan querubines y serafines en torno al año 1900.
Atornilladas a los muros de ladrillo a ambos lados de la entrada, hay placas de latón, tan pulidas que reflejan los coches y los autobuses rojos de dos pisos que pasan a mis espaldas. Las letras grabadas están rellenas de plata. La puerta doble es de haya color sangre. La aldaba cumple sobre todo la función de recordar que por aquí no anda uno como Pedro por su casa. A mi derecha —dos metros por debajo de la cámara de vigilancia colocada junto al techo— hay un telefonillo de plástico negro incrustado en la pared. Como para compensar esta tremenda ruptura del estilo, el timbre dorado tiene forma de flor (¿o es de sol?).
Llamo. Y me abren. Sin preguntas.
La gran recepción me recuerda a esos bancos en los que tienes que pedir cita para meter tu dinero. Se oye un murmullo de voces bajas y pasos rápidos. Las paredes están cubiertas de paneles color marrón oscuro sobre los que cuelgan óleos que parecen prestados por la National Gallery. Las baldosas de mosaico cerámico brillan de barniz. En medio del vestíbulo, a través de un agujero cuadrado en el suelo y subiendo hasta las ventanas inclinadas del techo, crece una palmera que parece echar de menos el Sahara.
Lo único que rompe el conjunto es la abuela.
Detrás de un escritorio, lo suficientemente grande como para jugar al tenis sobre él, una anciana de pelo gris está sentada haciendo punto. Me mira. Se la ve muy contenta. Teje sin parar. Mi desconcierto ha de deberse a que el entorno armoniza mal con la visión de una abuela que hace punto.
—¿Puedo ayudar en algo? —me pregunta alegremente. Las agujas entrechocan.
—¿Qué estás tejiendo? —se me escapa.
—¡Calcetines! Para mi nieto. ¡Es un encanto! ¿Algo más?
La pregunta tiene gracia; la amo. En manos de una persona con sentido del humor podría hacer que se me acelerase el corazón.
Me presento y le cuento que he viajado desde Noruega.
—La tierra del sol de la medianoche. —Sonríe con complicidad—. Entonces quizá sepas quién es Thor Heyerdahl. —Ahora se echa a reír—. ¡Qué hombre tan agradable! Pasa muy seguido por aquí. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Quisiera ver a Michael MacMullin.
Abre los ojos de par en par y deja a un lado la labor. Me siento como un súbito solicitante de asilo procedente del planeta Júpiter, como si acabara de pedirle cambio para pagar el aparcamiento donde he estacionado mi platillo volante.
—Ay, Señor…
—¿Pasa algo?
—Está… Me temo que el señor MacMullin está en el extranjero. ¡Lo lamento muchísimo! ¿De verdad tenías una cita con él?
—En un sentido estricto, no. ¿Cuándo se espera que vuelva?
—No lo sé. Él no es de los que… Pero quizá pueda ayudarte alguna otra persona.
—Soy arqueólogo —explico. La lengua no me sigue del todo; en inglés «arqueólogo» tiene demasiadas consonantes seguidas. Rrr… kay… olo… gist MacMullin está implicado en unas excavaciones. En Noruega.
—No me digas.
—Y he de hablarle. ¿Sería posible contactar con él? ¿Tiene teléfono móvil?
Suspira con desánimo.
—Lo siento. Es imposible. ¡Imposible! Verás, al ser el presidente, MacMullin tiene aquí su despacho, pero entra y sale sin informarnos… —añade inclinándose hacia mí y bajando la voz— a quienes estamos aquí para organizar a todos estos despistados. Pero quizá pudiera servirte nuestro jefe de sección.
—Claro.
—¡Señor Winthrop! Un momento. —Marca un número interno en el teléfono y explica que el señor Balto de Noruega ha acudido para hablar con el señor MacMullin—. ¡Sí, así es! No, no tiene cita… Sí, ¿verdad? —¿Podría el señor Winthrop concederle una audiencia en su lugar? Dice «ajá» varias veces, da las gracias y cuelga—. Desgraciadamente, el señor Winthrop está ocupado, pero su secretaria dice que le sería posible recibirte mañana. A las nueve. ¿Te va bien?
—Desde luego.
—¡Habiendo venido de tan lejos como Noruega…!
Aunque ya han cerrado por hoy, la abuela me da permiso para que le eche un vistazo a la biblioteca de la fundación.
La fascinación por las bibliotecas me ha quedado de la infancia, cuando la filial local de Deichman era un buen sitio al que acudir después del colegio, cuando mamá me obligaba a salir para jugar con los chicos tostados por el sol y con buena vista que querían jugar al fútbol o a la conquista del mundo. Hay algo en los metros de estanterías llenas de libros que hace que me embargue un sentimiento de devoción. El silencio. El sistemático ordenamiento alfabético y temático. El olor a papel. Los cuentos, el dramatismo, las vivencias. Puedo pasarme horas deambulando por Deichmanske, sacando libros, hojeándolos, sentándome con uno que me atrape, repasando las fichas en los cajones largos y estrechos, buscando en los ordenadores.
También en la biblioteca de laSIS reina una paz inexplicable. Es como una iglesia. Me quedo de pie en medio, con los brazos en cruz, mirando, percibiendo.
—Lo siento, pero está cerrado.
La voz es aguda, un poco cortante. Me vuelvo hacia ella.
Debe de llevar un rato mirándome en completo silencio. Es probable que haya tenido la esperanza de que yo desapareciera si ella se mantenía lo suficientemente callada. Está sentada junto a los archivadores. En el regazo, sobre una falda de tweed, tiene un montón de fichas.
—La mujer de la recepción me ha dado permiso para que eche un vistazo —le explico.
—¡Muy bien!
La sonrisa añade años a su cara de niña. Apuesto a que tiene alrededor de veinticinco. Lleva media melena, tiene el cabello claro y rojizo y unas pecas que apenas se insinúan. Es bonita. Lo que atrae mi mirada son sus ojos. Los iris, de colores diferentes, brillan como caleidoscopios. Se me ha ocurrido alguna vez que puede que haya colores que sólo yo conozco. Un color no se puede describir. Los científicos pueden decir cosas sobre la composición espectral de la luz, o que el rojo tiene una longitud de onda de 723-647 nanómetros, pero en el fondo todo color es una experiencia subjetiva. Por eso tiene sentido pensar que todos vemos colores que sólo conocemos nosotros mismos. Es una idea seductora.
Así son sus ojos.
Pone el montón de fichas sobre una mesa con ruedas. Es delgada, no muy alta. Lleva las uñas muy largas y afiladas, pintadas de rojo oscuro. Nunca he pensado que las uñas fueran algo sensual, pero no puedo mirárselas sin imaginarme cómo sería que me arañaran en la espalda.
—¿Puedo ayudarte con algo? —me pregunta.
El tono, la mirada, la fina figura… algo en ella estira el muelle que pone en funcionamiento mis piernas y mis tics. Tiene un modo nervioso de presencia, una insistencia desazonada.
—No estoy seguro de lo que estoy buscando —respondo.
—Entonces te será difícil encontrarlo.
—Me pregunto tantas cosas… ¿No tendrás algunas respuestas buenas a tu disposición?
—¿Cuál es la pregunta?
—No lo sé. Pero si consigues encontrar una respuesta, seguramente consiga formular alguna pregunta.
Ladea la cabeza y se echa a reír; en ese mismo instante me enamoro de ella. Hace falta muy poco.
—¿De dónde eres? —inquiere.
—De Noruega.
Enarca las cejas.
—¿Qué quieres decir con que no ruega?
Suavizo la erre:
—Noruega. Soy… —cojo carrerilla para pronunciarlo bien— arqueólogo.
—¿Contratado por laSIS?
—No exactamente. De hecho, podría decirse que todo lo contrario. —Me río tensamente.
—¿Estás aquí para llevar a cabo una investigación?
—He venido para ver a Michael MacMullin.
No puede disimular su sorpresa. Está a punto de decir algo.
—Ah —exclama finalmente. El sonido transforma los labios en una linda boquita de piñón.
—Tengo algunas preguntas que formularle.
—Eso nos pasa a todos.
Yo sonrío. Ella sonríe. Yo me sonrojo.
—¿Qué tipo de biblioteca es ésta? —pregunto.
—Sobre todo hay literatura especializada, Historia, Teología, Filosofía, Arqueología, Historia de la cultura, Matemáticas, Física, Química, Astronomía, Sociología, Geografía, Antropología, Arquitectura, Biografías. Y así…
—Ah, las trivialidades de la existencia.
Vuelve a reír y me mira con curiosidad; supongo que estará preguntándose qué clase de criatura soy y quién habrá decidido ponerme en libertad.
—¿Y tú eres la bibliotecaria?
—Una de ellas. Hola, ¡soy Diane! —Me tiende la mano de uñas rojas.
—Me llamo Bjørn —digo, estrechándosela.
—¿Sí? ¿Bjørn? ¿Como el tenista?
—¿Crees que me parezco?
Me estudia con atención mientras mordisquea el lápiz.
—Bueno —dice en tono de burla—, quizás él tenía un poco más de color que tú.
Ceno en el restaurante habitual de los vegetarianos serios de Londres. Animado, me pido uno de los platos más caros del menú, compuesto por coles de Bruselas, champiñones, espárragos y salsa de nata y ajo.
Debería pensar en el cofre, y en las descaradas maniobras de Llyleworth. Debería reflexionar sobre el misterio en torno a Charles DeWitt. Debería llamar a Grethe. Lo cierto es que podría haberme dado alguna explicación: DeWitt puede haberlo dejado. La tarjeta de visita no tenía pinta de nueva.
Pero lo que hago es pensar en Diane.
Puede que me enamore con tanta facilidad porque veo una posible novia y futura esposa en toda mujer. Una sonrisa, una voz, un roce… No soy repugnante. Soy pálido, pero no feo. Dicen que tengo ojos bondadosos, rojos, sí, pero unos ojos rojos bondadosos.
Las ideas fluyen en torno a fantasías sobre mis misterios interiores mientras me como las coles de Bruselas, los champiñones y los espárragos y vacío la botella de vino.
Después eructo y me voy.
Una profesora de Lengua me planteó una vez una pregunta.
—Si no fueras una persona, Bjørn, sino una flor, ¿qué flor te hubiera gustado ser?
Solían ocurrírsele todo tipo de preguntas extrañas. Creo que le hacía gracia jugar conmigo y yo era una víctima agradecida. Yo tenía diecisiete años. Ella, el doble.
—Una flor, Bjørn —repitió. Su voz era suave, cálida. Se inclinó sobre mi pupitre. Todavía recuerdo su aroma; suave, especiado, repleto de húmedos secretos.
La clase guardaba silencio. Todos tenían curiosidad por saber qué flor le hubiera gustado ser a Bjørn, o quizás esperaban que tartamudease y me sonrojara, como era mi costumbre cuando ella se inclinaba sobre mí con todos sus aromas y sus contoneantes tentaciones.
Pero por una vez tenía respuesta a su pregunta.
Le hablé sobre la Espada de Plata.
Crece en los cráteres de los volcanes de Hawai. Durante veinte años no es más que una triste bola cubierta de un pelo de brillo plateado. Acumula fuerzas. De pronto, un verano, explota en una fastuosa floración en amarillo y púrpura. Luego muere.
Mi respuesta la dejó pasmada. Se quedó un buen rato junto a mi pupitre mirándome fijamente.
¿Qué coño esperaba que respondiera? ¿Un cactus?
La nota está escrita con letra de chiquilla, llena de lazos y perifollos, en una hoja en la que el hotel ha imprimido «Mensaje para nuestros huéspedes» con letras góticas:
Para el señor Bulto, habitación 432: ¡Por favor llame a la señora Grett Lidwoyen inmediatamente!
Linda/Recepción/Jueves/14,12 h.
—¿Tú eres Linda? —le pregunto a la chica de recepción.
—¡Lo siento! Linda ha acabado su turno a las tres.
Entonces Linda debe de ser la gata patilarga que atendía cuando me he registrado en el hotel. Linda… Puede que tenga muchas cualidades, seguro que es buena y cariñosa. Es guapa. En las hábiles manos de un torturador no creo que negase que su corte de pelo atrajo mi mirada. Pero la ortografía no es el fuerte de Linda.
Subo las escaleras con la nota y la llave-tarjeta en la mano, abro la puerta de mi habitación.
Marco el número y dejo que el teléfono suene.
Al otro lado de la ventana, los ruidos tienen un carácter distinto al de la mañana. Un autobús, quizás un camión, hace que vibre el cristal. Estoy sentado sobre la cama, la luz cae por el papel de la pared. Me quito los zapatos de unas patadas y me doy un masaje en los pies. Tengo pelusa entre los dedos.
En la otra punta alguien levanta el auricular. Durante mucho tiempo hay silencio.
—¿Grethe? —pregunto.
—¿Hola? —Es la voz de Grethe. Suena muy lejana.
—Soy Bjørn.
—Ah.
—Acabo de recibir tu mensaje.
—Sí. —Suspira—. No era mi intención… —Vuelve a suspirar.
—¿Grethe? ¿Pasa algo?
—¿Eh? No, nada.
—Se te oye muy lejana.
—Son… las pastillas. ¿Podrías llamarme más tarde?
—Claro… ¿No corría prisa?
—Ya. Pero es que… Me viene un poco mal.
—¿Grethe? ¿Quién es Charles DeWitt?
Empieza a toser. El ataque es estertoroso. Suelta de golpe el auricular sobre la mesa, y me parece oír a alguien dándole palmadas en la espalda. Después de un buen rato levanta el auricular y susurra:
—¿Podrías llamar más tarde?
—Grethe, ¿te sientes mal?
—Se… me… pasará.
—¿Hay alguien contigo?
No responde.
—¡Tienes que llamar a tu médico!
—Me… las… apañaré.
—¿Con quién estás?
—Bjørnillo, ahora mismo no tengo… fuerzas… para hablar.
Luego cuelga.
La infancia me volvió sensible. Cuando eres un albino introvertido, aprendes a sentir los golpes del pulso del idioma. Incluso por medio de una línea telefónica que llega desde Bayswater, Londres W2, hasta la calle Thomas Heftyes, 0264 Oslo, a través de cables subterráneos y un satélite de telecomunicaciones en órbita geoestacionaria, percibía el miedo de Grethe. Estaba mintiendo. Me tumbo despatarrado sobre la cama y enciendo el televisor. Voy cambiando de canal con el mando.
Una hora después vuelvo a llamar a Grethe. No coge el teléfono.
Me doy una ducha rápida y antes de llamarla de nuevo veo el final de un capítulo de Starsky y Hutch del año de la pera. Dejo que suene veinte veces.
Me paso alrededor de una hora leyendo el trabajo que escribió papá junto con Llyleworth y DeWitt. Funciona mal como somnífero. Sus tesis van tan lejos que no acabo de estar seguro de que hablen en serio. En última instancia, afirman, que el hallazgo del cofre de los secretos sagrados podría cambiar el orden mundial, aunque luego, con la habitual precaución de los científicos, añaden tantas reservas que la afirmación pierde su sentido.
Cuando paso la página 232, una carta cae por un lado. Tiene fecha del 15 de agosto de 1974. No está firmada. Y no dice a quién va dirigida. Lo primero que pienso es que la escribió papá. La letra es idéntica a la suya. Pero no puede ser, ¿no? Si obviamos que reconozco los lazos bajo las ges y las jotas, y la raya sobre las úes. En ella describe sus planes para una expedición a Sudán. Lo que no entiendo es por qué hay una carta de papá en un trabajo que lleva veinticinco años en una estantería en casa de Grethe Lid Woien.
Ocurre algo con la noche.
Para mí la noche es algo que preferiría pasar durmiendo. La oscuridad lo agranda todo. Me siento más enfermo. Las trivialidades del día se van moliendo y pierden toda proporción.
Debería estar cansado, debería estar agotado. Pero tumbado, con los ojos abiertos de par en par, miro la oscuridad del cuarto. Al otro lado de la ventana fluye una corriente uniforme de coches. Algunos turistas berrean con ánimo festivo. Yo pienso en Grethe. Pienso en el cofre que he escondido en casa de Rogern. Pienso en el profesor Llyleworth y el profesor Arntzen, en Charles DeWitt y Michael MacMullin. Pienso en papá. Y en mamá.
Pero sobre todo pienso en Diane.
A las dos y media de la mañana despierto de pronto y enciendo la luz de la mesilla. Ahogado en sueño marco el número de Grethe.
En un pequeño país, en una pequeña ciudad, en un piso de un edificio de Frogner, un teléfono solitario no para de sonar.
Hay maneras agradables de despertar. Un beso en la mejilla. El canto de los pájaros. El Quinteto para cuerda en do mayor de Schubert. El rumor de una barca a motor.
Luego están las desagradables. De ésas hay más. Como el timbre de un teléfono.
Busco a tientas el auricular.
—¿Grethe? —murmuro.
Son las ocho y cuarto. Me he quedado dormido.
—¿Señor Beltø? —pregunta una mujer.
La voz me suena, pero no consigo situarla.
—¿Sí?
Ella titubea.
—Llamo de la Asociación Geográfica de Londres. —La voz es estirada, fría y cortante; en ese mismo instante surge la imagen de la furia tras el escritorio. La dominatriz sadomasoquista ha dejado en casa la falda de cuero y el látigo y se ha puesto el elegante hábito de secretaria y el tono desagradable.
—¿Sí?
Vuelve a titubear. No es ésta una conversación que aprecie.
—Por lo visto ha habido un malentendido.
—¿Sí?
—¿Fue usted quién preguntó por… Charles DeWitt?
—Sí. —Esbozo una sonrisa maligna.
—Lo siento mucho… —El tono es tan seco que podría separar las palabras y machacarlas hasta convertirlas en polvo—. Al parecer sí hay un Charles DeWitt vinculado a nosotros.
—¿No me diga? —Exagero la sorpresa para prolongar la humillación.
El modo en que ella toma aire me dice que está apretando los labios. Yo disfruto cada vez más.
—¿Quizá se le había olvidado? —añado.
Carraspea. Me doy cuenta de que hay alguien a su lado escuchando.
—El señor DeWitt tiene mucho interés en recibirlo. Desgraciadamente no está en Londres en estos momentos, pero esperamos que llegue con el avión de media mañana. Me ha pedido que concierte una cita con usted.
—Qué bien. Quizás él desee apuntarse también. Para que lo conozca. —Es un problema que tengo. A veces me pongo sarcástico.
Ella ni considera darme una respuesta.
—Si quisiera presentarse a las…
—¡Un momento! —la interrumpo. Quiero hacerme el valioso. Nunca he intentado ocultar que puedo ser un Satán—. Que míster DeWitt se ponga en contacto conmigo cuando vuelva. Tengo un programa muy apretado.
—¡Señor Beltø! Me pidió con insistencia que…
—Seguro que es tan amable de darle el número del hotel. Podrá encontrarme por la tarde o por la noche.
—¡Señor Beltø!
—Puede dejarle el recado a la recepcionista.
—Pero…
—¡Y salude de mi parte al señor DeWitt, por favor! Estoy deseando verlo.
—¡Señor Beltø!
Cuelgo, jactancioso, y de un giro pongo los pies en el suelo. En el cajón encuentro calzoncillos, calcetines y una camisa. Me visto antes de llamar a Grethe. Ya no me sorprende que no responda. Voy al baño. Mi orina huele a los espárragos de anoche. Me quedé atónito cuando me dijeron que sólo una minoría tiene un olfato capaz de percibir los espárragos en la orina. Me agarro a todo lo que me haga único.
—¡Ah! ¡El misterioso señor Balto!
Anthony Lucas Winthrop Jr. es un hombre rechoncho y bajito con la cabeza en forma de bola y una risa burbujeante como la de un payaso contratado para divertir a los niños mimados de una fiesta de cumpleaños mundana. Me ofrece la mano. Sus dedos cortos parecen salchichas con anillos de oro. Sus ojos entreabiertos me miran con expresión burlona, su rostro está desbordado de amabilidad y atención paternalista.
Hay algo en su voz… No me fío de él.
La abuela que teje ha subido conmigo las amplias escaleras de mármol hasta el tercer piso y me ha conducido por el largo pasillo de columnas en que resuenan el eco de los pasos y las voces mitigadas, hemos doblado en una esquina y hemos llegado a la antesala de Winthrop.
Él me guía hacia su despacho.
No es un despacho. Es un universo.
En la lejanía, bajo los arcos de las ventanas, vislumbro el escritorio. En la otra punta, junto a la puerta, hay unos muebles de salón. En medio flotan nebulosas de estrellas, cometas y agujeros negros.
—¿Debo interpretar que le gusta jugar a ser Dios? —pregunto con una sonrisa irónica.
Se ríe con inseguridad.
—Soy astrónomo. De profesión. —Abre los brazos en un gesto de inhibición, como para dejar que su trasfondo profesional explique el extraño hecho de que haya transformado su despacho en un universo en miniatura.
Hace un tiempo leí una noticia en un periódico sobre un grupo internacional de astrónomos que había descubierto un cuerpo celeste que emitía materia que, al parecer, se trasladaba a mayor velocidad que la luz. La noticia de ese descubrimiento causó sensación en el congreso científico Cospar de Hamburgo, pero obviamente algo tan abstracto como la velocidad de la luz no tenía gran importancia para los periódicos, así que no se escribió gran cosa sobre el asunto. Fue un grupo de astrónomos el que, con ayuda de un radiotelescopio, localizó el misterioso cuerpo celeste a treinta mil años luz de la Tierra. A un trecho de aquí, por decirlo así. Si las observaciones son correctas, torpedean el límite más absoluto de las leyes de la naturaleza: la velocidad de la luz. Las perspectivas son para marearse. Por eso tampoco hubo grandes titulares en los periódicos.
Caminamos a través del Sistema Solar y nos adentramos en el Cosmos, más allá de Próxima Centauri y la nebulosa de Andrómeda, hasta llegar a su escritorio. Mis movimientos han hecho que las galaxias se pongan a temblar y balancearse en sus hilos de nailon.
—Tengo entendido que va a reunirse con Charles DeWitt esta tarde —dice en tono vacilante.
—¡Dios mío! ¡Todo lo que saben!
Winthrop refunfuña con evidente nerviosismo y se sienta en una silla llamativamente grande. Yo me dejo caer en una llamativamente pequeña. Es como sentarse en el suelo. En uno de mis constantes y recurrentes ataques de maldad, pienso que tras un escritorio pulido incluso un payaso puede elevarse hasta Dios.
—¡Señor Balto! —exclama entusiasmado mientras se balancea sobre su silla y aplaude como si se hubiera pasado años esperando que llegara este día—. Bueno… ¿Qué podemos hacer por usted?
—Estoy buscando algo de información.
—Eso tengo entendido. Y ¿qué le trae a laSIS y a Michael MacMullin? Como verá, no está aquí.
—Hicimos un hallazgo.
—Ah, ¿sí?
—Y creo que MacMullin sabe algo sobre el asunto.
—¿De verdad? ¿Y en qué consiste ese hallazgo?
—Señor Winthrop —digo con exagerada cortesía—, vamos a dejarnos de chorradas.
—¿Disculpe?
—Ambos somos hombres inteligentes, pero malos actores. Dejémonos de teatro.
Su estado de ánimo sufre una transformación casi imperceptible, pero a pesar de todo apreciable.
—Está bien, señor Balto. —Su voz adquiere el tono de desconfianza y la frialdad de la de un hombre de negocios.
—Evidentemente sabe quién soy, ¿no?
—Es usted profesor adjunto en la Universidad de Oslo. El supervisor noruego de las excavaciones del profesor Llyleworth.
—Entonces es obvio que también sabe lo que hallamos, ¿no?
Se estremece. Winthrop es de esos hombres que no están a gusto bajo presión.
—El cofre sagrado —añado para ayudarlo.
—Eso tengo entendido. ¡Verdaderamente fascinante!
—¿Qué puede contarme sobre el mito de la reliquia de los secretos sagrados?
—Poca cosa, me temo. Soy astrónomo, no historiador ni arqueólogo.
—¿Conoce el mito?
—De modo superficial. El Arca de la Alianza, el cofre sagrado…, un manuscrito…, hasta ahí sé.
—Pero seguro que sabe también que lo que buscaba Llyleworth era ese cofre.
—Señor Balto, laSIS no se ocupa de supersticiones. No creo que Llyleworth esperara encontrar ningún cofre sagrado.
—¿Y si resulta que no se trata de ninguna superstición, sino, por ejemplo, de un cofre de oro?
—Señor Balto. —Suspira con rechazo y alza los dos montones de salchichas—. ¿Se ha traído el hallazgo? ¿Aquí? ¿A Londres?
Chasqueo la lengua en respuesta.
—Espero que esté en sitio seguro.
—Por supuesto.
—¿Es una cuestión de dinero? —pregunta en tono ausente.
—¿Dinero?
A veces soy un poco corto de entendederas. Él me mira a los ojos. Le devuelvo la mirada. Tiene los ojos de un gris azulado y las pestañas bastante largas. Intento leerle los pensamientos.
—¿Cuánto había pensado? —inquiere.
De pronto caigo en la cuenta de por qué reconozco la voz. He hablado por teléfono con él, hace dos días, cuando se presentó como el señor Rutherford del Real Instituto Británico de la Jodida Arqueología.
Me echo a reír y me mira desconcertado. Después me acompaña con su risa de payaso. Ahí estamos, riéndonos en nuestra mutua desconfianza.
Detrás de nosotros, en la otra punta del universo, se abre una puerta. Un ángel llega flotando, con una bandeja de plata con dos tazas y una tetera de porcelana. Sin mediar palabra, nos sirve y desaparece.
—Por favor —dice Winthrop.
Dejo caer un terrón de azúcar en el té, pero no toco la leche. Winthrop hace exactamente al revés.
—¿Por qué se niega a entregar el objeto?
—Porque es propiedad noruega.
—Escuche —empieza con irritación, pero se detiene y decide cambiar de tono—. Señor Balto, ¿no es el profesor Arntzen su superior?
—Sí.
—¿Por qué, entonces, no obedece las órdenes de su superior?
Órdenes, mandatos, decretos, dictados, leyes, reglas, instrucciones, prescripciones… La mayoría de los británicos encuentra seguridad en todas las regulaciones de la vida. Pero a mí me ocurre lo contrario.
—No confío en él —respondo.
—¿No confía en su propio padrastro?
Un escalofrío me baja por la espalda. Hasta eso han descubierto.
Winthrop me guiña un ojo y chasquea la lengua. Es espabilado.
—Dígame, señor Balto, ¿no sufrirá una ligera manía persecutoria?
No me extrañaría que hubiera leído mis historiales médicos. Y el diario. Algunas veces hasta los paranoicos pueden tener razón.
—¿Qué hay en el cofre? —pregunto.
—Como ya le he dicho, señor Balto, permítame que le recuerde que es su obligación entregar aquello que de ningún modo le pertenece.
—Voy a entregarlo…
—¡Estupendo!
—… En cuanto averigüe qué es lo que hay dentro y por qué tanta gente está tan empeñada en sacarlo ilegalmente de Noruega.
—Señor Balto, ¡de verdad…!
—¡Yo era el supervisor de las excavaciones!
Winthrop chasquea los labios.
—En efecto. Pero en realidad nadie le ha dicho qué es lo que estaban buscando, ¿no?
Vacilo. Comprendo que va a dejarme formar parte de algo que se supone que no debería saber. Pero también sé que probablemente me servirá una mentira bien dirigida, una seductora pista falsa.
—¿El mapa de un tesoro?
Sus cejas forman dos uves perfectas cabeza abajo.
—¿El mapa de un tesoro, señor Balto?
—¿Ha estado últimamente en Rennes-le-Cháteau?
—¿Dónde? —Me mira con inocencia.
Perfecciono la pronunciación:
—¡Rennes-le-Cháteau! Ya sabe, la iglesia medieval. Los mapas del tesoro.
—Lo siento. De verdad, no sé de qué me está hablando.
—Entonces, ¿podrá contarme lo que estaban buscando de verdad?
Se estremece y baja la voz; está incómodo.
—Tenían una teoría.
—¿Una teoría?
—Nada más. Sólo una teoría.
—¿Que consistía en qué?
Winthrop hace una extraña mueca que quizá pretenda manifestar profundas reflexiones, pero que en el fondo sólo parece una mueca extraña, y luego pregunta:
—¿No es sorprendente que las civilizaciones antiguas no fueran en absoluto tan primitivas como creíamos?
—Y que lo diga.
—Tenían conocimientos, tanto tecnológicos como intelectuales, que no parecen corresponder a gente en su estado de desarrollo. Conocían mejor el universo que muchos astrónomos aficionados de hoy en día. Dominaban la matemática abstracta. Eran destacados ingenieros. Practicaban la medicina y la cirugía. Tenían muy buena comprensión de las distancias y las proporciones, de la geometría y la perspectiva.
Lo miro con atención, intento leer entre líneas estudiando su cara y sus ojos.
—Por ejemplo: ¿se ha preguntado alguna vez por qué se construyeron las pirámides? —inquiere.
—En realidad no.
—¿Sabe entonces por qué?
—¿No eran cámaras mortuorias? ¿Los suntuosos sepulcros de los faraones?
—Represéntese la pirámide de Keops. Tenía ciento cuarenta y cuatro metros de altura cuando fue erigida por el rey egipcio Keops, de la cuarta dinastía. Los arqueólogos y los ladrones de tumbas han encontrado una cámara del rey, una cámara de la reina, hoyos, galerías, pasillos estrechos… Las estancias conocidas constituyen en total un uno por ciento del volumen de la pirámide. ¿Me sigue?
Lo sigo.
Se inclina sobre el escritorio.
—Los científicos —continúa— empezaron a practicar radioscopias en las pirámides con tecnología moderna. No tardaron en darse cuenta de que había mucho más hueco del que se ha descubierto. Hasta un quince por ciento.
—No es tan sorprendente.
—Desde luego que no. ¡Pero un quince por ciento, señor Balto, es bastante! No sólo eso: el sensible equipo recibió reflejos que indicaban que un gran objeto de metal está localizado siete metros por debajo del nivel del suelo de la pirámide.
—¿Un tesoro?
—Por lo que sé, le interesan los tesoros. Y supongo que se puede decir que todo lo que hay dentro de una pirámide, por definición, ha de considerarse un tesoro. La presencia de metales en una pirámide egipcia no tendría, en sí misma, por qué extrañar a nadie. Pero no se trataba de un sarcófago de oro ni de una colección de cobre o hierro. El tamaño y la macicez del objeto metálico era de tal carácter que obligó a los científicos a repetir varias veces las mediciones antes de convencerse de que los datos eran correctos. Situando el equipo radioscópico en diferentes ángulos y posiciones, consiguieron el boceto del objeto metálico. Su contorno.
—¿Y qué es lo que vieron?
Winthrop se levanta y se acerca a un armario que contiene una caja fuerte. Teclea un código y la puerta se abre con un bostezo. Winthrop saca una carpeta negra que trae hasta el escritorio mientras la abre.
—Ésta es una copia de lo que descubrieron —dice.
La hoja está metida en una funda de plástico transparente. A primera vista el dibujo, hecho por ordenador, parece una nave espacial.
Después advierto que realmente representa una nave espacial.
Casco alargado, alas pequeñas, timón de profundidad.
Miro a Winthrop de reojo.
—El año pasado excavamos hasta la galería en la que se encuentra la nave —dice.
—¿Qué es esto?
—¿No lo ve?
—Parece una nave espacial.
—Es una nave espacial.
—¿Una nave espacial?
—Exacto.
—Espere un momento. ¿Una nave espacial se quedó atascada bajo la pirámide de Keops en un desgraciado intento de aterrizar en el desierto? —pregunto en tono mordaz.
—No, no, no lo entiende. Es una nave sobre la que se construyó la pirámide de Keops.
Le dirijo mi triste mirada de perro. La que significa: «No pretenderá que me crea todas estas tonterías, ¿verdad?». Y después suelto un profundo suspiro.
—Quizá conozca las controvertidas teorías del suizo Erich von Dániken —prosigue.
—¡Sí! Se refieren a las visitas de extraterrestres a la Tierra en el pasado, y esa clase de cosas.
—Eso es.
Miro el dibujo de la nave espacial. A continuación miro a Winthrop.
—¡No puede estar hablando en serio! —exclamo.
De la carpeta negra saca cinco hojas de papel cubiertas de fórmulas matemáticas.
—Los cálculos —dice empujando hacia mí los papeles—. La NASA ha evaluado las cualidades aerodinámicas de la nave. A partir de ahora van a ajustar sus futuras naves espaciales a este modelo.
Me cruzo de brazos. Empiezo a sentirme mal. No porque me crea su historia, sino porque sus mentiras parecen ocultar un secreto que quizá sea aún más terrorífico.
—Una nave espacial bajo la pirámide de Keops —digo, como si ya hubiera conseguido convencerme.
Inclino la cabeza hacia la izquierda. Y luego hacia la derecha. Como si tuviera tortícolis. Bebo un sorbo de té. Está tibio y sabe como algo que esperarías que te sirvieran en la tienda de un beduino rico en medio del desierto.
—¿Así que quiere que crea que la pirámide de Keops se erigió sobre una nave espacial prehistórica? —digo mirándolo a los ojos.
—Permítame que se lo repita… Una nave espacial. Creemos que procedía de una nave nodriza mayor en órbita alrededor de la Tierra.
—Sí, claro.
—Parece escéptico.
—¿Escéptico? ¿Yo? De ningún modo. Pero, dígame, ¿cómo explica que los egipcios construyeran una enorme pirámide sobre la nave? No creo que hace cinco mil años existiese el concepto de «garaje».
—Consideraban que era sagrada. La nave celeste de los dioses.
—¡Debió de ser un verdadero fastidio para los extraterrestres cuando por fin volvieron y encontraron una enorme pirámide sobre su nave!
Ni siquiera sonríe. Cree que tiene mi confianza.
—Algo pudo haber salido mal desde el principio —apunta—. Quizá fuese un aterrizaje forzoso. Quizá la nave no pudiera despegar. ¿Arena en la maquinaria? O quizá sus astronautas murieran al encontrarse con la atmósfera terrestre, o al entrar en contacto con determinadas bacterias. No estamos seguros. Seguimos en la fase de las adivinanzas.
—¿Así que no han intentado hacer girar la llave de arranque?
—Aún no. —Vacila—. Existe otra teoría.
—No lo dudo.
—Podría pensarse que nunca pretendieron que la nave volviese. Que su misión era traer a un grupo de criaturas, sin duda con apariencia humana, para que se quedaran en la Tierra.
—¿Qué tenían que hacer aquí?
—Quizá quisieran colonizar nuestro hermoso planeta, intentar reproducirse, no hay modo de saberlo. Hay quien cree que esas criaturas eran los modelos de los relatos de la Biblia sobre bellos ángeles estilizados. Eran más grandes y altos que nosotros, las personas. E inconcebiblemente hermosos. Por la historia de la religión sabemos que los ángeles a veces dejaban embarazadas a nuestras mujeres. Así que, en el aspecto genético, debemos de haber tenido un origen común.
Me río.
El no dice nada.
—¿Y usted se cree todo eso? —pregunto.
—Se trata de reconocer los hechos, señor Balto.
—O las mentiras.
Lo miro largamente. Al fin, el sonrojo emerge como dos rosas en sus redondas mejillas.
—¿Y el cofre? —pregunto—. ¿Qué relación tiene con esto?
—Eso quizá lo sepamos cuando nos lo entregue.
Me río.
—Tenemos la esperanza de que el contenido del cofre pueda guiarnos hasta esos seres extraterrestres —afirma—. No necesariamente a los que aterrizaron, no creo que sean inmortales, aunque, quién sabe… —añade, arqueando las cejas—, sino a sus descendientes. La línea de su estirpe. Tal vez encontremos un mensaje. De ellos para nosotros.
Guardamos silencio.
Recientemente leí algo en el periódico sobre la médico finlandesa Rauni-Leena Luukanen, que no sólo es especialista en enfermedades terrenales como la sinusitis o las hemorroides, sino también en la filosofía pacifista de criaturas de sistemas solares lejanos. Mantiene contactos regulares con los humanoides que cruzan la bóveda celeste. De todas las confidencias que le han hecho, me maravilla que operen con seis dimensiones, que viajen a través del espacio y el tiempo o que una delegación de ellos recibiera a Neil Armstrong cuando puso los pies sobre la Luna. La más fascinante de todas las afirmaciones de Luukanen deriva del hecho de que, al igual que yo, son vegetarianos. Y de que el plato favorito de los humanoides es el helado de fresa.
Me río de nuevo. Es posible que Winthrop me considere un poco incrédulo.
—Piense usted lo que quiera —dice con voz áspera.
—Eso hago.
—Le he presentado los hechos, todo lo que sabemos, y lo que creemos. No puedo hacer más. Créase usted lo que le parezca. O déjelo estar.
—Eso se lo prometo.
Carraspea y se mueve en la silla.
—¿Qué es laSIS? —pregunto.
—¡Ah! —Salta a la vista que la pregunta le agrada. Es inofensiva, una de esas preguntas que puede mantenerlo en marcha durante una hora o dos en esas fiestas de cóctel que frecuenta con su bella y joven esposa, que seguramente tiene una relación con su entrenador de tenis—. LaSIS —añade lentamente, como si tuviera que tomar impulso con cada letra— es una fundación científica, establecida en el año mil novecientos por los investigadores y científicos más destacados del momento. El objetivo era coordinar los conocimientos de muchas ramas del saber en un banco común. —Asume un tono didáctico, como si estuviera ante un grupo de colegiales—. ¡Imagínese el momento! —Abre los brazos de par en par—. El comienzo del siglo. ¡Un nuevo optimismo! Crecimiento. Idealismo. En la vida económica surgían nuevas y grandes industrias. Una nueva era nacía. Pero había un problema; ¿sabe en qué consistía?
—No.
—Nadie pensaba más que en su propio terreno del saber. Y ésa fue la gran idea que propició la fundación de laSIS: controlar el desarrollo científico, coordinar, poner en contacto a científicos que pudieran ayudarse entre sí. En una palabra: pensar globalmente en esa maraña de unidades.
—Suena estupendo; pero ¿en qué ha derivado laSIS?
—Recibirnos apoyo económico y profesional de todas las ramas del saber. Percibimos dinero del presupuesto estatal y de nuestros propietarios, además de donaciones de universidades y ámbitos científicos de todo el mundo. Somos más de trescientos veinte empleados fijos. Contamos con un gran número de científicos en puestos de la mayor importancia. Tenemos contactos en las principales universidades. Estamos representados en todos los lugares donde se llevan a cabo investigaciones trascendentes.
—Nunca había oído hablar de ustedes.
—¡Eso sí que es extraño!
—No hasta que averigüé que laSIS estaba detrás de las excavaciones que me habían contratado para…, ¡je, je!, supervisar.
Winthrop hojea, con el pensamiento en otra parte, unos folios que hay sobre el escritorio.
—¿Qué puede contarme sobre Michael MacMullin? —pregunto.
Winthrop levanta la vista de sus papeles.
—Un gran hombre —dice en tono de devoción—. Es el presidente de la junta directiva de laSIS. Todo un caballero, ya mayor y muy rico. ¡Un cosmopolita! Lo nombraron catedrático de Oxford justo después de la guerra. En mil novecientos cincuenta se retiró de la investigación para dedicar su vida a laSIS.
—¿Dónde está ahora?
—Creemos que a punto de volver. Pronto tendrá ocasión de reunirse con él. Tiene mucho interés en verlo.
—¿Cuál es su especialidad?
Winthrop enarca las cejas.
—¿No lo sabe? Es arqueólogo. Como usted. Como su padre.
Diane está sentada tras el mostrador, y mira con los ojos entornados el ordenador con letras verdes. Está mona cuando entorna los ojos. También está mona cuando no lo hace.
El sol entra a raudales por las grandes ventanas. Acabo de cruzar la puerta. En la mano estrujo el folleto enrollado de laSIS que me ha dado Winthrop. Al separarnos, ha reído con su boba risa de payaso y me ha dicho que le alegraba verme tan dispuesto a colaborar. ¿Dispuesto a colaborar? Al parecer pensaba que había hecho su trabajo y que yo iba a irme corriendo a casa a buscar el maldito cofre. Debe de creer que soy fácil de persuadir. Y bastante tonto.
Con un carraspeo discreto, que resuena en el silencio catedralicio, doy un paso hacia el interior de la biblioteca. Diane me mira con expresión ausente. La concentración se diluye en una sonrisa. La luz me engaña: por un instante me parece que se sonroja.
—Tú otra vez —dice.
—Acabo de estar con Winthrop.
Se levanta y viene hacia mí. Esta mañana, al elegir la ropa (me la estoy imaginando), ha puesto cuidado: lleva una blusa de seda blanca, una falda negra ceñida que le sienta bien a su figura, medias de nailon negro y zapatos de tacón.
—Lo llamamos el Hombre de la Luna. —Suelta una risa contenida y pone una mano sobre mi brazo. Sonrío forzadamente. El contacto desencadena en mi cráneo un chaparrón de hormonas.
—Diane, ¿podrías ayudarme?
Ella vacila un momento, luego responde:
—Claro.
—Lo que necesito quizá no sea del todo sencillo.
—Haré lo que pueda, pero lo imposible lleva un poco más de tiempo.
—Se trata de datos que tenéis en el ordenador.
—¿Sobre qué?
—¿Hay algún sitio donde podamos hablar? —Bajo la voz y añado—: Preferentemente, donde no tengamos que susurrar.
Me agarra la mano (suavemente, con ternura) y me guía a través de la biblioteca hasta un despacho con una puerta de cristal mate. Es un despacho impersonal. Estanterías llenas de grandes carpetas de anillas. Un escritorio antiquísimo con una pantalla de ordenador impresionante sobre un pedestal a la última moda. Un teclado unido con un cable de espiral a la unidad central del ordenador, en el suelo. Un cenicero vacío. Una taza de plástico con un resto de café y colillas. Una silla de oficina poco estable sobre la que se sienta Diane. Me mira. Yo trago saliva. Me abruma la certeza de estar solo con ella y de que (de modo puramente hipotético) puedo inclinarme hacia delante y besarla. Y sí responde a mi beso y suspira con dulzura, puedo cogerla en mis brazos (todavía en teoría), subirla al escritorio y follarla de forma brutal. Y después escribir una carta sobre el asunto a una revista de hombres.
—¿Qué problema tienes? —pregunta.
Mi problema es que tengo algunos problemas de más.
La silla de madera cruje con mi peso.
—¿Eres buena buscando? —digo, indicando el ordenador con la cabeza.
—Mmm, sí. Se supone que es mi trabajo.
—Necesito saber más sobre Michael MacMullin.
Me dirige una rápida mirada. No soy del todo capaz de interpretarla.
—¿Por qué? —pregunta con frialdad.
—No sé lo que estoy buscando —contesto con franqueza.
Su mirada no me suelta. Sólo cuando percibe lo incómodo que me siento, se acerca al teclado, aprieta el F3 de «Búsqueda» y escribe a toda velocidad «Michael MacMullin». El ordenador masca la pregunta y suma antes de responder: «16 documentos hallados. 11 codificados.»[3]
—¿Quieres que te imprima los archivos a los que se puede acceder?
—¿Acceder?
—Once de los archivos están protegidos. Para obtener la información se necesita una contraseña.
—¿No tienes contraseña?
—Claro. Pero atiende…
Teclea su contraseña.
«No autorizado. Se requiere nivel 55», responde la máquina en inglés.
—¿Qué significa eso?
—Operamos en distintos niveles. Al nivel once tienen acceso todos los usuarios, incluida la gente ajena a la fundación. El nivel veintidós protege los datos que es preciso documentar y se tiene derecho a consultar. Por ejemplo, proyectos de investigación que se están desarrollando en estos momentos. El nivel treinta y tres protege los archivos con datos que esté prohibido hacer públicos. Los bibliotecarios tenemos autorización hasta ese nivel. El cuarenta y cuatro atañe a los datos personales y las condiciones internas. Y luego hay un nivel cincuenta y cinco que sólo los dioses saben qué protege. Esto es, la dirección de laSIS.
—¿Estáis ligados a una base de datos?
Diane me mira como si fuera una pregunta tonta. Es una pregunta tonta.
—Somos una base de datos. ¿No has oído hablar de nosotros? El tablón de anuncios de laSIS. O www.soinsc.org.uk. ¡Líder mundial en su terreno! Tenemos abonados en universidades e institutos de investigación por todo el mundo.
—¿Qué tipo de datos?
—¡De todo! Todo lo relacionado con la ciencia y la investigación en la que está involucrada laSIS. Es decir, casi de todo. La base de datos está formada por todo nuestro material histórico, actualizado y con referencias cruzadas. Todos los informes y las descripciones de campo están aquí. Además, guardamos artículos relevantes de Reuter, Associated Press, el Times, el New York Times y algunos medios de comunicación serios más.
—¿Puedes buscar cualquier cosa?
—Más o menos.
—Prueba con el cofre de los secretos sagrados.
—¿El qué?
—Es una reliquia.
—¿El cofre de qué?
Se lo repito. Ella teclea. Encontramos nueve entradas. La primera remite al tratado que escribieron en 1973 papá, Llyleworth y DeWitt. La segunda es un resumen del mito:
La reliquia de los secretos sagrados: mito sobre un objeto sagrado o un mensaje en un cofre. Según el filósofo Didactdemus (aprox. 140 d. C.), el mensaje sólo estaba destinado «al círculo más interno de los iniciados». El contenido del mensaje no está claro.
El cofre con la reliquia se guardó en el monasterio de la Santa Cruz, aprox. 300-954, año en que fue robado. Se dice que los cruzados lo entregaron a la orden de los hospitalarios de San Juan de Jerusalén en 1186, pero apenas se dispone de pistas seguras sobre el cofre después de que cayera Acre en 1291. La tradición oral apunta a que fue ocultado por monjes en un octógono. Según diversas tradiciones, el octógono debería estar en Jerusalén (Israel), Acre (Israel), Jartum (Sudán), Ayia Napa (Chipre), Malta, Lindos (Rodas), Varna (Noruega), Sebbersund (Dinamarca).
Referencias cruzadas:
Arntzen/DeWitt/Llyleworth ref 923/8608hg
Bérenger Sauniére ref321/231lab
Los rollos del mar Muerto ref231/4968cc
Varna ref 675/6422ie
La orden de los hospitalarios ref911/1835dl
Monasterio de la Santa Cruz ref154/5283oc
Rey persa Cambises ref184/0023fv
Rennes-le-Cháteau ref167/9800ea
El sudario de Turín ref900/2932vy
Clemente III ref821/4652om
Instituto Schimmer ref113/2343cu
Profeta Ezequiel ref424/9833ma
Q ref223/9903ry
Nag Hammadi ref223/9904an
Para acceder al resto de los documentos —una sorprendente colección de mitos antiguos europeos, dinastías reales, linajes aristocráticos, ocultismo, saber hermético y referencias incomprensibles— se necesita contraseña. Diane teclea la suya. «No autorizado. Se requiere nivel 55», responde el ordenador de nuevo.
—Qué raro —dice Diane—. No solemos proteger con contraseñas la información general. Sólo los datos sobre el personal. ¿Es posible que alguno de estos reyes o profetas haya trabajado para nosotros? —añade entre risas.
—¿Un proyecto temporal? —propongo.
Me mira de reojo.
—¿Qué es esta reliquia?
—Dios sabe. Busca en Ezequiel.
—¿Quién?
—El profeta Ezequiel. Había una referencia cruzada.
Encuentra cuatro entradas. Tres están bloqueadas. La que está abierta remite al Instituto Schimmer.
—¿Sabes qué es el Instituto Schimmer? —pregunto.
—Un centro que concilia investigación de base arqueológica y teológica. Entre otras muchas cosas.
—Prueba con Varna —digo, y deletreo la palabra.
Encontramos siete documentos. Uno remite al tratado de papá. Otro, a los hospitalarios de San Juan. Otro remite a un monasterio de Malta. Otro atañe a las excavaciones en curso del profesor Llyleworth. Otro, al Instituto Schimmer. Los otros tres están bloqueados.
—¡Busca en Rennes-le-Cháteau!
Diane me mira.
—¡Rennes-le-Cháteau! —repito.
Carraspea, y le cuesta un rato escribirlo bien y encontrar el símbolo â.
Nos da dieciocho entradas. La mayoría tiene el acceso bloqueado.
Diane imprime la información accesible, que habla del joven cura pobre que encontró unos pergaminos cuyo contenido permanece aún desconocido, pero que le hizo ganar una fortuna. Se insinúan conexiones con las cruzadas, las órdenes de caballería y con conspiraciones vinculadas a los masones y a linajes letrados.
—¿Podrías buscar todas las excavaciones en las que ha participado laSIS? —pregunto.
—¿Estás loco? ¡Tendríamos que quedarnos aquí hasta mañana!
—¿Y las excavaciones que han dirigido MacMullin y Llyleworth para laSIS?
—Claro. Pero va a llevar su tiempo.
Lleva su tiempo. La lista es larga. Cuando paso la mirada por la serie de lugares y fechas, me paro casualmente en Agia Napa en Chipre, Hsi feng-kow en China, Tyumen en Siberia, Karbala en Irak, Aconcagua, junto a la frontera chilena, Thule en Groenlandia, Sebbersund en Dinamarca, Lahore en Pakistán, Coatzacoalcos en México, Jartum en Sudán.
En el margen de varios de los puntos pone ASSSA y una fecha. Diane me explica que ASSSA responde a Archaeological Satellite Survey Spectro-Analysis Available. Se trata de una foto de satélite basada en mediciones magnéticas y electrónicas de la composición de la Tierra. Una fotografía geofísica de ese tipo puede desvelar ruinas muchos metros por debajo del nivel del suelo actual. También en el margen de Varna (monasterio de Vaerne), Noruega, hay una referencia. La fotografía por satélite fue tomada el año pasado. He leído algo sobre la técnica usada en revistas internacionales.
—Lanzaron el satélite en enero del año pasado —dice Diane.
—¿Podrías encontrarme la foto? ¿De Varna?
Con un suspiro de paciencia y una sonrisa que difícilmente le dedicará a todos los investigadores, Diane baja al almacén del sótano a buscar la fotografía del satélite. Pero no está allí.
Graham Llyleworth en persona ha firmado el resguardo para sacar la carpeta.
—Sigamos —digo—. ¿Qué tienes sobre los hospitalarios?
Tiene un montón de cosas. Encontramos referencias cruzadas al Instituto Schimmer y al mito del cofre de los secretos sagrados, que a su vez remiten al monasterio de la Santa Cruz, al sudoeste de la ciudad vieja de Jerusalén.
El monasterio fue fundado alrededor del año 300, en el lugar en que las leyendas y la historia bíblica sostienen que Lot plantó los bastones de tres sabios enviados por el Señor.
Los bastones echaron raíces y se convirtieron en un árbol. La leyenda dice que la cruz de Jesús fue hecha precisamente con esa madera.
Según el mito, el cofre sagrado estuvo guardado en el monasterio de la Santa Cruz hasta el año 954, momento en que fue robado y ocultado en un lugar secreto.
No hay ninguna referencia histórica al cofre hasta que los cruzados lo entregaron en custodia a los hospitalarios de San Juan en 1186.
—¡Busca Graham Llyleworth! —pido.
El ordenador localiza cuarenta documentos. Casi todo son artículos de periódico y citas en revistas científicas. Pero los cinco últimos documentos tienen bloqueado el acceso.
—¡Busca Trygve Arntzen!
La máquina encuentra cinco documentos. Están todos cerrados.
—¡Prueba conmigo!
Diane me mira interrogativamente. A toda velocidad escribe «Bjørn_Beltø».
La máquina responde: «0 documentos hallados».
—Escríbelo con «oe» —propongo.
Debería sentirme honrado.
El sistema informático de laSIS ha registrado al famoso albino Bjøern Beltøe de Noruega. «1 documento hallado».
No sólo eso. El registro está cerrado. Lo que saben de mí es secreto.
—Mete tu contraseña.
Miramos la pantalla.
«No autorizado. Se requiere nivel 55».
Seis palabras. No es gran cosa. Sólo seis palabras en letras verdes.
Se dice que los delincuentes que han pasado muchos años en la cárcel echan de menos el encierro cuando consiguen la libertad. Desean volver a la comunidad que existe entre los muros de la prisión, a las rutinas diarias, a la camaradería, a la absurda seguridad entre bandidos y violadores condenados por asesinato.
Puedo entenderlos. Lo mismo me pasa a mí con la clínica.
Diane conoce un agradable café para almorzar en un callejón junto a la calle Gower. A mí no me parece muy agradable. Todos los adornos, mesas y bancos son de cristal y espejo. Mire a donde mire, veo mi aturdida expresión.
Mientras le hablo del hallazgo del cofre de oro, de mis vivencias sin sentido en Oslo, de las insinuaciones veladas de Grethe y de mi objetivo en Londres, disfruto de su mirada y de su atención. Me siento como un aventurero con una misión emocionante. Creo que Diane también lo interpreta así.
Cuando volvemos a laSIS para recoger las hojas impresas que nos hemos dejado, Diane me pregunta qué planes tengo para la noche. La pregunta detona una bomba de metralla de expectativas. Me echo a un lado para no pisar a una desenfadada paloma urbana y le digo que no creo que tenga ningún plan especial. No hay por qué parecer completamente desesperado. Cuatro pasos más adelante me pregunta si quiero que me enseñe Londres. Me lleno a partes iguales de dicha y pánico.
—Suena bien —digo.
Me quedo esperando ante laSIS mientras Diane entra corriendo a buscar las hojas impresas sobre Michael MacMullin. Tarda su tiempo. Cuando por fin sale y me da el montón de papeles, pone los ojos en blanco y se ríe forzadamente.
—¡Siento haber tardado tanto! —se disculpa con un gemido afectado. Parece que tenga en mente darme un beso. Vacilante, interrogativa, añade—: Oye… lo de esta noche quizá no sea tan buena idea… —La frase se diluye en la nada. Me mira a los ojos—. ¡Ay, es igual! —exclama de pronto—. ¡El pub King’s Arms! ¡A las siete y media! —Yo aún no he abierto la boca. Ella toma aire para añadir algo, pero se corta. Una moto pasa acelerando—. Oye… Tengo una amiga que trabaja en la biblioteca del British Museum. ¿Quieres que la llame? Quizá pueda ayudarte.
—¡Fenomenal! —respondo. Y me quedo esperando el beso que nunca llega.
Diane me mira. No consigo interpretar su mirada. Hay en ella algo no dicho.
—Nos vemos esta noche —se despide. Luego sonríe y desaparece.
En una tienda en la que las paredes con discos desaparecen en la eternidad, compro un CD recopilatorio para Rogern. Se llama Satan’s Children: Death Metal Galore. En la portada hay un dibujo del diablo tocando la guitarra eléctrica. Llamas de azufre le lamen las piernas. Una cosita mona que Rogern sabrá apreciar.
También yo tengo mis malas costumbres. Cuando has ganado la carrera entre los balones y el huevo y has pasado dando tumbos por la infancia sin ser arrollado por un conductor borracho, cuando has ganduleado a través de la adolescencia sin encontrar el sueño eterno con una sobredosis de heroína en un portal con luz azul, cuando no has sufrido un fallo de riñones agudo ni un tumor cerebral, entonces, joder, has de tener derecho a apretar el tubo de pasta de dientes por el medio y a dejar levantada la tapa del váter cuando has meado. Tener malas costumbres es un derecho humano. Me alegro de no tener mujer.
Me gusta dejar el cepillo de dientes en el borde del lavabo. Así sé dónde está. Vale, es una mala costumbre. No es racional. Me importa un bledo.
Ahora el cepillo de dientes está sobre el suelo de baldosas.
No es gran cosa. Puede haber sido el servicio de habitaciones. Puede haber sido la corriente de la ventana ligeramente entreabierta. Puede haber sido Enrique VIII, que ha resucitado en una nube de vapor y azufre.
Lo recojo y vuelvo a dejarlo sobre el borde del lavabo, para que la chica de la limpieza pueda tener la alegría de meterlo en el vaso de plástico del estante del espejo.
Cuando era pequeño, no eran los cuentos sobre brujas, caníbales o trols sanguinarios los que más me asustaban. Era la historia de Ricitos de oro y los tres osos.
Cuando los osos decían: «Alguien ha dormido en mi cama», me hundía en un pozo sin fondo de miedo. Creo que se debe a mi exagerado respeto por la inviolabilidad del hogar.
La cremallera del neceser está cerrada. Siempre la dejo abierta. Para poder encontrar la caja de condones a toda velocidad (extrafinos, sin lubricante) cuando por las noches entro en la habitación del hotel con mi harén de modelos.
Son las tres y media de la tarde. Marco el número de Grethe en el anticuado teléfono del hotel.
Cuelgo cuando ha sonado diez veces.
Un pellizco de miedo hace que llame a Rogern. Diría que lo he despertado. Cosa que probablemente he hecho. Le pregunto si todo va bien. Me gruñe algo en respuesta que debe de significar que sí. Le pregunto si el cofre sigue a buen recaudo. Gruñe que sí. Junto a él, alguien se ríe entrecortadamente.
Llamo a Caspar para pedirle que averigüe si le ha ocurrido algo a Grethe.
—¿Desde dónde llamas? —pregunta.
—Londres.
Silba en voz baja en el auricular, suena como el pito de una tetera hirviendo.
—Ten cuidado.
—¿Qué quieres decir?
—¿Estás en Londres por el cofre?
—¿Y qué?
—Alguien ha entrado por la fuerza en tu casa.
—Ya lo sé.
—Ah, bueno. Pero ¿tienes idea de quién ha sido?
—Espera. ¿Cómo sabes tú que han entrado en mi casa?
—Porque el director general de Patrimonio Histórico, y me estoy refiriendo al mismísimo Sigurd, fue convocado por la policía y por el Ministerio de Asuntos Exteriores para responder por su todopoderoso Graham Llyleworth. —La risa seca de Caspar suena a papel crujiente.
—Ya sé que fue él. Lo vi.
—Pero ¿sabes quién lo acompañaba?
—¡Dime!
—Uno de los ladrones tenía estatus diplomático. ¿Qué vas a darme? ¡Estatus diplomático! Se dice que es del servicio secreto. La embajada británica ha montado un buen escándalo. Podría dar la impresión de que atañe a la segundad nacional. ¡Esto ha llegado a lo más alto, Bjørn! ¡Hasta lo más alto! El Ministerio de Asuntos Exteriores ha intentado arreglarlo del mejor modo posible. ¿Qué coño habéis encontrado?
Me quito los zapatos de dos patadas, me tiro en la cama y despliego la tira de papeles, de varios metros de longitud, con información sobre Michael MacMullin.
Primero leo un apunte, a modo de palabras clave, sobre su vida. No facilita el lugar y la fecha de nacimiento. Beca especial en Oxford, donde fue nombrado catedrático de Arqueología en 1946. Profesor invitado en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Central para la labor de traducción e interpretación de los manuscritos del Mar Muerto en 1948. Presidente de la junta directiva de laSIS desde entonces. Catedrático honorífico del Instituto Weizmann. Presidente de la Asociación Geográfica de Londres desde 1953, de la Compañía Histórica de Israel en 1959. Uno de los fundadores de la British Museum Society en 1968. Presidente de la junta de gobierno del London City Finance and Banking Club en 1969.
Sigo leyendo artículos de revistas especializadas y periódicos. MacMullin ha participado en seminarios, congresos y simposios de Arqueología, Teología e Historia por todo el mundo. Representó a laSIS en las primeras excavaciones. Por medio de laSIS ha financiado una serie de proyectos. Cuando encontraron los manuscritos del mar Muerto en Qumrán, MacMullin fue uno de los primeros científicos occidentales que convocaron. A lo largo de los años ha ejercido de intermediario en las disputas entre científicos judíos y palestinos sobre el derecho de propiedad de los fragmentos de los manuscritos que están repartidos entre la Universidad Hebrea de Jerusalén y el Instituto Schimmer. Aún destacan un par de detalles en la lista de minuciosas referencias: desde 1953 es director de la Asociación Internacional de Amigos del Sudario de Turín, y desde 1956, miembro de la junta directiva del Instituto Schimmer.
Vuelvo a llamar a Caspar y le pido aún otro favor. Que me recomiende para una estancia de investigación en el Instituto Schimmer. Es por puro impulso, pero tengo la sensación indefinida de que puede ser de utilidad. Caspar ni siquiera me pregunta por qué. Me promete enviarme la recomendación al día siguiente. Por telefax. Con el sello de la Dirección General de Patrimonio Histórico. De ese modo seguro que le abren sus puertas, cajones y armarios a un curioso de Noruega.
No me resulta fácil ponerme guapo.
Las mujeres pueden hacer milagros con el maquillaje. Las no guapas se vuelven bellas. Las bellas, irresistibles. Los hombres pueden peinarse el pelo, dorarse la piel con agua de castañas, dejar que les crezca la barba. En mi aspecto nada hace mella.
En las ocasiones especiales lo compenso con la ropa.
Esta noche me pongo un calzoncillo de CK, un traje de Armani, camisa blanca, corbata de seda con flores de loto pintadas a mano, medias negras, zapatos de cuero. Me abotono los puños de la camisa con gemelos de oro.
Del cuello para abajo no tengo mala pinta.
Me palmeo la cara con aftershave Jovan. Me pongo gomina en el pelo. Cuando era más joven, intentaba adornarme un poquitín las pestañas y cejas descoloridas con el rímel que le cogía a escondidas a mi madre. He dejado de hacerlo.
Salgo al pasillo y me miro en el espejo grande.
Desde luego un semidiós griego. Pero no está mal.
Desgarro el sello del envase de Cho-San y saco un condón. Soy un eterno optimista. Y abajo, en el pantalón, hay alguien que se hincha y tiene esperanzas.
Linda, la de recepción, me mira de arriba abajo cuando le doy la llave-tarjeta.
—Elegante, señor Balto —dice con gesto de aprobación.
¿Será una pervertida? ¿Le pondrán los albinos? Linda, el lirio libidinoso.
—No sabía que estaba aquí —añade—. He recibido un mensaje para usted.
Me tiende la nota. Ha llamado Charles DeWitt. Sea tan amable de ponerse en contacto.
—¿Cuándo ha llegado este mensaje? —pregunto.
—¿Se me ha olvidado apuntarlo? ¡Ooooh, cuánto lo lamento! Hace un par de horas. No, más. Justo después de que empezara mi turno. Sobre las cuatro, quizá.
Se ríe disculpándose con coquetería; debería darme cuenta de que tiene cosas más importantes que hacer en este mundo que recordar cuándo ha llegado un mensaje para un albino presumido en la recepción de un hotel de clase media de Bayswater.
Miro el reloj. Las siete y media.
Subo al cuarto y llamo a la Asociación Geográfica de Londres. Me responde el portero de noche. Está de mal humor. Seguramente acaba de levantarse. Nunca ha oído hablar de Charles DeWitt, tengo que llamar en horario de oficina. Le pido que compruebe el listín interno de teléfonos, por si acaso. El auricular chasquea cuando lo estampa sobre la mesa. Lo oigo pasar las hojas. Al fondo se oye la histérica voz de un comentarista deportivo. Luego vuelve. Como había dicho, no ha encontrado a ningún DeWitt en el listín de teléfonos, tengo que llamar en horario de oficina.
En la guía telefónica sólo encuentro una DeWitt, Jocelyn, Protheroe Road. Marco el número.
—Residencia DeWitt —dice una voz negroide de mujer.
Me presento y pregunto si estoy hablando con Jocelyn DeWitt. No es ella. La señora Jocelyn no está en casa, hablo con el ama de llaves.
—Quizá pueda ayudarme. ¿Es ésa por casualidad la familia de Charles DeWitt?
Se hace el silencio. Finalmente dice:
—Sí, ésta es la familia de Charles DeWitt. Pero sobre eso tendrá que hablar con la señora Jocelyn.
—¿Cuándo estará de vuelta?
—La señora Jocelyn está pasando unos días en casa de su hermana en Yorkshire. Volverá mañana.
—¿Y el señor DeWitt?
Silencio.
—Como he dicho, tendrá que hablar con la señora Jocelyn sobre eso.
—Sólo una pregunta más: ¿es Charles DeWitt su marido?
Titubeante:
—Si lo desea, puedo darle a la señora Jocelyn el recado de que ha llamado.
Le dejo mi nombre y el número de teléfono del hotel.
Diane me está esperando en una mesa de barril al fondo del pub. A través del humo de los cigarrillos no la reconozco hasta que, con un gesto de mujer de mundo, me hace una seña con los dedos.
La seductora idea de las almas gemelas —que la caza del gran amor no es en el fondo más que la búsqueda, que dura toda la vida, de nuestra mitad perdida de lo supraterrenal— se me representa como la idea metafísica más romántica.
Una mera bobada, evidentemente, pero, a pesar de todo, un atractivo curso de pensamiento. No debería descartarse que Diane pudiera ser mi alma gemela. Claro que pienso lo mismo de toda la gente de la que me enamoro.
Los hombres que hay en torno a Diane siguen su gesto con la mirada. Cuando me ven a mí, vuelven a examinar a Diane, quizá para comprobar si está mal de la vista o es un poco retrasada. O un contacto de apoyo de viajes organizados con su cliente. O quizás una elegante nena que he encargado por teléfono.
Me abro paso a disculpas a través de la vociferante muchedumbre y consigo hacerme un hueco entre Diane y un alemán que está cantando una canción de borracho. Hay más de siete mil pubs en Londres. En muchos de ellos hay exclusivamente turistas. Los británicos ocultan su bar de la esquina. Yo los entiendo. Atraemos a un camarero a la mesa con un billete. Diane encarga dos cervezas rubias. Las bebemos rápido.
El tráfico fluye como un torrente de metal. Las fuentes de luz de los anuncios de neón se distorsionan en los bordes por los cristales de las gafas. Me siento extraviado, en otro planeta. Para Diane esto es su casa. Me ha cogido del brazo y charla relajadamente, llena de la autoestima surgida de la imagen que ha visto en el espejo tras pasar horas entre la coqueta y el armario ropero. Se ha puesto medias rojas, falda negra y blusa roja bajo una torera de terciopelo. Sobre la ropa interior no puedo sino fantasear. Lleva un bolsito cuya correa le cruza el pecho. Se ha recogido el pelo en una coleta con una goma de tela.
—Me he acordado de hablar con Lucy. ¿No soy estupenda?
—¿Lucy?
—La de la biblioteca. Del British Museum. Está más que dispuesta a ayudarte.
—¿Más que dispuesta?
Se ríe.
—Lucy tiene mucha curiosidad por todas mis historias de hombres.
Mientras Diane me habla de la alegre Lucy, medito sobre si yo seré una historia de hombres.
Me gustan las mujeres calladas. Las mujeres tímidas, un poco introvertidas. No esas que les silban a los hombres en los bares. Me gustan las mujeres que están llenas de pensamientos y sentimientos, pero que nos los comparten con quien sea cuando sea. No tengo ni idea de qué tipo de mujer es Diane ni por qué me siento tan atraído por ella. Menos idea aún tengo de qué verá en mí.
En la calle Garric hay un restaurante vegetariano francés que es famoso por sus fantásticos menus potages y sus considerables precios. Si se va a invitar a una mujer hermosa a una comida vegetariana, está uno condenado al camino de la perdición si no se aspira a lo perfecto.
Persuado a Diane para que pruebe un guiso de judías gratinado con queso. Yo, por mi parte, pido un gratinado de berenjenas y espárragos con vinagreta. De primero compartimos creps con espinacas y champiñones, que es lo que a regañadientes nos ha recomendado el camarero de ojos semicerrados y pronunciación ceceante. Una de las ventajas de los restaurantes vegetarianos reside en que los camareros están libres de prejuicios y que, por tanto, tratan a un albino con el mismo desdén con que tratan a todos los demás clientes.
Cuando el camarero ha tomado nota del pedido, ha encendido las velas y se ha retirado, Diane apoya los codos sobre la mesa, junta las manos y me mira. Porque el restaurante está en penumbra y porque mi rostro se está bañando en las sombras que ocultarán mi rubor, me atrevo a mencionar lo innombrable:
—Ya sé por qué has salido conmigo.
Las palabras la desarman. Se yergue.
—Ah, ¿sí?
—¡Tienes curiosidad por saber qué les pasa a los albinos a medianoche!
Me mira fijamente, sin comprender, después se echa a reír.
—¡Pues dime por qué! —le pido.
Carraspea, se recompone y me mira de lado.
—¡Porque me gustas!
—¿Te gusto?
—Nunca he conocido a nadie que sea exactamente como tú.
—No hace falta que me lo jures.
—No me malinterpretes. Lo digo como algo positivo.
—Eh, gracias.
—No eres de los que se rinden con facilidad.
—Creo que tozudo es otra manera de llamarlo.
Se ríe para sus adentros y me mira.
—¿No tienes novia? ¿Allí en casa?
—Ahora mismo no. —Se trata de una ligera exageración. No quisiera parecer un pobrecito—. ¿Y tú?
—Justo ahora, yo tampoco. Pero seguro que he tenido cien. —Durante un segundo oscila entre la risa y la desesperación. Por suerte vence la risa—. ¡Ese mierda! —le dice al vacío.
Yo callo. Campear con las penas de amores de los demás no es mi lado fuerte. Ya tengo suficientes problemas con los míos propios.
Diane me mira a los ojos. Yo intento devolverle la mirada. No me resulta del todo fácil. Mi mala vista ha desarrollado contracciones en los músculos de los ojos. La enfermedad se llama nistagmus. Los médicos creen que se debe al intento de enfocar y repartir la luz que entra a raudales por el iris al mismo tiempo. Para la mayoría de la gente no es más que un movimiento nervioso de los ojos.
—No eres como los demás —dice ella.
Llega el primer plato y comemos en silencio.
Por fin, cuando el camarero ha servido el segundo plato y el vino, cuando nos ha bufado «Bon appétit» y ha serpenteado de regreso a su oscuro y húmedo escondite junto a la cocina, Diane vuelve a animarse. Se pasa un buen rato contemplándome mientras sonríe y se mordisquea el labio inferior alternativamente. Engarza una judía y se la mete en la boca.
—¿Por qué te hiciste arqueólogo? —pregunta.
Le cuento que me hice arqueólogo porque me gusta la historia, la sistematicidad, la deducción, la interpretación, la comprensión. Teóricamente, habría podido hacerme psicólogo. La psicología es el arte de ejercer la arqueología del alma. Pero soy demasiado tímido para ser buen psicólogo. Además, los problemas de los demás me interesan muy poco. No porque sea un egoísta, sino porque mis propios problemas son ya lo bastante grandes.
—¿Qué pasa con ese cofre, Bjørn?
Empujo un espárrago de acá para allá sobre el plato, mientras respondo:
—Están ocultando algo. Algo muy grande.
—¿Qué podría ser?
Miro por la ventana. Una furgoneta con cristales tintados está mal aparcada junto al borde de la acera. Pincho el tenedor en el espárrago y me recorre un escalofrío. Tras los cristales tintados imagino cámaras y micrófonos. A veces tengo problemas con mis paranoias.
—Algo lo suficientemente grande como para que estén dispuestos a llegar muy lejos para mantenerlo en secreto —digo en voz baja.
—¿Quiénes son?
—Todos. Nadie. No lo sé. MacMullin. Llyleworth. El profesor Arntzen. LaSIS. El director general de Patrimonio. Todos ellos. Quizá también tú.
No dice nada.
—Lo último era una broma.
Me guiña un ojo y hace una mueca sacando la punta de la lengua.
—Debieron de descubrir algo, en mil novecientos setenta y tres —apunto—. En Oxford.
—¿En Oxford?
—Todos los hilos se reúnen allí.
—¿En el setenta y tres?
—¿Sí?
Un gesto de dolor le cruza el rostro.
—¿Hay algún problema? —pregunto.
Detrás de nosotros se vuelca una botella de vino. El camarero acude corriendo con cara de reproche.
Diane sacude la cabeza.
—Ninguno —responde algo ausente.
—Hay tantas cosas que no consigo explicar… —continúo—. Cosas que no encajan.
—Quizá seas tú quien no ve la relación.
—¿Tú qué crees? ¿Cómo podía laSIS saber exactamente dónde estaba enterrado el cofre?
La pregunta la coge por sorpresa.
—¿Lo sabíamos?
—Claro. El profesor Llyleworth, DeWitt y mi padre ya especulaban, en su tratado de mil novecientos setenta y tres, con la posibilidad de que hubiera un cofre sagrado en el sitio del hallazgo. Pero hasta este año no se han decidido a buscarlo.
—No es de extrañar. Hasta el año pasado no dispusimos de las fotografías por satélite que desvelaban con exactitud dónde se hallaba el octógono.
Yo debería haber caído en eso.
—La realidad no es nunca tal y como la percibimos —digo—. Alguien tira de hilos que no podemos ver.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Sabían bien lo que estaban buscando. Y dónde tenían que buscar. Y lo encontraron. Y entonces aparecí yo y me inmiscuí en todo el asunto.
—¡Eso es lo que me gusta de ti! ¡Qué te inmiscuyas!
—No creo que a ellos les entusiasme tanto.
—Pues eso es cosa suya.
—Ahora me he convertido en una china en su zapato.
—¡Les está bien merecido!
Me río.
—Realmente pareces tenerles bastante manía.
—Es que son tan… —Sacude la cabeza y aprieta los dientes.
—¿Te ha gustado el guiso de judías?
—¡Delicioso!
—¿Te apetecería hacerte vegetariana?
—¡Nunca! ¡Aprecio demasiado la carne! —Me guiña un ojo.
No ocurre con mucha frecuencia que cruce las calles de Londres estrechamente abrazado a una chica preciosa. Lo cierto es que no es muy frecuente que camine abrazado a ninguna chica.
El aire está caliente, denso, cargado. O si no, soy yo. Saludo a los coches que pasan. Les guiño el ojo a las chicas. Un mendigo está sentado, medio durmiendo junto a una cabina telefónica. Diane me ha metido la mano en el bolsillo trasero del pantalón.
Nunca le he dicho a Diane en qué hotel estoy alojado. Pero es ella quien me guía por Oxford Street hasta Bayswater Road. A no ser que sea mi subconsciente. Me arriesgo a echarle el brazo por encima del hombro.
—Me alegro de haberme topado contigo.
Cruzamos corriendo una calle lateral con el semáforo en rojo. Nos pita un Mercedes.
—Me alegro mucho —repito, y la atraigo hacia mí.
De pronto ella frena en seco y empieza a agitar la mano. No entiendo qué está haciendo. Yo me pongo a buscar mosquitos, si es que hay mosquitos en el centro de Londres. Un taxi se para junto a la acera. Cuando se gira hacia mí, Diane tiene los ojos inundados en lágrimas.
—¡Perdóname! —dice—. Gracias por hoy. Eres un encanto. ¡Perdón!
Cierra la puerta de golpe. Yo abro la boca para decir algo, pero ahí dentro no hay ninguna palabra que quiera salir. Diane le indica algo al taxista. Algo que no oigo. El coche sale a toda velocidad. Diane no se da la vuelta. El taxi dobla la esquina. Desconcertado, me quedo plantado en medio de la acera mirando el tráfico.
Me quedo allí parado.
Linda sigue en recepción. La gata. Linda, la pantera de largas piernas.
—¿Lo ha pasado bien? —pregunta con profesionalidad.
Asiento con la cabeza sin decir ni palabra.
—Tengo otro recado para usted. Y una carta. —Me entrega su nota escrita a mano y un sobre.
Leo que me ha llamado DeWitt y que me pide que me ponga en contacto con él.
Mientras subo hacia el cuarto desgarro el sobre. Contiene una hoja blanca con un mensaje corto.
Recibirá 250 000 libras por el cofre.
Sea tan amable de aguardar ulteriores instrucciones.
Me pregunto cuánto costará comprarme. Mi orgullo. Mi imagen ante mí mismo. Mi respeto por mí mismo. Lo cierto es que no estoy seguro. Pero 250 000 libras no está ni cerca de tentarme.
Debería haberme puesto en contacto con un psicólogo.
—Diane tiene una relación bastante retorcida con los hombres.
Estoy sentado en una dura silla de la sala de lectura del British Museum. Sobre mí, la bóveda del techo se eleva a treinta y dos metros de altura de vértigo. Las mesas se despliegan formando rayos desde el centro, redondo como un círculo, de la sala. La memoria escrita de la civilización anglosajona. Una montaña de gruesos libros se apila sobre la mesa ante mí. En el suelo hay dos cajas de cartón con documentos del archivo de manuscritos. Todo —el aire, mi ropa, la yema de mis dedos— huele a polvo de papel. Pero Lucy huele a Salvador Dalí.
Llevo cuatro horas hojeando y anotando. He rellenado doce folios A-4 con apuntes, comentarios y observaciones. Lucy acaba de volver. Ha plantado su bonito trasero sobre la mesa libre que hay junto a mí y está sentada balanceando los pies. Tiene el pelo rojo, lleva los párpados pintados de azul y un jersey abolsado. Minifalda. Resulta evidente que piensa que yo subrayo la retorcida relación de Diane con los hombres.
No estoy acostumbrado a que hablen de mí en esos términos. No estoy acostumbrado a que las mujeres hablen de mí de ningún modo. A no ser que les dé lástima.
—Bueno, los hombres, hombres son —murmuro, e intento disimular lo cohibido que me siento.
—¡Están bien para lo que son! —dice ella.
—¿Has encontrado algo más? ¿Sobre el monasterio de Vaerne?
—Lo siento, te he dado todo lo que teníamos. —Está afónica, como si llevara algún tiempo de más saliendo de juerga con demasiada frecuencia—. Sobre todo cartas y referencias a manuscritos. Pero, en cambio, hay mucho más sobre los hospitalarios de San Juan, si quieres echarle un vistazo. ¿Por qué te interesa?
—Se trata de un hallazgo arqueológico.
—Me ha dicho que eres arqueólogo. ¿Encuentras lo que buscas?
—Ni siquiera sé lo que estoy buscando.
Ella se ríe.
—Diane me ha dicho que eres bastante particular.
La orden de los hospitalarios de San Juan de Jerusalén fue fundada con fines caritativos en un hospital de Jerusalén en el año 1050 y consagrada a Juan Bautista. Los monjes cuidaban a ancianos y enfermos, pero más tarde (inspirados por la orden de los templarios, fundada en 1119) asumieron también la responsabilidad de proteger militarmente los lugares sagrados.
Cuando Jerusalén fue conquistada en 1187, los hospitalarios de San Juan trasladaron su cuartel general al castillo cruzado de Acre. Desde allí, mano a mano con los templarios, lucharon contra los musulmanes. Al mismo tiempo empezaron a viajar por el mundo. Curiosamente también a Noruega. Cuando Acre cayó en 1291, los hospitalarios trasladaron su sede primero a Chipre y luego a Rodas.
A través de los siglos, los hospitalarios fueron llevados de batalla en batalla, de huida en huida, de tiempos de grandeza a derrotas y de nuevo a tiempos de grandeza. La orden creció hasta hacerse rica y poderosa. Recibían regalos de reyes y príncipes. Los cruzados volvían de sus saqueos cargados con grandiosos tesoros. Dice lo suyo el que la orden siga existiendo hoy en día.
Mientras los hermanos de Europa luchaban contra poderosos enemigos, los hospitalarios del monasterio de Vaerne disfrutaban de mucho apoyo. El Papa de Roma envió cartas de protección, la población local y el rey los cuidaban bien.
Pero los monjes de Vaerne no tardaron en encontrar oposición. En una carta del papa Nicolás II dirigida al obispo de Oslo, pide que les devuelvan a los monjes los terrenos que les han sustraído. Sólo cabe adivinar lo que se oculta tras esa carta.
El gran maestro de la orden sólo reconocía al Papa como su superior. Las tres clases de los hospitalarios —caballeros, monjes y hermanos servidores— extendieron la orden por toda Europa. En los monasterios seguían cuidando a ancianos y enfermos, pero, bajo tanta virtud, vibraba el deseo del gran maestro de conseguir más posesiones, más oro y piedras preciosas, más poder todavía. Para reyes, príncipes y clérigos, las órdenes de los hospitalarios y los templarios acabaron por convertirse en peligrosas competidoras. En 1312, Felipe IV de Francia cortó por lo sano y disolvió la orden más poderosa, la de los templarios. Los algo más inofensivos hospitalarios se quedaron con gran parte de las inconcebibles riquezas de los templarios, pero no pudieron disfrutarlas durante mucho tiempo. Sus posesiones y tesoros fueron confiscados. En 1480 los hospitalarios derrotaron a los turcos cuando éstos atacaron Rodas, pero en 1522 capitularon ante el sultán Suleimán. Los turcos permitieron que el gran maestro viajara a Mesina y, durante las negociaciones con el emperador Carlos V, lo convencieron para que les cediera Malta, Gozo y Trípoli en 1530.
Dos años más tarde se acabó la estancia de los hospitalarios en el monasterio de Vaerne.
Lucy lleva medias rojas. Me distraen. El nailon produce un ruido de fricción entre sus muslos cada vez que mueve las piernas. Un ruido que fácilmente puede desatar la imaginación.
—¿Quién era? —le pregunto—. El anterior de Diane.
—George. Un gilipollas. Se aprovechó de ella. Es muy confiada. —Hace una elocuente mueca—. Se lo encontró con una… pendona.
—¿Rompió ella?
—¿Diane? ¡Ja! Estaba loca por él. Yo se lo decía: «¡No es más que un cuerpo!». Carne y músculos. Un buen culo y nada de cerebro. Pero a ella le iba bien.
—Da la impresión de ser más inteligente que eso.
—Diane es más lista que el hambre. Pero ser inteligente no te convierte en una experta en hombres. Diane está muy desarraigada. En busca de algo. No sé qué le pasa. Es un poco especial.
—A mí me da la impresión de ser bastante normal.
—Sí, claro. Pero tuvo una infancia triste. Supongo que eso te influye como persona.
—¿Triste en qué sentido?
—Creció interna en colegios. Su padre la visitaba todos los meses. Ella lo adora. Y lo odia, creo.
—¿La abandonó?
—¿El padre?
—El anterior. George.
—¡Eso es obvio! Se mudó directamente a casa de su pendona. Que era más estilizada que Diane, pero diez veces más tonta. Formaban una pareja mejor avenida, si quieres saber mi opinión.
—¿Y tú? ¿Estás casada?
—¿Yo? —Pega un alarido. En el silencio que nos rodea los demás nos miran. Lucy se tapa la boca con la mano y se manda callar a sí misma—. ¿Casada? ¿Yo? —susurra—. ¡Tengo veintitrés años!
Como si eso fuese una explicación.
Si no hubiera sido por Lucy, habría tardado un día sólo en obtener el acceso a la biblioteca y a los manuscritos. Ella me ha conseguido un pase de lector y para consultar los manuscritos sin tener que esperar turno. Me han hecho una fotografía, he entregado mi pasaporte noruego y he rellenado dos páginas de impresos.
En mi gran cuaderno con rayas he apuntado un montón de datos que no sé si son relevantes. Gran parte del archivo del monasterio de Vaerne —Domus hospitalis sanctijohannis sancti Johannis in Varno en las fuentes latinas— estaba intacto en 1622. Las más antiguas de las cartas de privilegios papales, firmadas por el papa Inocencio III, fueron promulgadas para los monjes del monasterio de Vaerne en 1198. A esas alturas el Papa ya había excomulgado al rey Sverre, por lo tanto el monasterio ha de ser anterior a esa fecha. Como poco de 1194. Pero lo más probable es que sea de 1188: justo después de que los hospitalarios tuvieran que abandonar Jerusalén y mudarse a Acre. El papa Clemente III (que nunca fue reconocido como Papa) escribió entonces una carta al gran maestro de los hospitalarios. Con posterioridad, los investigadores han tenido problemas para interpretar su significado. En suma, la misiva era una exhortación a la orden para que ocultara y custodiara el cofre sagrado. No es ninguna carta central en la historia de la religión. Ni siquiera está entera. Pero en la copia del documento desgarrado veo, en medio del roto del papel, tres letras: V A R. Nadie debe de haber reaccionado ante ellas; como he dicho, no es más que un documento entre miles de otros. Pero no se puede descartar que las letras formaran la palabra «Varna».
Avanzado el día Lucy me lleva a un despacho, allí me espera un teléfono descolgado.
Al otro lado oigo a Diane.
Casi susurrando me pide perdón por lo de ayer por la noche. Hay una fría distancia en su voz, como si no supiera del todo lo que quiere ni lo que pretende. No tenía intención de abandonarme tan repentinamente, pero es que se sentía mal. Espera que no esté ofendido.
Le digo que quizá no le sentó bien la comida vegetariana.
Me pregunta si me puse triste.
¿Triste? Lo digo con alegre incomprensión. De todos modos estábamos de camino a casa, je, je.
Me pregunta si puede compensarme. Si quiero verla esa misma noche. En su casa.
¿Por qué no? No creo que tenga nada que hacer.
Hace ya un rato que me he fijado en él. Un señor mayor con un abrigo demasiado grueso. Sus facciones son ligeramente exóticas, como si alguno de sus ancestros hubiera sido un príncipe oriental de excursión por Londres. Tiene el pelo blanco plateado y más largo de lo normal en hombres de su edad. Tendrá alrededor de sesenta años. Es alto y delgado. Distinguido. Los ojos tienen forma de almendra y son despiertos. Camina de acá para allá sacando libros y fichas de registro sin ton ni son. Pero en ningún momento me quita el ojo de encima. Ahora se acerca despacio a la mesa en la que estoy sentado.
Estoy cansado. Llevo todo el día entre libros y documentos que no resuelven ningún enigma. He leído hoja tras hoja sobre hospitalarios, mitos religiosos y cruzados. Acabo de encontrar una pila de documentos que narran los hechos de Rennes-le-Cháteau. He estudiado escritos sobre la visión del mundo de los monjes medievales y sobre la evolución histórica de la postura de la Iglesia ante propiedades y valores materiales. De cuando en cuando me pregunto a mí mismo por qué me estaré tomando la molestia. ¿Qué importancia tiene? ¿No podría simplemente entregar el maldito cofre? No es mío. No es asunto mío. Pero algo en mi naturaleza se resiste. Y quiere saber.
—¿Señor Beltø? ¿Señor Bjørn Beltø?
Es el primer inglés que consigue pronunciar bien mi apellido. Las os suenan claras, no lanudas. Debe de ser porque en algún momento del pasado aprendió la pronunciación precisa. Por ejemplo porque era colega y amigo de papá.
Por ejemplo en Oxford.
Por ejemplo en 1973.
Charles DeWitt…
Por fin lo he encontrado. Aunque en realidad el que me ha encontrado es él.
Cierro la extraña carpeta sobre los códigos de la orden Rosacruz (que por alguna razón estaba entre los documentos de Rennes-le-Cháteau) y lo miro.
—Soy yo —confirmo, y dejo la carpeta sobre la mesa.
Está medio inclinado sobre mí. Una de sus manos descansa sobre el panel de separación de las mesas. Le echa una mirada rápida a la carpeta, después posa la vista sobre mí. Tiene una irradiación monumental. Me recuerda a un antiguo aristócrata, un lord del siglo XVIII que ha dado un paso fuera del tiempo. Normalmente me habría achicado ante su intensa mirada. Pero se la mantengo con una sonrisa diabólica.
—Se ve que mi aspecto me dificulta desaparecer. Incluso en Londres —digo con chulería.
No puedo describir del todo los siguientes segundos. En realidad lo único que pasa es que él sonríe ante mi broma autoirónica. Pero es como si esa sonrisa nos elevara a los dos por encima del British Museum y nos llevara a un vacío donde el tiempo se ha detenido. En algún sitio del fondo de la cabeza oigo el tictac del reloj de la casa de campo de la abuela, junto al fiordo, oigo a mamá susurrar: «¡Principito! ¡Bjørn!», oigo los gritos de papá, oigo a Grethe decir: «Esperaba que nunca lo supieras», palabras, voces, sonidos entretejidos con el brillo de un rayo de recuerdos.
En ese mismo momento la realidad vuelve a su sitio. Me muevo en la silla. No da la impresión de que DeWitt haya notado nada.
—¿Ha preguntado por mí? —dice.
Yo pienso: «¡Dios mío, como esto pase de nuevo, voy a tener que llamar al doctor Wang cuando regrese a casa!».
—Supongo que sí —murmuro. Estoy dolorido y confuso. ¿Qué es lo que ha ocurrido?
—¿Qué quiere de mí?
—Supongo que ya lo sabe.
Ladea la cabeza, pero no responde.
Suspiro.
—Todo el mundo sabe más de lo que quiere admitir —digo—. Pero actúa como si no supiera nada.
—Así suelen ser las cosas.
—Tenemos algunos intereses en común.
—Ah, ¿sí? ¡Qué interesante! ¿Cuáles?
—Yo tengo algunas preguntas. Y creo que usted tiene algunas respuestas.
—Eso, evidentemente, depende de las preguntas.
—Y de quien las plantee.
Endereza la espalda y echa una ojeada a la sala.
—Un sitio fascinante. ¿Sabía que una donación testamentaria de cincuenta mil volúmenes, hecha por sir Hans Sloanes en mil setecientos cincuenta y tres, constituyó la base de la biblioteca del museo? ¿Y que en mil novecientos sesenta y seis se catalogaron las colecciones del museo, y que sólo el catálogo tenía doscientos sesenta y tres tomos?
—A alguien se le habrá olvidado contarme eso. —Le sonrío.
—Siento haberlo hecho esperar, señor Beltø; acabo de llegar del extranjero. Tengo un coche aguardando ahí fuera; ¿me honraría aceptando una invitación para tomar una taza de té en mi casa? Así podremos discutir nuestros asuntos comunes en un entorno algo más íntimo.
—¿Cómo sabía que estaba aquí?
Una sonrisa turbada le comba los labios.
—Estoy bien informado.
No lo dudo.
Vive en una zona elegante; unas amplias escaleras conducen a la puerta y una escalerita estrecha (tras una verja de hierro) lleva a la entrada de servicio. Una limusina de cristales oscuros ha aparecido ante la acera cuando salíamos del British Museum. Durante veinte minutos, el chófer, a quien vislumbraba tras el cristal de separación, ha serpenteado por un laberinto de callejuelas. Me pregunto si será para despistarme. Por eso me fijo en la placa con el nombre de la calle en la que nos paramos. Sheffield Terrace.
La dirección de Jocelyn DeWitt era Protheroe Road.
DeWitt abre la puerta con llave. Dos agujeros de tornillos y un tono más oscuro indican el lugar donde debería de haber estado la placa con el nombre. Es una vivienda elegante y, al igual que muchas viviendas elegantes, da la impresión de que nadie ha vivido en ella y de que está recién terminada. Ni los muebles, ni los cuadros, ni las alfombras consiguen darle calor de hogar. No veo raíces. Nada personal. Ningún pequeño objeto que rompa con el conjunto pero que está ahí porque el habitante lo relaciona con algo alegre. Todo está tan esterilizado como sería de esperar en un hombre recién divorciado que se ha ido de casa y está montando su nueva vivienda.
—¿Así que tu mujer se quedó con el ama de llaves? —le digo cuando nos quitamos los abrigos.
DeWitt me mira ofendido.
—¿Mi mujer?
Podría haberme mordido la lengua. Ha sido un comentario poco fino y no deliberado. Típico de mí. Uno de esos comentarios descuidados que puede uno permitirse con un buen amigo. Pero para un aristócrata como Charles DeWitt, el divorcio —sólo se me ocurre que se trate de un divorcio entre él y Jocelyn— tiene que ser una catástrofe social, no apta para bromas por parte de un total desconocido.
—Lo siento —digo con docilidad—. Miré en la guía telefónica y la llamé. A tu mujer. Pero no estaba en casa.
—¿Disculpa? —replica secamente. Parece aturdido.
—Jocelyn —tanteo.
—¿Cómo?
—No conseguí dar con ella.
—¡Ah! —exclama de pronto. Me mira muerto de risa—. ¡Jocelyn! ¡Ya comprendo! Ah… ¡Ya comprendo!
Entramos en el salón y nos sentamos junto a una ventana donde el sol corta columnas de plata en el polvo flotante.
—¿Querías hablar conmigo? —pregunta.
—Quizá sepas de qué se trata.
—Quizá. Quizá no. ¿Qué te ha traído hasta mí? ¿Hasta nosotros?
—Encontré tu nombre en el tratado. En casa de Grethe.
—Grethe. —La voz es frágil, tierna; como la que usaría un padre al hablar de su hija instalada en un país lejano.
—¿La recuerdas?
Ciérralos ojos.
—Oh, sí —dice simplemente. Después le atormenta la cara un gesto de tristeza.
—¿La conocías bien?
—Durante un período fuimos novios. —Dice «sweethearts». Cosa que arroja una luz dulzona sobre el romance. Si conozco bien a Grethe, la relación debió de ser todo menos dulzona. Pero al menos explica un poco el comportamiento de ella. Después pasa algo asombroso. A DeWitt los ojos se le ponen brillantes. Se rasca el rabillo del ojo—. Por favor —musita algo aturdido—, no te sorprendas tanto. Grethe siempre ha sido una mujer… ¿cómo diría?, apasionada. De sangre caliente. Y un alma cálida. Demasiado buena y complaciente. No es de extrañar que tuviera muchos…, eh…, amigos a lo largo de los años. Esto fue hace muchos años.
—Le pedí consejo. Referente a un hallazgo arqueológico. Y entonces tropecé con esto. —Le enseño su tarjeta de la Asociación Geográfica de Londres.
Mira fijamente la tarjeta amarillenta con gesto ausente. Se esfuerza por retener algo.
—Al parecer, allí nunca han oído hablar de ti —digo.
—Todo se debe a un malentendido.
—¿Un malentendido?
—No pienses en ello. Pero desde luego deberían haber reconocido el nombre de Charles DeWitt.
—He venido a causa de un hallazgo arqueológico.
—¿Sí?
—Encontramos un cofre.
—Interesante.
—De oro.
—¿Lo has traído contigo?
—¿Cómo?
—¿Para que le echáramos un vistazo?
—No lo entiendes. ¡El asunto es que tengo que proteger el cofre!
Arquea la ceja izquierda.
—Ah, ¿sí?
—Intentaron robarlo. Querían sacarlo del país.
—¿De quién estás hablando?
—Llyleworth. Arntzen. Loland. Viestad. ¡Mis superiores! ¡Todos! Están todos implicados, de un modo u otro.
Su risa suena auténtica.
—¿Crees que exagero? —pregunto—. ¿O que me lo estoy inventando todo?
—Creo que estás comprendiendo mal una serie de cuestiones. Cosa que no es tan rara, en el fondo. —Me mira—. Pareces una persona desconfiada, Bjørn. Muy, muy desconfiada.
—Es posible que sea un paranoico. Pero quizá se deba a que tengo razones para serlo.
Está claro que se está divirtiendo. Aunque yo no entienda por qué.
—Entonces, ¿qué has hecho con el cofre?
—Lo he escondido.
Su ceja vuelve a arquearse.
—¿Aquí? ¿En Londres?
—No.
—¿Dónde?
—¡En un sitio seguro!
—¡Eso espero! —Toma aire, intenta concentrarse—. Cuéntame por qué te estás implicando tanto en esto.
—Porque todo el mundo quiere quitármelo. Porque yo era el supervisor. Porque intentaron engañarme.
Su rostro adquiere un matiz como de satisfacción.
—El protector —susurra.
—¿Perdón?
—Te ves a ti mismo en el papel del protector. Eso puede gustarme.
—Yo hubiera preferido no tener que proteger nada.
—Se entiende. Háblame de las excavaciones.
—Estábamos trabajando en un prado junto a un viejo monasterio medieval en Noruega. Dirigía las excavaciones el profesor Graham Llyleworth, de laSIS. Bajo la supervisión noruega del profesor Trygve Arntzen y el director del Instituto Frank Viestad. Y del director general de Patrimonio Histórico, Sigurd Loland. Yo era el supervisor de campo. Ja, ja. Buscábamos un castillo redondo. Eso decían. Lo que encontramos fueron las ruinas de un octógono. Quizá conozcas el mito. Y en esas ruinas estaba el cofre. Abracadabra.
—¿Y partir de eso deduces que hay una conspiración?
—El profesor Llyleworth se escapó con el cofre. Se lo llevó al profesor Arntzen, mi superior.
—De todos modos yo diría que, hasta ahora, todo se ha hecho cumpliendo las normas. ¿Por qué interviniste?
—Porque planeaban sacar el cofre de contrabando de Noruega.
—¿De qué manera?
—Probablemente con un avión privado. Habían convocado a alguien de Francia.
—Ah, ¿sí? ¿Y cómo sabes eso?
—Lo oí a través de la puerta.
Me mira y se desternilla.
—¡Ya lo he entendido! ¡Eso explica un montón de cosas! ¡Lo oíste a través de la puerta!
—Me permití interrumpir esa pequeña conspiración.
—¡Es una manera de decirlo!
—Robé el cofre a mi vez.
—¡Qué sentido de la responsabilidad!
No sé si me está tomando el pelo.
—¿Y qué te ha traído precisamente hasta mí?
—Tenía la esperanza de que pudieras explicarme qué es lo que pasa con ese cofre.
—¿Por qué iba yo a saber nada de eso?
—Todo apunta hacia Oxford. Mil novecientos setenta y tres. Y el tratado.
—Ah, ¿sí? —dice vacilante.
Me retuerzo las manos.
—Ahora me estoy moviendo sobre hielo fino, pero como no estabas implicado en las excavaciones… me figuro… espero que puedas ayudarme.
—¿Cómo?
—Contándome qué fue lo que encontrasteis hace veinticinco años.
Pensativo, se acaricia la barbilla mientras me mira.
—Permíteme que te sea sincero —dice—. Seamos sinceros los dos. Yo sé más de lo que quiero mostrar.
Nos medimos mutuamente con los ojos.
—¿Sabes lo que contiene el cofre? —pregunto.
—Primero deseo saber dónde está.
—En un sitio seguro.
—¿No lo habrás abierto?
—Por supuesto que no.
—¡Bien! Bjørn, ¿confías en mí?
—No.
Mi respuesta directa vuelve a desencadenar la risa en él.
—Amigo mío, te entiendo. Entiendo tu escepticismo. Pero reflexiona… No conoces el alcance de lo que estás haciendo. ¡Hay muchas cosas que ignoras! Debes devolver el cofre. —Su mirada es suplicante.
—¿Porqué?
—¿No podrías confiar en mí sin más?
—No. Quiero saber lo que contiene.
Cierra los ojos y respira un rato a través de la nariz.
—Créeme cuando te digo que te comprendo. Tienes curiosidad. Tienes tus sospechas. Inseguridades. ¿Miedos? Y quizá pienses que en última instancia se trata de dinero.
—La idea me ha rondado.
—Pero no es así.
—¿Y entonces de qué se trata?
—Es una larga historia.
—Dispongo del tiempo que haga falta.
—Una historia complicada y prolija.
—Se me da bien escuchar.
—No lo dudo.
—Ahora sólo espero una explicación.
—Ya lo veo. Pero he de pedirte que aceptes que la solución al enigma es tan delicada que no se puede compartir contigo.
—¡Vaya bobada tan pomposa!
Mi exabrupto lo divierte.
—¡Bien dicho, señor Beltø! ¡Vaya que sí! ¡Bien! Das la impresión de ser un hombre al que se le pueden revelar secretos.
No es una pregunta. Es una constatación. O quizá más bien una orden. Pero yo no digo nada.
—Se puede decir que no tengo elección —continúa. No es conmigo con quien está hablando. Habla consigo mismo y a mí me deja escuchar la conversación—. No me queda más remedio que confiarte nuestro pequeño… secreto. ¡No me queda más remedio! —repite—. ¡No me queda otra opción!
Yo sigo sin abrir la boca. Pienso: «Es imposible que se ponga aún más melodramático».
Pero me equivoco.
Está a punto de levantarse, pero se queda sentado.
—Señor Beltø, ¿podría hacer un juramento?
—¿Un juramento?
Pienso en el juramento que el director Viestad se tomó tan en serio.
—He de pedirle, como caballero y como científico, que me prometa no revelar nunca lo que ahora voy a contarle.
No está claro si me está tomando el pelo.
—¿Lo prometes, Bjørn?
A medias espero que se abra la pared y que aparezca un equipo de veinte personas de Cámara oculta con flores, micrófonos y risas. Pero no pasa nada.
—Vale. Lo prometo —afirmo, pero no sé si lo digo de corazón.
—Bien —le dice al aire; sigue sin dirigirse a mí, sino más bien a algún espíritu que flota en algún sitio por encima de mi cabeza—. ¿Por dónde empiezo? —se pregunta a sí mismo—. Bueno… Se podría decir que es un club de chicos. Un club para iniciados. Para sabios. Un club masculino de arqueólogos.
—¿Un club arqueológico?
—No para arqueólogos cualesquiera. Somos los más destacados. Lo llamamos sencillamente The Club. Lo fundó Austen Henry Layard hace cien años. Layard reunió en torno a sí a cincuenta de los más relevantes arqueólogos, expedicionarios y aventureros del momento. El número de miembros nunca puede superar la cincuentena. Cuando un miembro muere, los restantes se reúnen para votar a quién quieren invitar a participar en el club. No es muy distinto de un concilio papal. Claro que no es tan importante —añade de un modo que deja una pequeña duda acerca de si piensa lo que dice.
—¿Y tú tienes la suerte de ser miembro de The Club?
El tono ácido le pasa inadvertido.
—Con toda modestia —responde con solemnidad—, yo soy el presidente.
Me contempla mientras deja que esa revelación cause efecto. Cosa que no sucede. Pero siempre puedo fingir que sí.
—Es importante que comprendas el peso que tiene nuestro pequeño club —continúa—. Informalmente y en tono jovial, en total intimidad, se reúnen los cincuenta mejores arqueólogos del mundo. Ocurre dos veces al año. La mayoría ocupa cátedras en las mayores universidades. Discutimos, intercambiamos experiencias, evaluamos teorías. Y, no hemos de escamotearlo, nos divertimos…
—¡Ay, que divertido! —exclamo.
Me mide con la mirada.
—Sin duda —dice. Mi actitud lo confunde. Debe de estar acostumbrado a que lo traten con mucho respeto y humillada admiración.
—¿No habrá por casualidad sitio para un profesor adjunto albino de Noruega?
—Creo que no te estás tomando esto del todo en serio.
Me limito a mirarlo porque tiene toda la razón del mundo.
Se le estrechan los ojos, dirige la mirada al cuarto.
—Las discusiones de nuestro club han desembocado en algunos de los descubrimientos arqueológicos más destacados de las últimas décadas. De modo completamente extraoficial, por supuesto. El club nunca se ha llevado los honores por nada que fuera asunto de alguno de sus miembros, aunque pudiera decirse que, como colegio, había sido la causa directa de que se iniciaran las excavaciones o de que se realizaran en un lugar concreto y no en otro. El club funciona como un banco de conocimientos. Un banco común en el que cada uno introduce sus saberes y del que, a cambio, podemos sacar rentas en forma del saber reunido en nuestros cincuenta miembros.
Me reclino en la silla y cruzo los brazos. La gente que sabe mucho cae con facilidad en altisonantes obviedades cuando tiene que hablar de sí misma y de lo suyo. Sólo que no se dan cuenta.
—Quizá creas que somos un grupo de viejos académicos resecos y sin sentido del humor. —Lanza una carcajada—. Amigo mío, disfrutamos de las alegrías de la mesa y nos servimos los mejores vinos y los jereces más nobles.
—¿Y quizás alguna pajarilla elegante hacia el anochecer? Me mira con cara de ofendido.
—No. Pero sí jugamos.
—¿Jugáis?
—Organizamos concursos. Tareas. Algo completamente particular. Una combinación de acertijos históricos, cartografía y, por supuesto, arqueología. Llámalo una búsqueda del tesoro avanzada. Cada cinco años proponemos una tarea nueva. El que primero encuentra la solución y trae a casa el objeto que hemos escondido entra en la presidencia del club. Que en estos momentos tiene cinco miembros.
Empiezo a entrever adónde se dirige.
—La penúltima vez ocultamos una vara con runas en una tumba mesopotámica. Un divertido anacronismo —se ríe alegremente—. Diseñamos un acertijo que tenía su punto de partida en las esfinges de toro de cinco patas de Layard, en el British Museum, que a su vez condujeron a los más despiertos a Nimrud.
—Y esta vez —lo interrumpo— habíais enterrado un cofre de oro en el monasterio de Vaerna.
—Eres agudo, pero no es tan sencillo. Este año celebramos el centenario del club. Por eso queríamos un reto especial. Lo dividimos en diez. —Carraspea, vacila—. Le confiamos a Michael MacMullin la labor de diseñar el acertijo. Se basó en el mito de la reliquia de los secretos sagrados. Cuando estudiaba, en los años setenta, tu padre y Graham Llyleworth escribieron un tratado en el que se insinuaba que el cofre podía estar enterrado en un octógono en Varna, Noruega.
No menciono que, modestamente, ha evitado decir que él era el tercer autor.
—Era un acertijo bastante sofisticado —dice—. Solucionarlo era posible, pero difícil. Un magnífico reto.
Preveo adónde va.
—Y entonces algo salió mal —aventuro.
—¡Exacto! Por desgracia. Exacto. Resultó muy incómodo. Para nuestro club anónimo. Para laSIS. Para el British Museum. De hecho, lo fue incluso para todo ámbito académico británico. —Hace una mueca—. Podría haber sido un escándalo. Un escándalo muy delicado. —Clava su mirada en la mía—. Pero aún no se ha evitado del todo. —Toma aire—. Permíteme que te hable de Michael MacMullin. Es uno de los miembros más destacados del club. Está en la presidencia. Un eminente catedrático. Quizás hayas oído hablar de él. MacMullin es un hombre con visiones, pero también sin inhibiciones. Robó el cofre del British Museum.
—¿Lo robó? ¿El cofre?
—El cofre de oro que hallasteis es un objeto que originalmente fue desenterrado en Jartum en mil novecientos cincuenta y nueve, y que desde entonces ha estado en el British Museum.
Según me va llegando la información, me invade un desagradable estupor. Jartum, en Sudán, es el lugar sobre el que escribía papá en la carta que estaba en el tratado de Grethe. ¿Por qué nadie ha sabido, ni ha dicho, que la reliquia fue encontrada hace cincuenta años? ¿Me oculta Grethe algo?
No quisiera desvelar lo que sé y lo que no sé, así que lo dejo continuar.
—MacMullin salió del museo con el cofre en su maletín. Al parecer lo enterró en el monasterio de Vaerne, en Noruega.
Podría haber apuntado que yo estaba presente cuando el cofre fue hallado. Si él mismo no hubiera sido arqueólogo, le habría hablado de las estructuras del suelo, de cómo se compactan la tierra y la arena con el paso de los siglos y cómo forman capas en paralelo que desaparecen cuando alguien excava un agujero y vuelve a llenarlo. Habría podido explicarle que la tierra estaba aglomerada sobre el cofre y que la estructura del suelo no tenía interrupciones. Pero no lo hago.
—Fue una vergüenza. Transgredió todos sus poderes. Me atrevería a decir que el club nunca se ha visto envuelto en un escándalo de semejantes dimensiones. Pero sólo podíamos hacer una cosa, enderezar la fachada. Desde luego, comprendimos dónde había enterrado MacMullin el cofre, el único problema era saber exactamente el lugar. Hasta que encontramos la fotografía por satélite que había encargado ex profeso. Estaba tomada con película infrarroja, para que pudiéramos ver las estructuras que hay bajo la superficie. Pudimos observar tanto un octógono como un castillo circular en el suelo de Varna. El resto fue bastante sencillo. La operación recibió incluso un nombre en clave. Operación Reliquia[4]. Organizamos unas excavaciones. Habría sido imposible localizar el octógono sin un cierto margen de variación basado en las fotografías del satélite. Nos habrían descubierto si hubiéramos intentado sacarlo a escondidas. Por eso procedimos como habríamos procedido si hubiéramos estado buscando un castillo circular. Seguimos las reglas del juego. Pedimos los permisos. Pagamos nuestras tasas. Incluso aceptamos tener un supervisor noruego. Un agudo joven que acabó creándonos problemas inesperados.
Se ríe ligeramente y me mira.
—El gobierno británico ha informado a las autoridades noruegas sobre el alcance de este asunto. La embajada británica en Oslo nos apoya en el trabajo. Bjørn, no creo que tengas elección. Has de devolvernos el cofre.
Me siento como un niño en Nochebuena. Cuando ya se han repartido los regalos y te apoltronas en el sofá, acalorado, vacío y agotado porque la tensión se ha relajado. A tu alrededor están tus padres, tus abuelos, tus tías y tíos, sonriendo, tomando sorbitos de sus copas, y sabes que ya ha pasado y que falta un año para la próxima vez. Por fantástica que sea, la explicación llega como una ducha fría, como un anticlímax.
—Entiendo. —Esta vez soy yo quien habla al aire.
—¿Com… prendes?
—Lo devolveré.
—Me alegro. Mucho. ¿Lo tienes aquí?
—Lo siento. Está en Noruega.
Se levanta.
—Venga —dice—, tengo un avión en Stanstead.
—Esta noche tengo una cita. Una cita que no pienso perderme por nada del mundo. Pero podemos marcharnos mañana.
—¿Una chica?
—Una diosa.
Me guiña el ojo. Si los años han enfriado su pasión, aún brilla en los recuerdos.
Al salir, paso por el servicio. El rollo de papel está pegado. El jabón, sin usar. La toalla, recién planchada. Pero el espejo está lleno de huellas dactilares. Nadie se ha molestado en quitarle el precio. 9,90 £. Un timo, si me preguntas a mí.
DeWitt me estrecha la mano cuando me voy. Acordamos encontrarnos delante de mi hotel a las diez de la mañana siguiente. Me agradece que esté tan dispuesto a colaborar.
En el momento en que bajo las escaleras, la limusina aparece junto a la acera. Abro la puerta y me siento. DeWitt se despide con la mano. Tiene el aspecto de un tío huraño y rico. La limusina se pone en marcha. No le he dicho adónde voy. Pero cinco minutos después se para ante el hotel.
—Mañana vuelvo a casa.
Diane se ha encerrado en una quesera de lejana indiferencia. Me mira.
—¿Tan pronto? —Hay algo pesado en su mirada, como si se hubiera refugiado en una raya de consuelo blanco.
Vive en el decimonoveno piso de un bloque con tales vistas que acabo preguntando si no es la torre Eiffel lo que se ve en la lejanía. La entrada es un tablero de ajedrez en blanco y negro, alargado por un mosaico de cristal en la pared y con un arco que conduce a un estrecho apéndice que es la cocina. El salón desaparece en el cielo. Toda una pared es ventana. A esta altura, Diane tiene que salir todos los días al balcón a limpiar las nubes.
El sofá de cuero del salón relumbra en negro y rojo. La mesa de cristal es tan gruesa que podrías buscar refugio en ella si a alguien se le ocurriera dispararte con una bazuca.
Me sitúo junto a la ventana. A mis pies se despliega Londres en un abanico de casas, calles y parques.
—¡Unas vistas magníficas! —exclamo.
Ella me da las gracias.
Algo vibra entre nosotros, pero no consigo agarrar lo que es.
—¡Vaya pisazo! —Estoy a punto de añadir que tiene pinta de haber sido amueblado por un decorador de interiores. Pero no sé si se lo tomará como una cortesía o como un sarcasmo.
—La mayor parte es obra de Brian.
—¿Quién?
—Un tipo con el que estuve. Brian. Era decorador de interiores.
Una salida de los bomberos arrastra calle abajo una cola de brillos azules.
—Lucy me ha ayudado hoy —digo—. Ha estado magnífica.
—¿Has sacado algo en claro?
—En el museo no. Pero ha pasado algo cuando estaba allí.
—Lucy me ha llamado. Le has parecido majo.
—¿Majo?
—Y bastante peculiar.
—¿Peculiar?
Se ríe de mí.
—¿Qué ha pasado en el museo?
—Me ha encontrado un hombre con el que estaba intentando ponerme en contacto.
—¿Quién?
—Se llama DeWitt. Charles DeWitt.
No dice nada, aunque comprendo que el nombre despierta reconocimiento y extrañeza. Pero no me decido a preguntar.
Ha preparado un guiso vegetariano según la receta de una revista que sigue abierta sobre el banco de la cocina.
—Espero haberlo hecho bien —dice, y junta las manos con un nerviosismo que resulta enternecedor y típico de quienes creen que la comida vegetariana exige unos conocimientos que están reservados a pocos.
Estoy sentado ante una mesa redonda en el rincón del salón más cercano a la cocina. Diane revolotea de acá para allá, cada dos por tres se acuerda de algo que se le ha olvidado. Me sirvo calabaza gratinada con salsa de queso y ensalada. Ella sirve vino tinto. Me ofrece una baguette, que yo parto en dos, y un cuenquito con mantequilla de ajo. Con las manos sobre el respaldo de la silla se queda de pie mirándome con expectación.
—¡Delicioso! —exclamo con la boca llena de comida.
Sonríe y se ajusta la falda detrás de los muslos antes de sentarse. Hay algo ancestralmente femenino en el modo en que lo hace. Alza su copa de vino y me dedica un gesto con la cabeza. El vino es seco.
—Un tipo fascinante ese DeWitt —digo.
—¿Ha podido ayudarte en algo?
—Lo ha intentado.
—¿Qué te ha contado?
—Una larga historia. Repleta de agujeros.
—Ah, ¿sí?
—Cosas raras.
—¿No confías en él?
—Me pregunto cuánto ha evitado contarme.
—El mundo está lleno de mentirosos —dice con contención. Los ojos se le vuelven cristal.
—Creo que me han seguido hasta aquí —añado un poco después.
—¿Cómo?
—Un coche ha salido detrás de mí desde el hotel. Espero que no tenga importancia.
—¿Te han seguido? —pregunta indignada, sorprendida—. ¿Aquí? ¡Esos cabrones!
Está a punto de decir algo, pero se contiene. Fija su mirada a la mía como un cerrojo. Es como si quisiera decirme algo triste. Quizá que no tengo que tomarme la invitación muy en serio. Que no debo creer que estamos hechos el uno para el otro. Pero que soy un tipo agradable y que está considerando incluirme en su lista. Junto con Brian, George y los otros noventa y ocho.
Comemos casi sin intercambiar palabra. De postre ha hecho un pudin de frutas. En el fondo del cuenco, enterrado bajo el pudin, descubro una fresa y un trocito de chocolate. Llama al postre Tentación del Arqueólogo.
Diane pone un anticuado elepé de Chicago. Atenúa la luz. Enciende dos velas rojas sobre la mesa de cristal. Sus medias de nailon brillan en el destello de las dos llamitas.
El cuero crepita cuando se apoltrona en el sofá junto a mí. Del mismo modo que crepita la música. Tiene que haber escuchado el disco muchas, muchas veces. Durante algunos minutos no hacemos ni un ruido, inseguros, con miedo a rozarnos. O a no rozarnos.
Me pregunta si quiero una copa. Yo acepto. Busca en la cocina ginebra Beefeater, tónica Schweppes, dos vasos y cubitos de hielo. Brindamos y nos reímos sofocados. Después nos quedamos bebiendo en silencio. Ninguno sabe a quién le toca empezar. Yo estoy buscando algo romántico que decir. Algo que pueda romper el hielo.
Ella se me adelanta.
—¿Te parece que avanzas algo? ¿En tu investigación?
Quizá no sea muy romántico, pero es mejor que el tenso silencio.
—Sé exactamente igual de poco que cuando salí de viaje. En realidad estoy aún más confuso.
Se ríe por lo bajo.
—Es tan raro pensar que tienes una… vida allí en Noruega.
—Vida, vida. Así lo siento yo también. Pero habría quien no la caracterizaría como una gran vida.
—¡No sé nada de ti!
—Entonces ya somos dos.
—¡Háblame de ti!
Le hablo de mí. No me lleva mucho rato.
Fuera, Londres clarea en un millón de pinchazos de alfiler hechos de luz.
—¡Esos mierdas! —susurra para sí misma.
—¿Quiénes?
—¡Creen que soy propiedad suya!
—¿Quién lo cree?
—Papá. Y todos sus entusiastas sirvientillos. «Haz esto, haz aquello. Diane, sé obediente. ¡Diane, haz lo que te decimos!». ¡Es como para vomitar!
Diane ha vaciado la copa, la mía sigue medio llena. Le veo en los ojos que empieza a estar bebida. Se sirve una copa más y pone otro elepé. Hotel California. Tiene reproductor de CD, pero hoy sólo está eligiendo discos de los setenta. On a dark desert highway… Coolwindin my hair… Una ligera ráfaga de nostalgia se arremolina en mí. Warm smell of colitas… rising up through the air… Cierro los ojos y me desvanezco en los recuerdos.
—Me recuerdas a un chico que conocí una vez —dice.
Abro los ojos y la miro en silencio.
Toma un par de sorbos de su copa y le echa dos cubitos de hielo.
—Se llamaba Robbie. Robert. Lo llamábamos Robbie.
Yo sigo sin decir nada.
—En realidad no me he dado cuenta hasta esta noche. De a quién me recordabas. Pero ahora lo veo. Me recuerdas a Robbie. —Me mira a mí al mismo tiempo que mira a través de mí—. Robbie Boyd. Estuvimos juntos un verano.
—¿Hace muchos tiempo?
—Teníamos quince años. Estábamos los dos internos en colegios.
—¿Era albino?
Su expresión es de sorpresa.
—Has dicho que te recordaba a mí —le explico.
—No de esa manera. Tenéis la misma esencia.
—¿Qué fue de él?
—Murió.
—Oh.
—Un accidente de coche.
—Oh.
—Me enteré por casualidad. Nadie sabía que estábamos juntos. No podía contárselo a nadie. En algún sentido nunca lo he superado. Cada vez que estoy con un hombre, siento como si estuviera traicionando a Robbie. Quizá por eso nunca consigo atarme a nadie. —Diane se ríe sofocada y pensativamente, inspira hondo y vuelve a soltar el aire despacio—. ¿Alguna vez te sientes solo? —pregunta, y me alborota el pelo.
—Alguna vez.
—No me refiero a… sin pareja. ¡Quiero decir… solo!
—De vez en cuando.
—Cuando era joven, me sentía como la persona más solitaria de este mundo. Nunca tuve una madre. Murió cuando yo nací. Y papá, él… —Bebe un trago.
—¿Qué pasa con él?
—Siempre… —Se encoge de hombros—. Siempre ha sido muy distante. Habría podido ser un bondadoso tío cualquiera. Supongo que por eso quise tanto a Robbie. Por fin había encontrado a alguien, no sé si me entiendes.
—Perdí a mi padre cuando era niño.
—Eso debe de ser peor. Lo conocías. Perdiste a alguien a quien querías. Yo nunca tuve una madre que perder.
—Así que tampoco tienes un vacío que llenar.
—O quizás el vacío sea tan grande que no consiga descubrir que estoy en medio de él. —Me mira—. Algunas veces me siento tan jodidamente sola… Incluso cuando estoy con un hombre.
—Puedes sentirte solo en una multitud.
—¿Has estado con muchas chicas?
—No con demasiadas.
—¡Yo sí! Bueno, ¡no con chicas! ¡Chicos! ¿Y sabes qué?
—No.
—Te sientes igual de jodidamente sola. Aunque hayas tenido cien novios, te sientes igual de jodidamente sola.
Me encojo de hombros. Cien novios es para mí una teoría equivalente al último problema de Fermat, ni siquiera concibo el problema.
—¿Has tenido cien novios?
Ella se ríe sofocada.
—¡Así lo siento! ¡Noventa y nueve! No sé. En algún sentido sólo he tenido uno. Robbie. Los demás sólo han sido…, tú sabes… —Se apoya sobre mí. Yo la rodeo con el brazo izquierdo—. ¡A veces lo odio! —exclama.
—¿A Robbie?
—¡No, a papá! No me malinterpretes. Lo quiero. ¡Pero algunas veces lo odio intensamente! —Suspira, se gira hacia mí y me mira con detenimiento—. ¿Te ha dicho alguien que eres bastante mono?
—Claro. Después de dos o tres copas.
—No estoy de broma. Es muy fácil enamorarse de ti.
—Diane, sé el aspecto que tengo.
—¡Eres mono!
—¡Tú también!
Se ríe desgarradamente y me clava un dedo en el costado.
—¡Adulador! —Su mirada se hunde en la mía—. ¡Me alegro tanto de haberte conocido…!
—¿Por qué?
—Porque me gustas. Porque nunca he conocido a nadie como tú. Que es completamente él mismo. A quien le importa una mierda el mundo. Eres muy especial.
—Casi es como si no tuviera otra opción.
—Tú crees en algo. No te rindes nunca. Da igual a quién te estés enfrentando. Siempre he admirado a la gente como tú. ¡Mientras que a esos mierdas…!
—¿Quiénes?
—Se creen que pueden… —Se contiene—. Si tú supieras… ¡Oh, que les den! —murmura.
«Ahora va a pasar algo», pienso.
Entonces ella se inclina hacia delante y me besa.
La primera vez que besé a una chica tenía dieciséis años. Ella, catorce. Se llamaba Suzanne. Era ciega.
Al besar a Diane, pienso en Suzy. No sé por qué. No he pensado en Suzy en muchos años. Pero algo en el modo en que besa Diane (con una cierta insistencia torpe, como si quisiera y no quisiera al mismo tiempo) ha abierto un cajón con recuerdos olvidados. Recuerdo el cuerpo delicado de Suzy y sus formas inacabadas, el modo en que nos respirábamos pesadamente en la boca.
El aliento de Diane sabe a ginebra. Su lengua es un gusanillo revoltoso. No sé qué hacer con las manos.
Se echa un poco hacia atrás, me coge la cara y me mira. Sus ojos tienen el aire marchito, enrojecido, que se le pone a uno cuando no está acostumbrado a beber. También hay algo más ahí dentro: ¿enfado?, ¿pena?, ¿confusión?
Sin mediar palabra, empieza a desabrocharse la blusa. Pasmado de expectación, sigo cada movimiento. Cuando termina, me coge la mano y se pasa mis yemas de los dedos por el sostén.
Me mira de reojo. Bjørn, el albino agradable[5] Uno entre un millón.
Me lleva al dormitorio. Las paredes son rojo fuego. Sobre la cama doble hay una manta negra desgarrada por un rayo amarillo. Sobre la mesa hay un montón de brillantes revistas de moda.
Arranca la colcha, se mete en la cama y serpentea para salirse de la falda. Se ha arreglado para la ocasión. El sujetador rojo y transparente va a juego con las braguitas. Se retuerce en la cama mientras me espera. Yo me desabrocho la camisa y tengo problemas con el cinturón. El cinturón siempre me da problemas cuando tengo que quitármelo ante los ojos de una mujer impaciente. Claro que tampoco se puede decir que sea un problema muy recurrente.
Cuando me siento en el borde de la cama, Diane se inclina hacia mí y me besa con hambre. Me siento tonto. Desamparado. Sé lo que tendría que hacer, pero no lo hago, me quedo parado y dejo que ella abra camino.
Todo un camino, por cierto. Abre un cajón de la mesilla y saca cuatro cortos lazos de seda. Se ríe nerviosa.
—¿Tienes ganas de atarme?
Está borracha. Definitivamente borracha.
—¿Perdona? —murmuro. He oído lo que ha dicho, pero es como si no me entrara del todo.
—¿Quieres atarme?
Me quedo mirando las cuerdas.
—¿Estás escandalizado?
—¡Qué va!
Como si no hiciera otra cosa que atar mujeres y follarlas hasta volverlas locas.
—¡Estás escandalizado! ¡Te lo noto!
—¡Para nada! ¡He leído sobre cosas así!
—¿No tienes ganas? ¡Dímelo si no tienes ganas!
Pero claro que tengo ganas. Sólo que no entiendo del todo lo que quiere decir. Me enseña cómo se hace. Le ato las muñecas y los tobillos a los cuatro palos de la cama. Respira entrecortadamente. Todos tenemos nuestros placeres.
Nunca lo he hecho de esta manera. No soy quisquilloso. Pero siempre he ido al grano.
Me tumbo a su lado con inseguridad. Da la impresión de que apenas se puede resistir cuando la enciendo con las yemas de los dedos.
Entonces surge un problema. Nunca me ha pasado antes. Sigue llevando las braguitas puestas, pero sus piernas abiertas están atadas. Si suelto los lazos, desaparecerá la magia. Me pregunto cómo voy a librarme de la prenda. Al final desisto. Simplemente aparto la goma de la braguita. Ya está.
Después, cuando estamos abrazados bajo el edredón, me pregunta:
—Oye, ¿puedo irme contigo? A Noruega.
Ella entiende mal mi silencio.
—No pretendo acoplarme. Perdóname —dice.
—No, no, no. Suena… agradable.
—Me quedan un par de semanas de vacaciones. Pensaba que podía tener su gracia. Ver Noruega. Contigo.
—Me marcho a casa mañana.
—Me da igual. Si es que quieres que vaya contigo.
—Claro que quiero.
Me despierta a las tres de la mañana.
—¿Lo habrás escondido bien, no? —pregunta.
No entiendo a qué se refiere.
—¡El cofre! —dice—. Me he acordado de algo. De algo que dijiste. Espero que esté seguro.
Estoy tan cansado que veo doble. Dos encantadoras gemelas Diane.
—Está seguro —murmuro.
—No puedes imaginarte lo buenos que son averiguando cosas. Cuando quieren. No son cualquiera los tipos a quienes te enfrentas.
—¿Por qué dices eso?
—Porque quiero que sepas que estoy de tu lado. Aunque trabaje para laSIS y todo eso. Entiendo que no puedas confiar completamente en mí. Pero, pase lo que pase, siempre estaré a tu lado.
—Claro que confío en ti.
—Eso espero. De todos modos, no lo hagas. Quizás hayan metido un micrófono en mi bolso. O algo así. No debes contarme nunca dónde está el cofre ni nada importante. ¿Vale?
—Es un amigo. Tú no lo conoces. Y yo confío en ti —digo, y me doy la vuelta.
Ella se acuesta a mi lado. Sus pechos se aprietan contra la sensible piel de mi espalda. Así me quedo dormido.
No he visto antes al recepcionista. Es un hombre. Alto, de pelo rubio claro y con el aspecto de un dios guerrero ario. Pero cuando abre la boca, tiene la voz tan nasal y una entonación tan coqueta que creo que me está tomando el pelo. Con mirada dulce me dice que debo de ser un caballero muy solicitado. Luego me entrega dos mensajes. Un telefax y un mensaje escrito a mano de la reina de la noche, Linda. Es corto y casi no tiene faltas de ortografía. Me ha llamado Jocelyn DeWitt.
El telefax está escrito sobre el papel de cartas de la Dirección General del Patrimonio Histórico.
¡Bjørn! He estado intentando llamarte. ¿Dónde coño estás?
No consigo dar con Grethe. Lo siento. ¿Tiene algún familiar con quién pueda haberse reunido? Llámame, ¿vale?
En el cuarto todo está tal y como lo dejé. Casi. Antes de irme, metí un palillo bajo la tapa de la maleta, que está debajo de la cama. Sólo por si acaso. Para convencerme a mí mismo de que soy un bobo paranoico. Ahora el palillo está sobre la alfombra.
En la ducha me lavo todos los olores de Diane y sus jugos resecos.
Cuando me he cambiado, y antes de ponerme a hacer la maleta, llamo a Jocelyn DeWitt. No porque necesite hablar con ella, sino porque soy un joven bien educado. Y porque, es mejor confesarlo, tengo curiosidad.
Es el ama de llaves quien contesta. Aunque ponga la mano sobre el auricular, la oigo decir que es el caballero que llamó por el señor Charles.
Jocelyn DeWitt coge un aparato supletorio.
Yo me presento. Bjørn Beltø. Arqueólogo de Noruega.
—¿Arqueólogo? —exclama—. Ya comprendo. Eso explica un montón de cosas.
Su voz es suave y tierna y llega a mí como de un siglo pasado.
—¿Explica?
—La arqueología era la vida entera para Charles. Aunque a veces también era… Bueno. Hace ya mucho tiempo. Veinte años.
Algo me detiene.
—No hay muchos DeWitt en Londres —le digo.
—La familia de mi marido era francesa. Se mudó a Inglaterra durante la Revolución. ¿Qué es lo que querías saber sobre Charles?
Le confieso que llamé al azar al único DeWitt que encontré en la guía telefónica de Londres.
—Me entró mucha curiosidad, claro —dice ella—. Me he preguntado tanto quién serías y qué querrías. Tendrás que perdonarme, pero es que Charles lleva tantos años muerto ya… ¿En qué puedo ayudarte?
Son las ocho y media. Dentro de hora y media vendrán a buscarme.
Jocelyn DeWitt es una mujer con pinta de cisne, cuello largo, movimientos gráciles y una entonación soñolienta con resonancia a cristal, a la caza del zorro y a largas sobremesas a la fresca sombra del pabellón del jardín. La mirada encierra una seguridad en sí misma divertida y relajada. Todo en ella indica que nunca ha tenido que levantarse de madrugada para echarle carbón a la estufa. Por eso resulta aún más sorprendente cuando se cuelan jugosas y fuertes expresiones en su refinado lenguaje y explotan como una granada en sus labios.
Dirige a su ama de llaves, regordeta y negra, con rápidos movimientos de los dedos. Deben de haber desarrollado un lenguaje codificado. Tal y como hacen los señores y los sirvientes cuando llevan tanto tiempo juntos que se han convertido en un solo organismo. El ama de llaves sabe cuándo los movimientos y los chasquidos significan «Lárgate de aquí y cierra la puerta cuando salgas» o «Trae el licor de plátano» o «¿Por qué no le ofreces un cigarro al noruego?».
Nunca he estado aquí antes. Ni siquiera es el mismo barrio en el que estuve cuando fui a casa de Charles DeWitt. O de su fantasma.
Entramos en un salón cargado de arañas de cristal, ventanas con arcos, gobelinos y gruesas alfombras, muebles barrocos, una chimenea sobredimensionada y, sorprendentemente, incluso una estufa de azulejos en el rincón.
Me coge de la mano y me lleva hasta la chimenea con elefantiasis.
—¡Aquí está! —dice—. Mi querido Charles y los demás. La sacaron en mil novecientos setenta y tres.
Ha colgado una ampliación de una fotografía porosa y enmarcada en el lugar de honor sobre la chimenea. Está descolorida. Los hombres llevan el pelo largo, las camisetas tienen dibujos psicodélicos. Te invade la certeza de que las personas te están mirando fijamente desde el instante que ha sido atrapado en el tiempo.
Están reunidos en una piña junto a un hoyo de unas excavaciones. Unos se apoyan sobre las palas. Otros se han atado un pañuelo a la cabeza para protegerse del sol.
En el extremo de la derecha, detrás de Grethe, está papá.
Grethe está extraña. Joven y espléndida. Juguetona. Le brillan los ojos. Se coge la tripa con las manos.
Sobre un montón de residuos, de manera que se eleva por encima de todos los demás, reina Charles DeWitt con los brazos en cruz. Parece un tratante de esclavos, propietario de todo el puto grupo. Así que era él. El anciano no me engañó. Sólo ha engañado a su mujer.
No sé qué secreto estará escondiendo. O por qué simuló estar muerto. O cómo ha conseguido vivir oculto todos estos años sin que lo descubran. En medio de Londres.
Pienso: «Soy demasiado cobarde para decirle la verdad».
¿Puede haberse cansado de ella? ¿Haberse ido con otra mujer? ¿O es que conoció a un monaguillo irresistible? ¿Quizá descubriera algo en Oxford, junto con papá y Llyleworth, algo que lo hizo dejar de existir?
La señora DeWitt me conduce a un salón estilo Luis XVI, donde nos sentamos. Con las piernas en cruz. Como el genio de una lámpara, aparece el ama de llaves con una botella de cristal.
—¿Un poco de licor de plátano? —me ofrece la señora DeWitt.
Asiento cortés con la cabeza. La mujer ha adiestrado al ama de llaves para que no mire a nadie a los ojos, así que sirve las dos copitas sin encontrarse con mi mirada. El licor me llena de almíbar la cavidad de la boca.
—¡Jodidamente delicioso! —dice la señora DeWitt. No creo que sea el primero que se toma hoy—. ¿Qué es lo que querías saber? —pregunta, y se inclina con confianza hacia mí.
—Como ya he dicho, soy arqueólogo…
—Pero ¿por qué preguntaste por Charles?
—He encontrado algo que requiere ciertas averiguaciones. Y en ese contexto surgió el nombre de tu… difunto marido.
El licor de plátano es como un sirope en la boca. Me quedo saboreándolo.
—¿De qué modo?
Me doy cuenta de que no tengo ni idea de cómo explicarle nada. Y aún menos que su marido está vivito y coleando. Intento eludir su curiosidad.
—Has mencionado algo de que la familia DeWitt huyó de Francia durante la Revolución.
—Charles estaba muy orgulloso de sus antepasados. Se libraron de la guillotina por los pelos. ¡Una familia de advenedizos aristocráticos, si me lo preguntas! Pero cuidaron las relaciones con la nobleza, sobre todo las mujeres. ¡Prostitutas de clase alta! Luego saltaron el Canal. El bisabuelo de Charles fundó una asesoría jurídica: Burrows, Pratt & DeWitt Ltd. El abuelo y el padre se hicieron cargo de ella sucesivamente. Se esperaba que Charles ocupara el puesto de su padre. Charles tenía… estudios, ¿sabes? Empezó a estudiar Derecho. Luego, de pronto, se lanzó a la arqueología. Fue el profesor quien, por decirlo así, lo convirtió. Para la familia de Charles fue pura rebeldía. ¡Una puta revolución! El padre se negó a hablar con él durante años. Hasta que Charles fue nombrado catedrático, el padre no retomó el contacto. Lo hizo para felicitarlo. Pero nunca lo perdonó.
—¿Y tu marido murió en…?
—Mil novecientos setenta y ocho.
La respuesta me deja helado. Veo ante mí un saliente en la montaña. Una cuerda. Un bulto sobre la pedregosa ladera.
Ella no percibe la conmoción que me desgarra.
—Pero dime, joven, ¿qué es lo que quieres saber?
—¿Qué sabes de las circunstancias de la muerte de tu marido? —tartamudeo.
—Estaban buscando una especie de tesoro. ¡Los locos! Lo mantenía todo en secreto. Y eso que normalmente me contaba más de lo que quería saber sobre su trabajo. Ay, me aburría como una ostra con sus historias. ¡Chorradas académicas! Pero esa vez sólo me explicó que estaban buscando un cofre. ¡Un puto cofre santo prehistórico!
«Ay, Dios…».
—¿Lo encontraron?
—¿A quién coño le importa? Cuando Charles murió, me fui a casa de mi hermana en Yorkshire. Viví con ella cerca de un año. Para… recuperarme del golpe. ¿Has perdido alguna vez a alguien cercano?
—A mi padre.
—Entonces sabes de lo que estoy hablando. Se necesita tiempo. Silencio. Tiempo y silencio para recordar. Reflexionar. Elaborar la pena. Quizás intentar contactar a través de un médium. Ya sabes. Dime, ¿dejó Charles papeles que te han impulsado a venir?
—Sólo una tarjeta de visita. ¿Cómo murió?
—De una infección. Se hizo un rasguño en el brazo izquierdo. Una ridiculez, en realidad.
—¿Que le quitó la vida?
—La herida se le infectó. En cualquier otro sitio habría sido algo bastante inofensivo.
—¿Dónde estaba?
—¡Lejos de la civilización! Antes de que consiguieran llevarlo a un hospital, se le había, gangrenado la herida.
—¿Dónde?
—¡En el brazo! ¡Te lo estoy diciendo! ¡Se lo amputaron! ¡Todo el brazo! Pero esos descerebrados babuinos… perdona mi lenguaje, no estaban acostumbrados a tratar casos complicados. Murió dos días después de la amputación.
—Pero ¿dónde?
—¡En la puta jungla!
Me quedo callado unos segundos antes de preguntar:
—¿La jungla?
—Eso he dicho, ¿no?
—¿Quieres decir… en África?
Arquea las cejas.
—¡Te aseguro que no quiero decir en Oxford Circus!
—¿No ocurriría por un casual en Sudán?
—¿Por qué me lo preguntas si has sabido todo el rato la respuesta?
—¿Qué pasó con las excavaciones?
Hecha la cabeza hacia atrás.
—¡No tengo ni idea! Para decirte la verdad, nunca he pensado en ello. O más bien: me ha importado una mierda. Antes de morir me escribió. Una carta de despedida, como se vio luego.
Chasquea los dedos. El ama de llaves, que está de pie en un rincón como una estatua de Buda tiesa y gorda, se despabila, abre el cajón de un escritorio y le lleva una caja a la señora. Dentro hay cinco hojas escritas a mano y atadas con una cinta de seda. Ella suelta el lazo y me tiende las hojas crujientes. Yo vacilo.
—¡Adelante! —me ordena.
Junto al Nilo, Sudán del sur Lunes, 14 de agosto de 1978.
Mi queridísima Jocy:
¡Mira qué mala suerte! Caminando del campamento a la zona de excavaciones iba despistado (¡sin comentarios, gracias!), tropecé con una raíz y me caí por un terraplén de piedras y barro. No te asustes, querida, no fue una gran caída, pero me he contusionado ligeramente la rodilla, y una piedra afilada me ha desgarrado un poco el brazo. Estuvo sangrando mucho un rato, pero un boy me vendó la herida y me ayudó a volver al campamento. Pero luego resultó que no encontrábamos el botiquín. ¿No te parece típico? MacMullin me ordenó que me fuese a la tienda y descansase lo que quedaba de día, para que se cerrara la herida. No es horrorosamente profunda, así que espero que no sea necesario darle puntos.
Pero debemos ver lo positivo del asunto, porque ahora estoy aquí sentado en mi cama de campaña aburriéndome, así que por lo menos —¡por fin!— tengo ocasión de escribirte unas líneas. Ya lo sé, ya lo sé, que tendría que haberte escrito antes, ¡pero MacMullin no es de los que piensan que el tiempo libre y el descanso sean buenos para la humanidad…!
Hace aquí más calor del que me temía, en realidad es bastante insoportable, pero de todos modos lo peor es la humedad, que se me pega como la pintura fresca. ¡Y todos los insectos, ni te cuento! (Pero ya que tienes una relación tan entrañable con los insectos, no voy a decirte ni lo grandes que son —¡¡¡enormes!!!… ¡¡¡gigantes!!!— ni dónde se encuentran —¡en la cama! ¡En los zapatos! ¡En la ropa!).
Hemos llegado bastante lejos (¡¡o bastante profundo!! Je, je, je) con las excavaciones. No te aburriré con los detalles técnicos, pero: buscamos rastros de una campaña persa. No sé cuántas veces le he dicho a MacMullin que el cofre nunca estuvo en manos de los persas, que los hospitalarios debieron de ocultarlo en un octógono en su monasterio de Noruega. Pero nadie me escucha. Sólo Birger. La paz sea con él…
Oooops, ¡llega la comida! ¡Más tarde, más, gatita!
Noche
Es la una y media (¡de la madrugada!), no consigo dormir, la oscuridad ahí fuera está llena de ruidos extraños y de pesados olores.
La noche africana alberga algo que nunca he experimentado en casa, es como si te susurrara, como si algo se despabilara. No estoy pensando en los anímales y los insectos, sino en algo infinitamente más grande. Perdóname si digo tonterías.
Creo que tengo fiebre. Estoy helado, a pesar de que debe de haber por lo menos 35 grados aquí dentro de la tienda, y está tan húmeda como un maldito invernadero.
La herida del brazo me duele muchísimo. Joder, joder, joder…
Tendré que intentar dormir. ¡Te echo de menos, cariño! Besos.
Martes
Llevo todo el día tirado como un pedazo de carne muerta sobre mi camilla. Ocho personas se han turnado en llevarme. Nativos. Charlaban y se reía alternativamente, y yo no entiendo ni palabra de lo que dicen. Por suerte MacMullin ha mandado también a dos ingleses. Jacobs y Kennedy. Me hacen compañía, ¡pero el calor no nos deja fuerzas para hablar de gran cosa!
El calor y la humedad son insoportables. La jungla es densa y vaporosa, estoy a muchos kilómetros del mar más cercano, pero a pesar de todo estoy mareado.
Miércoles por la noche
¡Vaya noche! Ya te contaré más cuando vuelva a casa.
Cuando por fin hemos llegado al hospital esta mañana, se ha armado un gran jaleo. Creo que era la primera vez que veían un paciente blanco. Tiene buena pinta, me van a tratar como a un dios que acaba de caer del cielo.
Ahora estamos esperando al médico. Han de buscarlo en un pueblo que está a algunos kilómetros de aquí. ¡Ay, Dios, estoy tan impaciente, Jocy! El hedor es insoportable. Debe de ser la gangrena. Pero por suerte nos hemos dado prisa.
No me siento del todo bien.
Viernes noche
¡¡Ay, Jocy, Jocy, Jocy, cariño!! ¡Tengo que contarte algo espantoso! ¡Prométeme que vas a ser una niña valiente para mí!
¡Me han cortado el brazo, Jocy!
¿Me oyes? ¡¡Me han amputado el brazo!! Ay, Dios mío. ¡Cuando miro hacia la izquierda, no veo más que un bulto con un vendaje sanguinolento! ¡Cómo me temía, era gangrena! ¡Ay, Jocy!
Por suerte los dolores no son tan terribles como sería de creer, ¡pero vomito todo el rato! ¡Me han atiborrado de morfina!
¡Siento mucho tener que contártelo de este modo! ¡Debería haberte hecho caso y haberme quedado en casa!
¡Ahora no tengo fuerzas para escribirte más!
Noche
¡Te echo de menos! No consigo dormir.
Me duele mucho.
Helado.
Sábado
Querida, queridísima Jocy hoy [ilegible]
y yo [ilegible] el cura.
Pero [ilegible] ¡Mi Jocelyn! ¡Te amo!
podrás perdonar [ilegible]
Noche
Son las [ilegible]
Jocy, querida, la fiebre me [ilegible]
¡estoy tan cansado!
Escribiré más lue
Es una pieza poética arrebatadora. Charles DeWitt debió de relatar su muerte con una sonrisa maligna. La primera página está escrita con letras poderosas, inclinadas hacia la derecha, que se aprietan contra el papel. Meticulosamente, ha ido debilitando la letra y haciéndola ilegible. Cerca del final las letras se diluyen.
Dejo la hoja a un lado.
—Murió en algún momento de la noche del domingo —dice la señora DeWitt abiertamente—. Lo encontraron con las hojas en la cama.
No sé qué decir.
—Toda una despedida, ¿no? —murmura ella.
—¡Tiene que haber sido terrible leer esta carta!
—En cierto sentido. Al mismo tiempo, me dio la impresión de haber estado allí. Sabía cómo había pasado. Lo que pensó y sintió. Si sabes a lo que me refiero. MacMullin trajo personalmente la carta desde África. Y me la entregó en mano.
Le da un sorbito a su licor. Me levanto y vuelvo hasta la fotografía de la chimenea. La señora DeWitt viene dando pasitos detrás de mí.
—¿Sabes quién es ésta? —pregunto señalando a Grethe.
Ella resopla.
—¡Esa puta! Una ninfómana follada de Noruega.
Después cae en la cuenta de que yo también soy noruego. Y de que la mujer teóricamente podría ser mi madre. Que yo podría haber ido por eso.
—¿Tú la conoces? —pregunta dócilmente.
—Algo —miento—. Me dio clases en la universidad.
—Se quedó embarazada.
Me quedo con la boca abierta.
—¿Embarazada? —tartamudeo. ¿De papá? Me pregunto a mí mismo. ¿O de DeWitt? Él mismo dijo que eran sweethearts. Pero no me atrevo a plantear la cuestión.
—Todos hicieron como si no lo supieran —resopla ella.
Señalo a Charles DeWitt.
—Y éste —digo en voz baja, tengo que esforzarme para que no se note lo conmocionado que estoy—, ¿es tu difunto marido?
—¡Dios mío, no! —se ríe ella—. ¡Tampoco es que me hubiera importado que lo fuera!
Riéndose de su frívolo exabrupto, señala a un tipo enjuto y moreno que está sentado de cuclillas en el extremo izquierdo de la foto. Tiene el aspecto de un vendedor de turba español e insatisfecho.
—¡Ése es mi Charles! Dios lo acoja.
—Pero… —farfullo sin entender, y golpeo con la uña al hombre que está en medio de la foto— ¿quién es éste?
—Ése —responde, muerta de risa— es el jefe de las excavaciones. Un arqueólogo y científico muy reconocido. Un buen amigo de Charles. ¿No lo he mencionado? ¡Michael MacMullin!
El coche de mudanzas es tan grande como un petrolero, y llena la acera a lo largo de Sheffield Terrace de tal modo que los peatones son empujados a la calzada. Le pido al taxista que espere. Colmado de un inexplicable miedo de Día del Juicio Final, me aproximo corriendo a uno de los braceros. Tiene los ojos tontos y los brazos como vigas de madera. Pregunto por el propietario de la casa. Él no me entiende. Llama a un tipo que debe de ser el encargado. Repito la pregunta. Se quedan mirándome y se ríen groseramente de mi acento. Para ellos soy una especie de atracción de feria viviente, un pelele alterado, pálido como un muerto, que cuelga agitándose ante sus caras.
—¿El dueño de la casa? —repite al fin el encargado—, no sé nada de él.
—¿Quién ha vivido aquí? —grito para que se me oiga por encima de una moto que pasa. Ellos se encogen de hombros—. Es importante —insisto—, soy un cirujano extranjero, se trata de un trasplante de corazón, corre prisa, ¡está en juego la vida de un niño!
Se miran entre ellos con inseguridad, luego el encargado se mete en la cabina del camión y contacta con la central. Cuando vuelve, tiene pinta de aturdido.
—Debes de tener mal la dirección, esto es un piso de alquiler, ¿entiendes? No tenemos nombres, no podemos desvelar la identidad de nuestros clientes, ¿verdad?, normas de la empresa… —Se distrae con las cinco libras que le meto en el bolsillo de la camisa, y se inclina hacia mí—: Y, además, tendrías que hablar con las autoridades, ¿verdad?, que son las dueñas de la casa. Éste no es un piso cualquiera, ¿verdad?
Evidentemente puede ser una casualidad. Las casualidades pueden tener su gracia. A veces se ensamblan y generan un patrón.
Charles DeWitt, el compañero de estudios y colega de papá en Oxford en 1973, se apagó en una jungla sudanesa una noche de agosto de 1978. Poco más de un mes después de que papá se precipitara a la muerte en un accidente que la policía archivó por falta de pruebas.
Falta de pruebas.
La formulación hace que me estremezca. Como si supiera, pero no del todo.
La Asociación Geográfica de Londres está cerrada por ser sábado, pero sigo llamando hasta que una voz malhumorada responde al telefonillo. Pregunto por Michael MacMullin.
—Estamos cerrados —responde el guarda.
Alzo la voz y vuelvo a preguntar por MacMullin, es importante.
—Tendrás que venir el lunes —responde el guarda.
Le pido que contacte con MacMullin y que le diga que lo está buscando el señor Beltø de Noruega, es extremadamente importante que le llegue el mensaje.
—You miss a bell thrumfrom nowhere? —crepita la voz.
—¡Beltø! —le chillo en inglés con tanta fuerza que los peatones me miran asustados y se apresuran a seguir—. ¡Dile que el albino loco quiere hablar con él!
El telefonillo deja de silbar. Llamo varías veces, pero no contesta. Me lo imagino detrás del objetivo de la cámara de vigilancia; gordo, satisfecho consigo mismo y seguro tras sus gruesas puertas y metros y metros de cable de cámara. Con los labios formo las palabras: «Llama ahora mismo a MacMullin, ¡hijo de la grandísima puta!». Es posible que no lo entienda; le hago un corte de manga y vuelvo corriendo al taxi.
Se ha ido. El taxista ni siquiera ha cobrado su dinero.
—¡Ay, Dios! ¿Eres tú? ¿Ya?
Incluso distorsionada por el telefonillo de laSIS reconozco la voz de mi vieja amiga, la abuela canosa que hacía punto. Le dedico mi mejor sonrisa a la cámara y saludo con un par de dedos.
Las lenguas tienen gracia. El lenguaje nos separa de los animales. «Ya». Una palabra tan inocente… Pero algo revela. Revela que ella sabía que yo iba a acudir. Porque alguien le ha dicho que iba de camino.
—¡Dios mío! Justamente ahora no hay nadie aquí. Nadie ha dicho nada de que…
Mientras habla, abre la puerta, y cuando entro, aún sigue sentada tras su escritorio con el dedo sobre el botón hablando conmigo por el telefonillo. Lleva la capa sobre el brazo. No sé si acaba, de llegar o si está a punto de irse. Me mira con una expresión aborregada, asustada. Siento lástima por ella. No sabe del todo qué hacer conmigo.
—¿Estáis abiertos hoy? ¿En sábado? —pregunto.
—En absoluto. Quiero decir… no, normalmente no. Pero hoy… Ay, no sé… ¿Qué es lo que quieres?
—Tengo que hablar con MacMullin.
Su cara pierde algo del gesto de tensión. Ladea la cabeza.
—Anda. Qué curioso. Está de camino. Tenía la esperanza de que estuvieras aquí. ¿Estabais citados…? ¿Para veros…? ¿Para ir al aeropuerto…? Dijo que tú… —Se contiene y deja la capa sobre el respaldo de la silla—. En todo caso, pronto estará aquí. Quizá deberíamos subir a su despacho.
Me conduce escaleras de mármol arriba y por el pasillo de columnas. La acústica resalta el hecho de que sólo estamos ella y yo en todo el edificio. Cruzamos las baldosas de mosaicos, el universo del señor Anthony Lucas Winthrop Jr. y doblamos otra esquina más. Así nos plantamos ante la puerta doble de iglesia del despacho de Michael MacMullin. Su nombre está atornillado en la madera oscura con pequeñas letras de latón recién pulido. Cuando tienes todo el poder en tus manos, puedes permitirte ser discreto.
El recibidor de Michael MacMullin es tan grande como una sala de conferencias noruega. El parquet del suelo relumbra. El escritorio de la secretaria está junto a un exclusivo salón francés donde los invitados pueden esperar sentados hasta que a su excelencia le plazca invitarlos a entrar en lo más sagrado. Las librerías se curvan con las primeras ediciones de libros sobre los que uno sólo ha leído. Dos ventanas dan a la calle, profundos pozos hacia la luz. La gran fotocopiadora y los ordenadores están tan arrinconados en la sombra como ha sido posible. La puerta que conduce propiamente al despacho de MacMullin está equipada con una cerradura normal y dos de seguridad. El marco está reforzado con metal. Sobre la pared parpadea una bombilla roja en una caja con números sobre el panel. Michael MacMullin debe de sentirse como una feliz y segura hucha de cerdito dentro de la caja fuerte más segura del mundo.
—Bueno, ¡tendrás que sentarte a esperar! —dice la abuela. Le falta el aire. Luego sale de espaldas y cierra la puerta.
Me siento en el marco de la ventana. Mientras oteo la calle, cavilo sobre lo que voy a decirle a MacMullin.
No pasa mucho tiempo antes de que un BMW 745 beis tuerza la esquina. Llega a tanta velocidad que una señora tiene que pegar un brinco desde el paso de peatones a la acera. Por eso capta mi atención, odio a los gamberros al volante.
En la acera, debajo de mí, el coche pega un frenazo. Casi da la impresión de que chirrían las cubiertas. Cuatro hombres salen del coche, al conductor no lo he visto nunca. Después sale MacMullin (alias DeWitt). Y mi viejo y buen amigo Graham Llyleworth.
Pero es el último hombre quien me intranquiliza. Nos hemos visto antes. Es King Kong.
Me pregunto por qué llevan consigo a su quebrantahuesos si sólo pretenden conversar conmigo.
Cuando salgo del recibidor, los oigo entrar en la planta baja.
—¡Está arriba! —exclama la voz de la abuela.
Me quito los zapatos y salgo corriendo por el pasillo de columnas con un zapato en cada mano. Al ver a los cuatro hombres en la escalera, me echo a un lado y me pego a una columna.
Si se dan la vuelta en el momento en que pasen, me descubrirán. Pero no lo hacen.
Espero a que hayan doblado la esquina antes de echar a correr hacia la escalera y bajarla. Abajo del todo me pongo los zapatos.
La abuela se da la vuelta.
—Pero… ¿eres tú? —me pregunta sorprendida, y le lanza una ojeada a la escalera—. ¿Aquí?
—Desde luego.
Desde el despacho de MacMullin suena un grito.
—Pero… —dice ella, y da un paso hacia mí cuando avanzo. Como si fuera cinturón negro en jiu-jitsu y pensara tirarme al suelo con sus propias manos.
—¡Detenlo! —grita una voz.
Ella me sigue de puntillas hasta la puerta mientras gimotea asustada.
Yo me lanzo a la calle y me hago invisible.
La maleta de Diane está lista en la entrada. Por la expresión de su cara se podría pensar que lleva las cinco últimas horas sentada encima de ella, esperándome.
—¡Por fin! —exclama—. ¿Dónde has…?
La corto en seco.
—¡Creo que los mataron!
Diane no consigue cerrar del todo la boca.
—¡Tenemos que irnos! —añado.
—¿Quién mató a quién? —tartamudea.
—Mi padre. Y DeWitt.
—¿A quién mataron?
—Los mataron a ellos.
—¡Ya no entiendo nada! ¿Por qué los mataron?
—Sabían algo.
—Ay, Dios. ¿Sobre el cofre?
—No lo sé. Pero murieron casi al mismo tiempo. En accidentes.
—¿Y?
—Ha de haber alguna conexión.
—No creo que…
—¡Diane! No sabes nada de todo esto. ¡Vamos! ¿Tienes tus cosas listas? Vamos, que nos vamos.
—¿Tantísima prisa?
—¡Vienen por mí!
—Espera un momento.
—¡No hay tiempo!
—¿Quién viene por ti?
—¡MacMullin! ¡Llyleworth! ¡King Kong! ¡La CIA! ¡Darth Vader!
—¿Cómo…?
—¡Vamos!
—¿Por ti?
—Me he escapado en el último instante. ¡Antes de que me pillaran!
Me mira con preocupación.
—Bjørn… ¿No te parece que estás exagerando un poquito?
—¡Diane!
—¡Vale, nos vamos, nos vamos! ¿Tu equipaje está abajo?
—Tendrá que quedarse en el hotel.
—Pero…
—Tengo el pasaporte y el dinero.
—¡Bjørn, tengo miedo! ¿Qué ha pasado?
—Te lo contaré más tarde. ¡Ven! Hemos de darnos prisa si queremos alcanzar el avión.
—Pero ¿no deberíamos…?
—¿No deberíamos qué?
—Tengo que llamar a mi padre.
—¿Ahora?
—Bueno, él…
—¡Llama desde el aeropuerto! ¡Llama desde Noruega!
—Me llevará sólo un minuto. Medio.
—¡Pues llama! ¡Date prisa!
Diane descuelga el auricular. Yo la miro. Ella me mira a mí. Vuelve a colgar.
—Da igual. Puedo llamar desde Noruega.
En ese momento suena el teléfono. Confusa, coge el teléfono. Responde «sí» varias veces, impaciente, distante.
—¿Qué quieres decir? —inquiere.
Y escucha.
—¿Por qué motivo? —pregunta entre dientes.
Me mira y pone los ojos en blanco.
—¿Explicar qué cosa? —le grita al auricular. Después cuelga—. El trabajo. Parecería que el mundo va a hundirse sólo porque una se toma unas vacaciones.
Llevo la maleta hasta el ascensor. Diane cierra con llave, pero se acuerda de pronto de que se ha olvidado de hacer pis. ¡Mujeres! Vuelve a entrar. Tarda una eternidad. He retenido el ascensor colocando la maleta ante la célula fotoeléctrica, y hace «ping» cuando la puerta se cierra detrás de nosotros. Diane aprieta un botón con la figura de un coche. Siento un cosquilleo en la entrepierna.
En el garaje abre el maletero del Honda. Yo meto la maleta.
Diane sale marcha atrás de la plaza de garaje. Las cubiertas chillan cuando acelera, la resonancia suena a vacío. Me echo para atrás en el sillón y tomo aire. Me duelen las piernas.
Tenemos que esperar a que se haga un hueco, antes de que Diane consiga salir del garaje e introducirse en el tráfico. Uno de los coches que pasa, y que pega un frenazo ante la entrada del edificio, es un BMW 745 beis. No consigo ver el interior. Es imposible que sean ellos.