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EL ENIGMA

Estoy buscando el pasado, acuclillado en el centro de una cuadrícula. El sol me abrasa la nuca. Tengo las palmas de las manos cubiertas de unas ampollas que me escuecen una barbaridad. Estoy sucio y sudado. Huelo a rayos, y la camiseta, que ya no es más que una tirita pegajosa y vieja, se me adhiere a la espalda.

El viento y las excavaciones han levantado una arena fina que dibuja una cúpula de polvo gris amarronado sobre los campos cultivados. La arena me pica en los ojos. La nube de polvo me seca la boca y me tizna la cara; siento la piel como una costra agrietada. Jadeo silenciosamente. Resulta inconcebible que en algún momento soñara con conseguir esto. Todos tenemos que ganarnos el pan…

Estornudo.

—¡Salud! —grita una voz.

Me vuelvo sorprendido, pero todo el mundo está ocupado en lo suyo.

El pasado no es sencillo de encontrar. Algunas paladas por debajo de la primera capa de tierra, en la bandeja de trillar que está entre mis zapatillas de deporte sucias, rebusco con las yemas de los dedos en la húmeda tierra vegetal. La capa cultural que hemos descubierto tiene ochocientos años. El olor a mantillo es intenso. En uno de sus manuales, Análisis arqueológico de restos antiguos, el profesor Graham Llyleworth escribe: «Del oscuro humus de la tierra emana el mudo mensaje del pasado». ¿Se habrá oído cosa igual? El profesor es uno de los arqueólogos más destacados del mundo, pero tiene cierta debilidad por la lírica. Hay que perdonarle sus pasos fallidos.

El profesor Llyleworth está ahora sentado a la sombra de una sábana amarrada a cuatro postes. Está leyendo, succionando un cigarro que aún no ha encendido. Tiene un aspecto insoportablemente inteligente, colmado de una dignidad entrecana y ostentosa que no ha hecho nada por merecer. Lo más probable es que esté fantaseando con alguna de las chicas que están con el culo en pompa. De tanto en tanto nos echa una mirada que significa: «En tiempos era yo quien sudaba la gota gorda al sol, pero de eso ya hace mucho».

Lo observo de reojo a través de las gruesas lentes de mis gafas con filtro solar. Me roza con la mirada y me observa por un segundo o dos. Después bosteza. Una ráfaga de viento hace ondear la sábana. Hace muchos años que no se deja retar por alguien con roña bajo las uñas.

—¿Beltø? —dice con exagerada cortesía.

Todavía no he conocido a ningún extranjero que consiga pronunciar bien mi nombre. Me hace gestos con la mano de que me acerque, del mismo modo que los negreros llamaban a sus chicos negros en el siglo pasado. Salgo del hoyo de varios metros de profundidad y me sacudo los vaqueros.

El profesor carraspea y pregunta:

—¿Nada?

Le enseño las palmas de las manos y me sitúo delante de él con un gesto de mofa que desgraciadamente le pasa inadvertido.

—¡Nada! —respondo en inglés.

Con una expresión que apenas disimula el desdén que alberga, me mira y pregunta:

—¿Va todo bien? ¡Hoy estás muy pálido! —Después suelta un bufido y se dispone a aguardar una reacción que ni se me ocurriría brindarle.

Muchos creen que el profesor Graham Llyleworth es malvado, o que tiene ansias de poder, pero ninguna de las dos cosas es cierta. El desprecio es algo natural en él. La visión que tiene del mundo circundante y de las diminutas criaturas humanas que gatean en torno al dobladillo de su pantalón se formó, forjó y fraguó en hormigón armado ya en los comienzos de su vida. Cuando sonríe, lo hace con una indiferencia distanciada y condescendiente. Cuando escucha es por impuesta cortesía (la que debe de haberle inculcado su madre con palmeta y amenazas). Cuando dice algo, es fácil creer que habla en nombre de Nuestro Señor.

Llyleworth se sacude una mota de polvo que, empujada por el viento, se ha posado sobre su traje gris a medida. Deja el puro sobre la mesa de campaña. Con rotulador indeleble marca los hoyos que se han excavado y vaciado. Sin ninguna expresión, le quita el tapón al rotulador y hace una cruz en el cuadro 003/157 del dibujo de la planta, apoyado sobre la mesa bajo el techo de sábana.

Después me despide con un cansino movimiento de las manos. En la universidad nos enseñaron que cada uno puede mover hasta un metro cúbico de tierra al día. El montón de residuos que hay junto al cedazo indica que ha sido una buena mañana. Ina, la estudiante que criba toda la tierra que le llevamos a rastras en espuertas y carretillas, no ha encontrado más que un par de pedazos de tejido y un peine que habían pasado inadvertidos a los equipos de excavación. Está metida en un charco de lodo, viste unos pantalones cortos y ajustados, una camiseta blanca y unas botas que le quedan demasiado grandes, y sujeta una manguera verde que gotea por la punta.

Es muy mona. Es la vez doscientos doce que la miro esta mañana, pero ella nunca mira en mi dirección.

Me duelen los músculos. Me hundo en la silla plegable resguardada del sol de agosto por un sombreado bosquecillo de arbustos. Éste es mi rincón, mi lugar seguro. Desde él tengo una visión de conjunto del terreno excavado. Me gusta tener visión de conjunto. Cuando dispones de ella, dispones también del control.

Por las noches, tras la clasificación y catalogación, firmo la lista de hallazgos. El profesor Llyleworth opina que soy exageradamente desconfiado porque insisto en cotejar los objetos de las cajas de cartón con su lista. Hasta ahora no le he pillado ni una sola inexactitud, pero no me fío de él. Yo estoy aquí para controlar. Eso lo sabemos los dos.

El profesor se vuelve, como por casualidad, para averiguar dónde me he metido. Le dedico un burlón saludo de boy scout con los dos dedos en la frente. No me saluda a su vez.

A mí me gusta más estar a la sombra. Debido a un defecto en el iris, la luz potente me explota en un chaparrón de astillas en el fondo de la cabeza. Para mí el sol es una rebanada de dolor concentrado. Por eso suelo entornar los ojos. En una ocasión un niño me dijo: «Tus ojos se parecen a cuando alguien hace una foto con flash».

Dando la espalda al contenedor de herramientas, miro el terreno de las excavaciones. Los hilos blancos del sistema de coordenadas forman cuadrados que se excavan por separado, Ian y Uri están discutiendo junto al medidor de nivel y el teodolito, al tiempo que miran la cuadrícula y agitan los brazos en dirección a los ejes del sistema. Durante un momento me imagino, riendo, que estamos cavando en el sitio erróneo, que el profesor va a tocar su estúpido silbato y gritar: «Paren. ¡Nos estamos equivocando!», pero por la expresión de sus rostros comprendo que sólo están impacientes.

Somos treinta y siete arqueólogos los que estamos trabajando. Los jefes de campaña del profesor (Ian, Theodore y Pete, de la Universidad de Oxford, Moshe y David, de la Universidad Hebrea de Jerusalén, y Uri, del Instituto Schimmer) dirigen sendos equipos de estudiantes noruegos de segundo ciclo.

Ian, Theo y Pete han desarrollado un avanzado programa informático para excavaciones arqueológicas basado en fotografías por infrarrojos tomadas desde satélites y ondas de sonar en la estructura terráquea.

Moshe es doctor en Teología y Física, y formó parte del grupo profesional que estudió el sudario de Turín en 1995.

David es experto en interpretación de manuscritos del Nuevo Testamento.

Uri es especialista en la historia de los hospitalarios de San Juan de Jerusalén.

Yo estoy aquí para controlar.

Antaño pasaba todos los veranos en la casa de campo de la abuela, junto al fiordo. Una villa suiza en una jardín lleno de frutas, bayas y flores, de losas de pizarra recalentadas por el sol y espesos matorrales, de pájaros, moscas y alegres abejorros. El aire olía a brea y algas. En medio del fiordo las lanchas competían. Y en el despeñadero que había entre Larkollen y Bolserne, tan alejadas que parecían flotar, vislumbraba una franja de mar infinito, y tras el horizonte me imaginaba América.

A más de un kilómetro de la casa de verano, a lo largo de la carretera entre Fuglevik y Moss, se extienden los terrenos del monasterio de Vaerne, con sus dos mil decáreas de campos de cultivo y bosques, y una historia que se prolonga directamente hasta la saga del rey Snorre. A finales del siglo XII, el rey Sverre Sigurdsson cedió el monasterio de Vaerne a los monjes hospitalarios de San Juan. Los hospitalarios trajeron consigo, a nuestro rincón de la civilización, un murmullo de la historia mundial, las cruzadas y devotos caballeros. El tiempo de los monjes de Vaerne no llegó a su fin hasta 1532.

La suma de casualidades forma el curso de una vida; de hecho, las excavaciones del profesor Llyleworth se sitúan en uno de los campos del monasterio de Vaerne.

El profesor insiste en que nuestro objetivo es encontrar un castillo circular de los tiempos de los vikingos. Quizá de unos doscientos metros de diámetro, rodeado de una muralla circular de tierra con empalizadas de madera. En York topó con un mapa en un enterramiento vikingo.

No hay quien se lo crea. Yo tampoco me lo creo.

El profesor Graham Llyleworth está buscando algo, no sé el qué. Un tesoro es demasiado banal. ¿Una tumba con una nave vikinga? ¿Los restos del cofre del rey Olav? ¿Quizá monedas de Jwarezm, el imperio situado al este del mar Aral? ¿Una vasija de plata para ofrendas? ¿Una piedra mágica con runas? No me cabe más que especular y dedicarme de todo corazón a mi tarea de perro guardián.

El profesor va a escribir otro manual basado en estas excavaciones. Lo financia una fundación inglesa. Al propietario de las tierras se le ha pagado una fortuna por dejarnos poner su terruño patas arriba.

Tendrá que ser todo un manual.

Todavía no he entendido cómo ni por qué el profesor Llyleworth consiguió acceder a tierra noruega con sus tropas de asalto arqueológicas. La cantinela de siempre. Tiene amigos poderosos.

Suele ser complicado para los extranjeros lograr los permisos necesarios para llevar a cabo excavaciones arqueológicas en Noruega. El profesor Llyleworth no encontró ninguna oposición. Al contrario. El director general de Patrimonio Histórico aplaudió con entusiasmo. La universidad colaboró jubilosamente seleccionando a los mejores estudiantes de segundo ciclo para los equipos de excavación. Le consiguieron permisos de trabajo para sus colaboradores extranjeros. Al ayuntamiento le acariciaron la cabeza con suavidad. Todo estaba perfectamente en orden. Y luego me encontraron a mí, en un despacho de la Colección de Objetos Antiguos del Museo de Historia de la calle Frederik. El guardián. El largo brazo de las autoridades noruegas. Un profesor adjunto de Arqueología, de vista débil, alguien de quien podían prescindir durante unas semanas. Una mera formalidad, casi parecía que se lamentaban de mi presencia, pero las reglas son las reglas, ya se sabe.

En el salón de la casa de campo de la abuela hay un viejo reloj que marca solitario las horas. Amo ese reloj desde que era un crío. Nunca va bien. Se pone a sonar en los momentos más insospechados. ¡Las doce menos ocho minutos! ¡Las nueve y tres! ¡Las tres y veintiocho! La maquinaria resuena satisfecha con sus muelles y ruedas dentadas y grita: «¡A mí me importa una mierda!».

Porque ¿quién ha dicho que son todos los demás relojes del mundo los que van bien? ¿O que el tiempo se deja atrapar con mecánica fina y minuteros? Tengo el vicio de cavilar. Es una deformación profesional. Cuando desentierras un esqueleto de mujer de quinientos años de antigüedad que no quiere soltar el niño que lleva en brazos, el instante se amarra al tiempo.

Una ráfaga de aire arrastra el aroma salado procedente del mar. El sol se ha enfriado. Odio el sol. Somos pocos los que pensamos en él como una fusión de núcleos continua, pero yo lo hago, y me regocija que dentro de diez millones de años todo habrá acabado.

El grito tiene un timbre de agitado pasmo. El profesor Llyleworth se pone de pie bajo su techo de sábana, alerta y vigilante, como un indolente perro guardián que intenta decidir si ponerse a ladrar.

Los arqueólogos rara vez gritan cuando encuentran algo. Descubrimos cosas constantemente. Cada grito nos despoja de un pedazo de nuestra dignidad. La mayoría de los fragmentos de monedas y los pedacitos de tela que desenterramos acaban en una caja marrón claro, al fondo de algún oscuro almacén, bien conservados y catalogados para la posteridad. Tienes suerte si en una sola ocasión de tu carrera encuentras algo que pueda mostrarse en un expositor. La mayor parte de los arqueólogos reconocerían, si profundizaran lo suficiente en sí mismos, que el último descubrimiento arqueológico verdaderamente grande que se hizo en Noruega fue el de los barcos vikingos de Oseberg en 1904.

Quien ha gritado es Irene, una estudiante de segundo ciclo del departamento de Arqueología Clásica, una chica introvertida y talentosa. No habría sido difícil que me enamorara de ella.

Irene forma parte del equipo de excavación de Moshe. Ayer por la mañana destapó los restos de unos cimientos. Un octógono. La visión me llena de un recuerdo vago y hormigueante que no llega a alcanzar la superficie.

Nunca había visto al profesor Llyleworth tan excitado. Se ha acercado al agujero de Irene varias veces por hora para echar un vistazo.

En estos momentos ella se pone de pie y escala por el borde del hoyo. Llama al profesor emocionada.

Varios de los demás hemos empezado ya a correr hacia ella.

El profesor hace sonar su silbato.

Una flauta mágica. Todos se quedan petrificados, sus movimientos parecen entrecortados, como una antigua película de ocho milímetros que se ha enganchado en el proyector.

Luego permanecen obedientemente quietos.

La flauta mágica no tiene ningún efecto sobre mí. Me acerco deprisa al agujero de Irene. El profesor llega por el lado contrario. Intenta frenarme con la mirada. Y con el silbato. Pero no lo consigue. Así que llego antes que él.

Es un cofre.

Un cofre alargado.

De treinta o cuarenta centímetros de longitud. La capa superior, de madera rojiza, está podrida.

El profesor se para tan cerca del borde que por un instante tengo la esperanza de que se caiga con su traje gris. Representaría una humillación definitiva. Pero no soy tan afortunado.

Está agitado tras la breve carrera. Sonríe. Con la boca abierta. Y los ojos vigilantes. Parece a punto de tener un orgasmo.

Sigo su mirada. Hacia el cofre.

En un único y largo movimiento, el profesor se pone en cuclillas, se apoya sobre la mano izquierda y salta al agujero.

Un murmullo se alza entre los congregados.

Con las yemas de los dedos —las suaves yemas creadas para coger canapés, sostener copas de champán y puros, además de acariciar los pechos de seda de pudorosas señoritas de Kensington— empieza a desprender la tierra que cubre el cofre.

En su manual Métodos de arqueología moderna, el profesor Graham Llyleworth escribe que el registro minucioso de cada hallazgo constituye la clave para una interpretación y comprensión correctas. «La paciencia y la meticulosidad son las virtudes más importantes en un arqueólogo», sentencia en Las virtudes de la arqueología, la biblia de los estudiantes de esta disciplina. Debería darse cuenta de que está demasiado emocionado. No tenemos ninguna prisa. Cuando un objeto lleva cientos o miles de años enterrado, debemos emplear algunas horas extra en aras de la exactitud y la precaución. Debemos dibujar el cofre en perspectiva, con la planta y el alzado. Fotografiarlo. Medir su longitud, su ancho y su altura. Sólo cuando se hayan registrado todos los detalles imaginables, podremos desenterrarlo fatigosamente con paleta y cucharilla. Apartar la suciedad y la arena con una escobilla. Proteger la madera. Si hay algo de metal, tratarlo con sesquicarbonato. El profesor ya sabe todo eso.

A mí me resulta indiferente.

Bajo de un salto y me ubico junto a él. Los demás nos miran como si el profesor acabara de anunciar que ha pensado cavar hasta el manto que hay bajo la corteza terrestre.

Con las manos.

Antes de comer.

Carraspeo con solemnidad, de forma exageradamente explícita, y le digo que está procediendo demasiado deprisa. Hace caso omiso. Ha interpuesto una pantalla entre él y el resto del mundo. Incluso cuando mi voz se vuelve autoritaria y le ordeno parar en nombre de las autoridades noruegas, prosigue con su frenética labor. Para él como si represento al mago de Oz.

Cuando ha despejado la mayor parte del cofre, lo agarra con ambas manos y lo arranca de la tierra. Parte de la madera se cae.

Varios de nosotros gritamos. Enfadados, pasmados. ¡Eso no puede ser! Se lo digo. Todo descubrimiento arqueológico ha de ser tratado con el mayor esmero.

Las palabras le resbalan.

Sostiene el cofre ante sí. Se queda mirándolo, le cuesta respirar.

—¿Registramos el hallazgo? —pregunto con voz gélida y los brazos cruzados sobre el pecho.

Su alteza real contempla el cofre con admiración. Sonríe incrédulo. Después dice, dirigiéndose al aire con su más estirado inglés de Oxford:

—¡Esto es increíble!

—Haga el favor de darme el cofre.

Me mira con ojos inexpresivos.

Carraspeo.

—¡Profesor Llyleworth! Evidentemente, comprenderá usted que me veré obligado a informar de este suceso al instituto. —Mi voz ha adquirido un timbre frío y formal que no acabo de reconocer—. Dudo que la Colección de Objetos Antiguos y la Dirección General de Patrimonio Histórico vean con buenos ojos este modo de proceder.

Sin mediar palabra sale del hoyo y corre hacia la tienda. Desprende polvo del traje. Los demás hemos dejado de existir.

Sin embargo, yo no me rindo tan fácilmente. Salgo corriendo tras él.

Procedente de la tienda de campaña, detrás de la tensa pared de tela, oigo la voz exaltada del profesor Llyleworth. Aparto la lona. La penumbra y el filtro solar de las gafas me ciegan antes de ver las amplias espaldas del profesor. Sigue respirando entrecortadamente.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! —grita por el teléfono móvil—. ¡Michael, escucha, es el cofre!

Lo que más conmocionado me deja es que haya encendido un puro. Sabe de sobra que el humo de tabaco puede perjudicar la datación con carbono catorce.

Su voz está colmada de risa histérica:

—¡El bueno de Charles tenía razón, Michael! ¡Es increíble! ¡Es absolutamente increíble, joder!

El cofre está sobre la mesa de camping, junto a él. Avanzo un paso. En ese mismo momento Ian se materializa en la oscuridad, como un espíritu maligno que custodia la cámara mortuoria de un faraón. Me coge por los brazos y me saca a rastras, de espaldas.

—Pero, por Dios, hombre… —balbuceo. Me tiembla la voz de enfado e indignación.

Ian me mira con hosquedad y vuelve a entrar. Si hubiera podido dar un portazo, lo habría hecho. Pero la lona de la tienda cae lacia en su sitio.

Justo después sale el profesor. Ha envuelto el cofre en una tela. En la comisura de los labios, el puro humeante señala hacia arriba.

—¡Haga el favor de entregarme el cofre! —exijo, sólo para que quede constancia. Pero ni me escuchan ni me hacen caso.

El coche privado del profesor Llyleworth es un largo y brillante animal de pura raza. Un Jaguar XJ6 rojo burdeos. Doscientos caballos de potencia. De cero a cien en nueve segundos. Asientos de cuero. Volante de madera. Aire acondicionado. Probablemente una pizca de alma y de conciencia incipiente en la profundidad del bloque del motor, detrás de todo el cromo y la pintura metalizada.

Ian se sienta al volante, se inclina hacia un lado y le abre la puerta al profesor. Este entra, se sienta y se coloca el cofre sobre el regazo.

Todos nos quedamos mirándolos, con nuestras camisetas sucias y nuestros vaqueros, apoyados sobre las palas y las varas de medir, con la boca abierta, arena en el pelo y manchas de tierra bajo los ojos. Pero ellos no nos ven. Ya hemos hecho lo nuestro. Hemos dejado de existir.

El Jaguar se desliza a lo largo del camino del emplazamiento. Al alcanzar la carretera a base de tirones, emite un gruñido que lo envuelve en una nube de polvo.

Y luego desaparece.

En el silencio que desciende sobre nosotros, sólo perturbado por el viento en las copas de los árboles y el callado murmullo de los estudiantes, comprendo dos cosas. La primera es que me han engañado, aunque no sé exactamente cómo ni por qué. Pero esa certeza hace que apriete las mandíbulas con tanta fuerza que se me saltan las lágrimas. La secunda es un reconocimiento. Yo siempre he sido el obediente, el cumplido. La rueda dentada imprescindible y escondida que nunca le falla a la maquinaria. Las autoridades noruegas de Patrimonio Histórico me han confiado la tarea de controlar y yo he fracasado.

Pero, joder, el profesor Graham Llyleworth no se va a largar con el hallazgo. Esto no es sólo una cuestión entre él y la Colección de Objetos Antiguos, la Dirección General de Patrimonio Histórico o los tribunales.

Esto es un asunto entre Llyleworth y yo.

Yo no tengo un Jaguar. Mi coche puede recordar a un juguete de baño que haya inflado algún niño y después se haya dejado en la playa. Es rosa. Un Citroën 2 CV. En verano le recojo el techo. Lo llamo Bola. Él y yo estamos, en la medida en que eso es posible para una persona y una máquina, en la misma longitud de onda.

El asiento cruje cuando me pongo al volante, tengo que alzar la puerta para conseguir que cierre bien. La caja de cambios parece el mango de un paraguas que alguna tía histérica haya clavado por equivocación en el salpicadero. Pongo la primera, piso el acelerador y salgo detrás del profesor.

Si lo miramos como una persecución de coches, resulta una imagen ridícula. Bola tarda una generación en pasar de cero a cien. Pero antes o después llegaré, aunque un poco más tarde que ellos. No tengo prisa. Primero me pasaré por la Colección de Objetos Antiguos para informar al profesor Arntzen, después iré a la policía y por fin comunicaré personalmente lo ocurrido a los aduaneros del aeropuerto de Gardermoen, y a los muelles de los ferris: un Jaguar XJ6 no desaparece así como así en la multitud.

Una de las razones por las que recojo el techo en verano es que me encanta sentir el viento en el pelo. Entonces me pongo a soñar con una vida en un cabriolet bajo el cielo desenfadado de California, una vida como beachboy morenazo, rodeado de chicas en biquini, Coca-Cola y música pop. En el colegio me llamaban Oso Polar. Quizá fuera porque me llamo Bjørn[1], claro, pero lo más probable es que fuera porque soy albino.

Cuando el profesor Trygve Arntzen me preguntó en mayo si aceptaría ser el supervisor de las excavaciones que se llevarían a cabo ese verano en el monasterio de Vaerne, consideré la oferta con un décimo de desafío y nueve décimos de ansiada oportunidad para salir de la oficina. No es necesario ser psicótico para imaginarse que las cuatro paredes, el suelo y el techo se han aproximado todavía unos centímetros más a lo largo de la noche.

El profesor Arntzen es el marido de mamá; no quiero pronunciar la palabra «padrastro».

Generaciones de estudiantes han provocado que el profesor se haya quedado ciego para la singularidad de cada uno. Sus alumnos se han convertido en una masa sin identidad, y enfrentado a esa bandada de igualdad académica, Arntzen ha desarrollado una impaciente irritación. La herencia de su padre lo ha hecho muy solvente y un poco arrogante. Son pocos los estudiantes a los que les gusta, sus subordinados hablan de él a sus espaldas. No me cuesta entenderlos. A mí él nunca me ha gustado. Cada uno tiene sus motivos.

Llego a Oslo en medio del atasco de la tarde. El verano está declinando. Hace bochorno, hay vapor en el aire.

Tamborileo con los dedos sobre el volante. Me pregunto adónde irán todos los demás, quiénes son y qué será lo que tienen que hacer. ¡Al carajo con ellos! Miro el reloj y me seco el sudor de la frente. ¡Quiero la carretera para mí solo! Eso es lo que queremos todos. Estamos afectados por la locura colectiva del automovilismo de masas. Sólo que no lo sabemos. Eso es lo que caracteriza a los locos.

La puerta del profesor Arntzen está cerrada. Alguien ha arrancado cuatro de las letras de la placa de la puerta y yo me quedo mirando, leyendo con fascinación infantil: «PRO HSOR RYGVE AR ZEN». Parece un juramento tibetano.

Cuando estoy a punto de llamar, oigo voces provenientes del interior del despacho. Tendré que esperar. Me acerco a la ventana, tiene el marco pringoso de polvo. Abajo en la calle los coches se agolpan ante los semáforos, los peatones caminan en el calor con movimientos pegajosos. El aparcamiento para los empleados del museo está medio vacío.

Debo de haber estado poco atento al estacionar a Bola. No es propio de mí. Pero desde arriba lo veo. Así será para Nuestro Señor: siempre con visión de conjunto. Entre el Mercedes gris plateado del profesor y un Saab 900 turbo lila, hay un Jaguar XJ6.

Con suavidad acerco el oído a la puerta. Una voz: ¡…precauciones! (El profesor Arntzen). Habla inglés con tono servicial. Hace falta un hombre poderoso para que el profesor se ponga servicial. Me imagino de quién se trata.

Otra voz murmura algo que no entiendo. Es Ian.

Arntzen: ¿Cuándo llega?

Una voz oscura: Mañana por la mañana. (El profesor Llyleworth).

Me lo imaginaba.

Arntzen: ¿Viene personalmente?

Llyleworth: Por supuesto. Pero aún está en casa, le están revisando el avión. Si no, vendría esta misma noche.

Ian (riendo): ¡Está bastante agitado e impaciente!

Llyleworth: ¡No es de extrañar!

Arntzen: ¿Tiene intención de sacarlo él mismo del país?

Llyleworth: Desde luego. Vía Londres. Mañana.

Ian: Sigo pensando que deberíamos llevárnoslo al hotel. Hasta que venga. No me gusta la idea de dejarlo aquí.

Llyleworth: No, no, no. ¡Piensa con sentido estratégico! La policía buscará precisamente en nuestro cuarto. Si es que al albino se le ocurre hacer alguna tontería.

Arntzen: ¿Bjørn?… (risas)… ¡Tranquilo! Yo me encargo de Bjørn.

Ian: De todos modos ¿no deberíamos…?

Llyleworth: Después de todo, el cofre está más seguro con el profesor.

Arntzen: Nadie va a venir a buscarlo aquí. ¡Lo garantizo!

Llyleworth: Es mejor así.

Ian: Si insistes…

Llyleworth: Absolutamente.

Guardan silencio.

Arntzen: De modo que tenía razón. Todo el rato. Tenía razón.

Llyleworth: ¿Quién?

Arntzen: DeWitt.

Llyleworth se queda callado antes de responder: El bueno de Charles.

Arntzen: Tuvo razón todo el tiempo. Una ironía del destino, ¿no?

Llyleworth: Ahora debería estar aquí. ¡Bueno! ¡Por fin lo hemos encontrado!

Por el tono de su voz parece que han acabado.

Doy un respingo y me aparto de la puerta. Me marcho rápidamente de puntillas por el pasillo.

En el fieltro azul de la placa de la puerta de mi oficina, unas letras blancas de plástico forman las palabras «PROFESOR ADJUNTO BJØRN BELTØ». Los caracteres curvilíneos recuerdan a una dentadura que precisase aparatos.

Abro y arrastro hasta la ventana la silla coja del despacho. Desde ahí puedo controlar el Jaguar.

No ocurre gran cosa. El tráfico discurre en un flujo lento. Una ambulancia se abre paso dando la lata.

Ian tiene andares ligeros. La gravedad no causa sobre él el mismo efecto que sobre el resto de nosotros.

Llyleworth avanza como un superpetrolero.

Ninguno de ellos lleva nada en las manos.

Un poco más tarde sale el profesor Arntzen. Tiene la capa sobre el brazo izquierdo, un paraguas en la mano derecha. Tampoco él lleva el cofre.

Se detiene en el último peldaño y mira hacia el cielo, como hace siempre. La existencia del profesor Arntzen está conformada por una serie de rituales.

Se queda de pie delante del Mercedes buscando las llaves. Antes de encontrarlas, echa un vistazo a mi ventana. Yo no me muevo. Los reflejos del cristal me vuelven invisible.

Un cofre quizá no sea gran cosa. Si lleva enterrado ochocientos años, no tiene mucha importancia para el bien de la gente el que se saque de contrabando del país. Sería como si nunca lo hubiéramos encontrado.

Quizás el profesor Llyleworth tenga grandes planes. Quizás haya pensado vendérselo a un jeque árabe por una fortuna. O donarlo al British Museum, que se apuntará así otro triunfo más a costa de una cultura ajena.

Con el total apoyo del profesor Arntzen.

No entiendo nada. No es asunto mío. Pero estoy furioso. Yo era el supervisor. Me han engañado. Me implicaron porque pensaban que yo era fácil de engañar. Bjørn, el albino miope.

Detrás del palacio de grajos en el que crecí, había un prado que llamábamos el Cercado de Caballos. En invierno improvisábamos pistas de salto de esquí en los repechos y durante los deshielos de primavera organizábamos carreras de bicicletas a través de los fangosos caminos. En verano me subía a los árboles y permanecía invisible como una ardilla espiando a los jóvenes que acudían a beber cerveza, fumar porros y dormir juntos al abrigo de la hierba crecida. Tenía catorce años y era un espía tenaz.

El 17 de mayo de 1977, día nacional de Noruega, una joven fue violada y maltratada detrás de unos arbustos. Ocurrió a pleno día. A lo lejos se oían las bandas de música, los hurras y el estrépito de los petardos. A la semana siguiente violaron a otra chica. Corrió bastante tinta en los periódicos. Dos días después, por la tarde, alguien prendió fuego a la hierba seca. Sucedía con cierta frecuencia; los chicos del barrio solían ir a quemar maleza, pero en esa ocasión no había ninguna pandilla de chiquillos preparada para detener las llamas. El incendio arrasó el cercado y parte de las arboledas. El fuego dejó tras de sí un yermo abrasado y humeante, totalmente inadecuado para violaciones. Se supuso que los hechos estaban relacionados.

En el colegio hablamos de ello durante semanas. La policía investigó el caso. Al que provocó el incendio le pusimos un mote: el Pirómano Loco. El Rey de las Llamas. El Vengador.

Nadie sabe aún que fui yo quien provocó el incendio.

Son muchos los sitios en los que el profesor puede haber escondido el cofre. Desecho la mayor parte de ellos. Sé cómo piensa.

Podría haber bajado al depósito general, podría haberlo encerrado en uno de los armarios a prueba de incendios. Pero no lo ha hecho. Todos tenemos acceso a los depósitos y él no quiere compartir el cofre con nadie.

Una de las paradojas de la vida es la de que somos incapaces de ver lo que está a la vista de todos. Así es como piensa el profesor. Sabe que arriesga menos cuando actúa de un modo aparentemente arriesgado. Si quieres esconder un libro, colócalo en la estantería.

Ha ocultado el cofre en un archivador de su despacho, detrás de unas cajas y unas carpetas. Lo veo ante mí. Mi intuición es certera. Puedo generar imágenes mentales tan claras como en una pantalla de cine. Es un don que he heredado de mi abuela.

El profesor ha cerrado la puerta del despacho con llave. No importa. Cuando en 1996 se marchó a Telemark para participar en unas excavaciones, me confió una llave y luego se le olvidó. Como tantas otras cosas.

Su despacho es el doble de grande que el mío, e infinitamente más jactancioso. En medio, sobre una alfombra persa de imitación, está el escritorio con el ordenador, el teléfono y una caja para clips que le ha hecho mi hermanastro en el colegio. La silla es de respaldo alto con amortiguador hidráulico. En un rincón ha improvisado un saloncito donde toma el café con los invitados. En la pared que da al sur, la estantería se comba cargada de conocimiento.

Me siento en la silla, cuyos muelles acogen mi peso con suave amabilidad. El fuerte olor del puro de Llyleworth se ha quedado en el ambiente.

Cierro los ojos y miro hacia mi interior, en busca de la intuición. Permanezco así unos minutos, al cabo de los cuales vuelvo a abrirlos.

Mi mirada cae sobre el archivador.

Se trata de un armario gris de aluminio, con tres cajones y una cerradura arriba, a la derecha. Me acerco e intento abrir el primer cajón.

Está cerrado, claro.

Podría haber forzado la cerradura con unas tijeras o un destornillador, pero no creo que sea necesario.

Encuentro la llave en la caja, debajo de los clips. El profesor tiene llaves de reserva guardadas por todas partes. Del muelle de la lámpara del escritorio cuelgan las del chalet y el Mercedes.

Abro y saco el cajón superior. Las carpetas verdes contienen documentos, cartas y contratos. En el cajón de en medio encuentro recortes de revistas internacionales, ordenados sistemáticamente por orden alfabético y temático.

El cofre está al fondo del último, detrás de las carpetas, envuelto en una tela, metido en una bolsa de Lorentzen que a su vez está dentro de un bolso a rayas grises y blancas, debajo de unos libros.

Con el bolso bajo el brazo, vuelvo a ordenarlo todo. Cierro los cajones del archivador y echo el cerrojo. Dejo la llave debajo de los clips. Coloco la silla ante el escritorio. Echo un último vistazo —¿está todo como debe?, ¿no me he dejado nada?— antes de escabullirme por la puerta y cerrarla tras de mí. El pasillo está en penumbra y es inacabable. Miro a un lado y a otro antes de empezar a andar.

Hombre, señor Beltø, ¿qué ha estado haciendo en el despacho del profesor? ¿Y qué es eso que lleva en brazos?

Mis pasos hacen eco, como los latidos de mi corazón. Miro hacia atrás.

¿Señor Beltø? ¿Adónde se dirige con ese objeto? ¿Lo ha robado del despacho del profesor?

Empieza a faltarme el aire, intento caminar tan deprisa como sea posible sin echar a correr.

¡Alto ahí! ¡Pare un momento!

¡He llegado! Las voces resuenan en mi cabeza. Abro mi despacho y me apresuro a entrar. Me apoyo sobre la puerta mientras recupero la respiración.

Con cuidado saco el cofre del bolso y retiro la bolsa de plástico y la tela. Me tiemblan las manos.

Es sorprendentemente pesado. Dos frágiles cintas mantienen unidas las rojizas tablas putrefactas. La madera está a punto de desintegrarse. Las grietas dejan al descubierto su contenido. Otro cofre.

No entiendo de metales, pero no importa. No me hace falta bajarlo al laboratorio para entender de qué material está hecho. Oro.

A pesar de los siglos transcurridos aún reluce cálido y dorado.

Intuyo algo inevitable.

Miro la calle a través del cristal mugriento, mientras espero a que mi corazón recupere su ritmo normal.

Hace dos años pasé seis meses en una clínica para trastornos nerviosos.

Tuve suerte y me tocó en la misma sección a la que había acudido en otra ocasión para una terapia de grupo. El tiempo no se había movido. El linóleo del suelo tenía el mismo dibujo que antes. Las paredes seguían siendo verde pálido y estando desnudas. Los ruidos y olores eran los mismos. Martín estaba sentado en su mecedora haciendo punto. Llevaba dieciocho años tejiendo la misma bufanda. Guardaba su creación, terroríficamente larga, en un gran baúl de rafia con tapa. Me saludó con un movimiento de la cabeza como si hubiera salido al quiosco a hacer un recado. Nunca habíamos hablado, pero me reconoció y supongo que me consideraba una especie de amigo.

Ni siquiera mamá se enteró de que me interné; se preocupa con mucha facilidad. Le dije que iba a participar en unas excavaciones en Egipto.

Metí seis sobres con su dirección y una petición de ayuda en un sobre A-4 que mandé a la oficina central de Correos de El Cairo. Yo no hablo árabe, así que adjunté un billete de veinte dólares. El lenguaje universal. Un amable funcionario que entendió el guiño franqueó y envió las cartas para mamá. Con sello de El Cairo, Egipto. Bien pensado. Como en una novela policíaca. Mi plan era que mandara una al mes, al fin y al cabo había escrito el nombre del mes en la esquina superior derecha. Pero las mandó todas de una vez. El bobo. Seis meses de sucesos inventados —grandiosos hallazgos arqueológicos, romances con bailarinas del vientre egipcias, expediciones por las tormentas del desierto sobre camellos inclinados por el viento—, comprimidos en una semana. Dice bastante de mi fantasía, y de la credulidad de mi madre, el hecho de que consiguiera que se lo tragara. No estaría del todo sobria.

La terapia me ayudó a recuperarme. Un hospital tiene sus rutinas. Para mí se convirtieron en los ganchos a los que amarrar mi existencia.

Mi enfermedad no tenía nada de exótica. No tuve graciosas fantasías de Napoleón. No oía voces en mi cabeza. Se trataba sencillamente de una existencia en la más pavorosa oscuridad.

Ya estoy mejor.

Recorro asustado las calles de Oslo. Un hombre desasosegado al atardecer. Delta Foxtrot 3-0, el sospechoso conduce un Citroën 2 CV y ha de ser apresado de inmediato. Durante un rato, un Toyota ha ocupado el retrovisor. Cuando por fin tuerce por una calle lateral, suspiro de alivio. El sospechoso ha robado un valioso cofre de oro y se le considera peligroso en situaciones de presión. Paso por el monte de St. Hans y me quedo detrás de un minibús que va extrañamente despacio. Nunca se sabe. Consigo llegar sano y salvo a la autopista. No se ha disparado ningún tiro. Por ahora.

Al fin diviso el edificio de apartamentos en el que vivo. No son especialmente atractivos, pero la sola visión produce en mí una sensación de calidez. Siempre he tenido esa relación con los hogares.

Crecí en un palacio de grajos rodeado de un manzanar en una calleja de un suburbio con tranvía, estación de bomberos y gente alegre.

Al otro lado de mi ventana, mamá y papá tenían una terraza acristalada a la que podía salir por un ventanuco desde mi cuarto. Lo hacía con frecuencia cuando no podía dormir. En la puerta entreabierta de la terraza había colgada una cortina de tul a través de la que se veía algo. Mis expediciones nocturnas de espionaje me llenaban de un hormigueo dulce y desconocido y de la felicidad de ser invisible.

Una noche, los desnudos bailan en la espesura de sombras del dormitorio. Suaves cuerpos ardientes, manos y labios que alivian… Me quedé inmóvil, sin comprender, ebrio por la magia del momento. De pronto mamá volvió el rostro hacia mí. Sonrió. Pero no debió de descubrir mi cara entre los pliegues de la cortina, porque acto seguido se reclinó para ahogar a papá entre sus suspiros y caricias.

¿No crees que Freud me habría adorado?

En el jardín, entre dos manzanos retorcidos, estaba el montón de mantillo de papá, que emanaba un tufo que resultaba atractivo y repulsivo a un tiempo. En el entierro de papá, junto al borde de la tumba, me alcanzó el mismo olor desde el puño lleno de tierra y arena. Con los sentidos colmados por el olor que salía de la oscuridad de la tumba, comprendí que el hedor del mantillo alberga tanto la muerte como la promesa de una nueva vida. En aquellos momentos no era capaz de expresarlo con palabras, pero el reconocimiento desencadenó en mí el llanto.

Siempre he sido sensible para los olores. Por eso evitaba el sótano, que me estremecía con su moho y humedad, con algo indefinido y dulzón. Bajo la carcomida trampilla del sótano, ocultas por la maleza tras la casa, las arañas tejían sus telas en paz. Las noches colgaban como cortinas pegajosas en la escalera de piedra. Cuando papá atravesaba las ortigas, abría el cerrojo y destapaba la trampilla, millones de bichos entonaban sus mudos chillidos y se apresuraban a buscar refugio de la luz que se esparcía, mientras salían a la superficie las nubes de veneno invisibles del tanque del sótano. Papá no parecía darse cuenta de nada, pero yo sabía lo que se ocultaba en aquella oscuridad húmeda y maloliente. Fantasmas, Vampiros, Hombres lobo. Asesinos con un solo ojo. Todas las criaturas tenebrosas que pueblan la imaginación de un niño cuando Winnie the Poo y Ole Aleksander se quedan al sol.

Todavía soy capaz de recrear los aromas de mi infancia. Lombrices aplastadas los días de lluvia. Helado de fresa. Barquitos de plástico recalentados por el sol. Tierra húmeda de primavera. El perfume de mamá y la loción para después del afeitado de papá. Bagatelas que en toda su trivialidad forman una cámara del tesoro de recuerdos.

Puede uno estar contento de no ser un perro.

Rogern, el vecino de abajo, es amigo de la noche. Rehúye la luz, exactamente igual que yo. Tiene los ojos oscuros y cansados de la vida. La negra cabellera le llega hasta los hombros y lleva colgado del cuello un crucifijo al revés en una cadena de plata. Rogern toca el bajo en una banda de rock que se llama Belsebub’s Delight.

Llamo a su timbre y espero. Tarda su tiempo. Aunque su piso no tiene más de cincuenta metros cuadrados, siempre parece que se le ha interrumpido en las profundidades de las catacumbas del castillo y que tiene que subir corriendo las largas escaleras de caracol iluminadas por antorchas antes de poder abrir.

Rogern es un buen chico. En el fondo. Al igual que yo, encapsula todos sus pensamientos dolorosos. Allí se quedan haciendo daño hasta que la pústula revienta e infecta el cerebro. Se ve en la mirada.

Los dioses sabrán por qué, pero Rogern se parece a mí.

—¡Coño! —exclama casi riendo, cuando abre la puerta.

—¿Te he despertado?

—No importa. He dormío bastante. ¿Ya’s vuelto?

—¡Te echaba mucho de menos! —Sonrío.

—¡Maldita rata de tierra!

Veo un reflejo de mí mismo en el espejo de la entrada, debería haberme lavado y cambiado de ropa. Le enseño el bolso con el cofre.

—¿Podrías guardarme algo?

—¿Qué es lo que es? —Suena a «Quesloqués».

—Un bolso.

Abre los ojos.

—¡Que no estoy ciego! ¿Qué es lo que hay dentro? —pregunta, y relincha—: ¿Heroína?

—Sólo son antiguallas, de los viejos tiempos.

Para Rogern, los «viejos tiempos» son una época prehistórica llena de lagartos voladores, gramófonos de manivela y hombres con pelucas empolvadas. Allá por 1975.

—Hemos grabado una maqueta —dice con orgullo—. ¿Quieres oírla?

En realidad, preferiría librarme, pero no tengo corazón para decírselo. Entro con él en el salón. Las cortinas están corridas. A la luz de las bombillas rojas, el cuarto parece una habitación de revelado, o una casa de putas. En una mesa redonda de caoba hay un candelabro de plata con siete velas negras. Una alfombra enorme está decorada con un hexagrama rodeado de un círculo. En las paredes, sobre el sofá de segunda mano y la mesa baja de teca, cuelgan pósters que muestran a Satán y aterradoras escenas del infierno. Rogern puede resultar un poco raro cuando quiere crear un ambiente íntimo.

En medio de una de las paredes, como un ídolo al que Rogern adorara a horas fijas, hay una torre negra que es un equipo de música. Con CD programable, sintonizador digital automático PPL, amplificador de bajos, Súper Surround System, ecualizador, doble pletina con grabado rápido y cuatro montañas de bailes.

Agita el mando a distancia. El equipo de música despierta repentinamente en silenciosos fuegos artificiales de diodos de colores y agujas vibrantes. Se abre un cajón en el reproductor de CD, como el que obedece en un cuento árabe. Pulsa el botón de play.

Y el mundo explota.

Más tarde esa noche, en la ducha, dejo que el agua helada arrastre el polvo y el sudor, y que me refresque la franja de piel de la nuca quemada por el sol. El jabón me escuece en las ampollas. Algunas veces las duchas pueden adquirir un aire ritual. Tras un día largo, se quiere lavar todo lo doloroso y difícil. Estoy cansado, pero no creo que vaya a soñar.

Mamá tiene la cualidad de sonar siempre despierta y alegre, aunque la llames a las tres y media de la mañana.

Son las tres y media de la mañana.

He marcado el número de mamá. Es el profesor quien contesta. Su voz está envuelta en sueño. Espesa. En ese sentido es humano.

—Soy Bjørn.

—¿Cómo? —ladra. No se ha enterado.

—¡Déjame hablar con mamá!

Cree que soy mi hermanastro Steffen, que nunca está en casa por la noche, que siempre consigue encontrar alguna chica que no pueda soportar la soledad entre las sábanas.

El profesor le alarga el pesado auricular a mamá con un gruñido. Las sábanas crepitan cuando los dos se sientan en la cama.

—¿Steffen? ¿Ocurre algo?

La voz de mamá. Nunca falla. Suena como si hubiera estado despierta esperando a que sonara el teléfono. Con su vestido de fiesta rojo. Con la laca de uñas secándose lentamente, con rímel y el pelo recién peinado. Con su bordado en el regazo y su copita al alcance de la mano.

—Sólo soy yo —digo.

—¿Bjørnillo? —Un toque de pánico—. ¿Ha pasado algo?

—Lo… Siento haberos despertado.

—¿Ha pasado algo?

—Mamá… No pasa nada. Yo…

Ella suspira en el teléfono. Siempre se imagina lo peor. Accidentes de tráfico, incendios, psicópatas armados. Cree que estoy llamando desde la unidad de cuidados intensivos del hospital de Ullevál, que van a llevarme a la sala de operaciones en cualquier momento, que los médicos me han permitido hacer una llamada por si la intervención sale mal, cosa que, además, puede ocurrir perfectamente.

—Lo siento, mamá, no tengo ni idea de por qué he llamado.

Los estoy viendo. Mamá, agitada y con miedo, con su elegante camisón. El profesor, muy malhumorado, con su pijama a rayas. Su desagradable cara tiznada de barba gris. Están medio acostados, medio sentados en la cama. Las espaldas recostadas sobre una mullida pila de almohadas con fundas de seda y sus iniciales bordadas a mano. Sobre la mesilla luce una lámpara con borlas en la pantalla.

—¡Pero, Bjørnillo! ¡Tienes que decirme lo que ha pasado!

Sigue convencida de que ha sucedido algo horrible.

—No pasa nada malo, mamá.

—¿Estás en casa?

Puedo seguir el hilo de sus pensamientos. Quizás esté tirado entre mis propios vómitos, en un hospicio cutre, quizá me haya tragado cincuenta Rohypnol y treinta Valium con un litro de alcohol de quemar y esté ahora jugueteando con un mechero.

—Sí, mamá. Estoy en casa.

No debería haber llamado. Ha sido una especie de acción forzada. No siempre me mantengo en mis cabales. Cuando me despierto por la noche, los pensamientos dolorosos me rasgan los nervios. Es como el dolor de muelas o de anginas: todo es peor por la noche. Pero no tengo por qué torturar a mamá, no a las tres y media de la madrugada. Podría haberme tomado un Valium; en cambio, he marcado su número, como si ahí hubiera encontrado consuelo alguna vez.

—Es que me he quedado tumbado, pensando, y he querido oír tu voz. Nada más.

—¿Estás seguro, Bjørnillo?

Detrás de sus palabras intuyo un toque de irritación. Al fin y al cabo, es tardísimo, estaban durmiendo, podría haber esperado hasta mañana si lo único que quería era oír su voz.

—Siento haberos despertado.

Está desorientada. No suelo llamar en medio de la noche. Tiene que haber pasado algo, algo que deseo contarle.

—Bjørnillo, ¿quieres que vaya?

—Sólo quería… charlar un poco.

Vuelvo a oír su respiración agitada, que llena el auricular como la llamada obscena de un desconocido.

—¿Sí? —Arrastra la pregunta. Apuntar a la hora es lo más cerca que llega mamá de criticarme.

—Estaba despierto. Pensando. En mañana. Y por eso me han entrado ganas de hablar contigo.

Espero que la comprensión le llegue como un viento polar helado.

—¿Porque es martes? —pregunta ella.

No lo ha entendido. O se hace la tonta.

A sus espaldas se oye refunfuñar al profesor.

No sé casi nada sobre la infancia de mamá; nunca ha querido hablar de ello. Pero no resulta difícil comprender por qué papá se enamoró de ella. No era como las otras chicas del instituto. Había algo valiente y misterioso en ella. Durante todos los años de colegio él anduvo detrás de mi madre. Al final cayó en sus brazos. En las fotos de mamá del último curso se ve que asoma la tripa.

En la penumbra, mamá todavía puede parecer una chiquilla. Es hermosa y delicada como una reina de los elfos bailando a la luz de la luna.

A veces me pregunto qué es lo que haría la infancia con mamá. Antes de la guerra, los abuelos vivían en el norte, en una casa con cortinas de encaje, mantel de hule y unas paredes que no presentaban resistencia contra el viento del oeste. La casa no era grande. La he visto en fotos. Estaba en medio de un páramo. Una cocina, en cuya pila hacían pis por la noche, un salón y un dormitorio en el desván. El servicio estaba fuera. Siempre estaba ordenada y limpia. Le prendieron fuego los alemanes. Los abuelos sólo consiguieron salvar un álbum de fotos y algo de ropa. La abuela vivió un tiempo en el norte de Suecia mientras el abuelo construía otra casa en el páramo junto al fiordo, pero nunca volvió a ser lo mismo. Después tuvieron a mamá, pero tampoco eso ayudó. La guerra le había hecho algo al abuelo. En Oslo se instalaron en casa del hermano de la abuela. Pero nadie necesitaba a un pescador con los nervios debilitados o a una mujer capaz de limpiar un bacalao en siete segundos, curar inflamaciones con hierbas y, además, hablar con los muertos cuando caía la oscuridad.

En cada mojón de su vida los esperaba un «pero».

Cuando mamá tenía cuatro años encontraron al abuelo flotando junto al muelle. Tras una investigación breve y superficial, el caso fue archivado. A la abuela le dieron trabajo como ama de llaves de una familia acomodada de Grefsen. Llevaba a cabo sus tareas muda y acobardada. Sólo quienes le mantenían la mirada descubrían la sólida dignidad que habitaba en ella.

Nunca se buscó un nuevo marido. Adoraba las cuatro fotografías que había del abuelo como si de iconos se tratara. En el armario guardaba una camisa que no había tenido tiempo de lavar antes de que él muriera. Estaba manchada y olía a sudor y a restos de pescado. En ella había conservado al abuelo.

Mamá no era tan devota.

Cuando papá murió, lo borró de su memoria. Lo borró de su existencia. Finito. The End. Guardó las fotografías. Quemó las cartas. Regaló la ropa. Lo convirtió en una figura misteriosa, alguien de quien nunca hablábamos, alguien que nunca había existido.

El castillo de grajos fue despojado sistemáticamente de todo lo que recordaba a papá. Al final sólo quedaba yo.

La primera noche que mamá dejó que el profesor se quedara a dormir en casa —era viernes, y tarde—, me encerré en mi cuarto. Para dejar fuera la risa y las vibraciones. Me hice el dormido cuando mamá fue a darme las buenas noches.

De madrugada, al oír el crujido de la escalera, salí a la terraza para que mi ojo pudiera centellear en la rendija de la cortina cuando mamá y el profesor se metieran a escondidas en el cuarto. Y cerraran la puerta. Y dejaran caer la ropa al suelo.

En un rincón, de pie, inmóvil e invisible, estaba papá.

Habían bebido. El profesor se mostraba juguetón. Mamá intentaba no hacer ruido.

Mi corazón luchaba, como un animal encerrado, entre el miedo y las expectativas ocultas.

Durante semanas la castigué con mi silencio.

Más tarde hubo otros juegos…

Medio año después de que papá muriera, mamá se casó con el profesor. El colega de papá, y su mejor amigo. Perdóname si mi sonrisa resulta un poco forzada.

El año que nació mi hermanastro, mamá y el profesor vendieron el castillo de grajos. Yo no me mudé con ellos. Cuando le dije a mamá que quería buscarme un cuarto, fue como si respirara aliviada —como tras una larga excursión que resulta delicioso recordar— y pusiera la existencia a cero.

Mamá y el profesor viven en Bogstad, en un chalet blanco. Prefieren llamarlo Holmekollen bajo. La casa tiene dos niveles y medio y pinta de haber sido diseñada y construida durante una formidable borrachera de tres semanas de duración. Al arquitecto, consecuentemente, le han concedido varios premios por ella. Todo es un jaleo de rinconcitos, escaleras de caracol y armarios rinconeros empotrados entre los que mamá puede repartir azarosamente su arsenal de botellas medio vacías. La ladera que baja hasta la calle está atiborrada de macizos de flores amarillas, rododendros suizos y rosas Lili Marleen, pero sólo se huele la desagradable pestilencia de los productos contra las malas hierbas y la corteza decorativa. Delante de la casa, parece que el césped ha sido instalado con un nivel. Detrás de ella, sobre las baldosas de pizarra importadas especialmente desde Escocia, hay una hamaca con bastantes cojines como para ahogarte, una barbacoa forjada por un amigo del profesor y una fuente que representa un ángel hermafrodita que vomita, mea y, además, ríe hacia el cielo. Todos los viernes va un jardinero a encargarse del jardín. Un día atareado para mamá.

Al abrir la puerta y verme en la entrada, sano y salvo (aunque pálido), junta las manos. Yo le doy un abrazo. No suelo hacerlo. Uno ha de racionar las muestras de cariño. Además, odio el olor a vademécum que pretende ocultar el alcohol de su aliento. No me he pasado porque me apetezca, sino porque quiero tranquilizarla y recordarle en qué día estamos.

La cocina es amplia y muy luminosa. Los suelos de madera proceden de una granja de Hadeland. Mamá ha hecho café y el profesor se ha dejado el periódico abierto sobre la mesa.

—¿Tienes planeado limpiar pescado? —bromeo.

Ella se ríe condescendiente, como para subrayar que, sí, es ama de casa, pero de la mierda tendrán que ocuparse otros. Enciende la radio que cuelga en el marco de la ventana. Está enganchada al programa matinal. Como a tantas otras cosas.

—Siempre has dejado que otros te limpien el pescado —digo. Es una insinuación relacionada con algo que pasó hace mucho tiempo. Debería recordarlo. Y avergonzarse.

—Oye, Trygve acaba de llamar.

Aguarda mi respuesta, pero ésta no llega.

—Estaba muy agitado. Quería que lo llamaras. ¿Qué es lo que has hecho esta vez, Bjørnillo?

—¿Que qué he hecho? ¿Yo? —respondo con mi voz de principito.

—¿No podrías llamarlo al menos?

—Luego.

—Es muy importante.

—Ya sé por qué.

—Está enfadado.

—Luego lo llamo —miento.

—Oye, esta noche vamos a cenar asado. Ayer recibieron una carne de toro muy tierna en la carnicería.

Me meto el dedo en la boca y hago un ruido desagradable.

—¡Tontorrón! Anda, ¿no podrías venir? Puedo hacer brócoli con patatas gratinadas con queso.

—Estos días ando muy ocupado.

—Hace mucho tiempo que no vienes. Anda, mi niño.

—Sólo me he pasado por aquí para disculparme.

—Vaya tontería.

—No estaba completamente en mis cabales.

—¿Qué es lo que te atormenta?

—Nada. Nada de nada.

Me bebo una taza de té con ella. Charlamos de todo un poco; eso se le da bien. Mis insinuaciones son cada vez menos veladas, pero ella no las capta, ni siquiera cuando le digo que voy a pasarme por la tumba.

Hoy hace veinte años que murió papá. Antes o después lo recordará.

Aquel verano no murió sólo papá. Una vida entera se malogró en mamá. Su existencia se ha reducido a hacerles la vida agradable al profesor y a mi hermanastro. Se ha convertido en una asistenta trajinante y atareada. Pone cuidado en que las chicas de la agencia de limpieza quiten el polvo entre las teclas negras del piano de cola del salón de música. La llaman de la carnicería y la pescadería cuando reciben algo especialmente bueno y caro. Es el ancla del profesor, su amorosa esposa, su deslumbrante anfitriona, su siempre joven y dispuesta amante. Es la alegre madre del chiquillo, la que siempre está ahí, la que le da un billete de cien extra cada vez que va a salir, y la que lo limpia todo cuando él se emborracha y entra vomitando por la puerta a altas horas de la madrugada.

A veces algunos de esos cuidados me salpican también a mí. Yo soy su mala conciencia. Se me da bien interpretar el papel.

—¿Y sigues siendo vegetariano? —me pregunta Caspar Scott.

Es un hombre especialmente bien parecido. Es verdad que mi imagen en el espejo me produce un complejo de inferioridad constante y, visto con objetividad, bastante merecido, pero el aspecto de Caspar es tan deslumbrante que casi parece femenino. Las miradas de las mujeres en la cantina de la Dirección General de Patrimonio Histórico lo rozan con cariño y devoción. Es como si él no se diera cuenta, pero yo sé que almacena la atención que recibe en un gran tanque que tiene reservado para días peores.

De estudiantes éramos amigos. Compartimos tienda durante meses en excavaciones por todo el país. Cuando lo llamé, tardamos unos minutos en encontrar el viejo tono.

Ahora estamos sentados en la cantina, actuando como si todo fuera como antes. Huele a café, bollos y albóndigas con patatas.

Caspar es un arqueólogo nato. Quizá suene raro. Es capaz de ubicar un pequeño objeto, que en sí mismo parece carecer de sentido, en un contexto mayor. Durante las excavaciones de Laray, bastaron los míseros restos de unas llaves y el cierre de un cinturón para que supiera que por fin habíamos encontrado la granja perdida de los caciques de Hallstein. En una tumba vikinga hallamos un diminuto puñal de plata con el que no nos aclarábamos (¿un juguete?, ¿una joya?, ¿un arma simbólica?), hasta que Caspar constató que servía para limpiar los oídos.

Caspar puede leer un paisaje como los demás leemos un libro. Tiene la desconcertante capacidad de distinguir todas las formas naturales del paisaje de las que ha creado el hombre. Dirigió los dos grupos de investigación que descubrieron restos de más de mil años de antigüedad de asentamientos glaciales tardíos en Rogaland y en Finnmark. Los hallazgos mostraron que los cazadores de renos de la zona del mar del Norte o los pueblos cazadores de Kola fueron los primeros en abrirse camino hasta las costas noruegas, que no estaban congeladas.

Pero Caspar se cansó de pasarse semanas y meses excavando, lejos de Kristin. Se cansó del sol abrasador y de los aguaceros repentinos que transformaban los yacimientos en un lodazal. Se hizo burócrata. Los últimos años ha trabajado en el departamento de Arqueología de la Dirección General de Patrimonio Histórico.

Avergonzado, reparo en que ha sido por eso, y sólo por eso, por lo que he contactado con él.

Le pido que me cuente algo sobre el origen de la excavación.

Bebe un trago de café y hace una mueca.

—Es curioso que me lo preguntes; me quedé atónito con lo que pasó.

Yo saco la bolsa de té del agua humeante y lo miro con expectación.

—Comenzó con un par de llamadas al director general de Patrimonio, Loland. Primero de Arntzen, después del director Viestad.

—¿Llamaron los dos?

—¡Justo! De alguna manera, en nombre de una fundación británica,SIS. Una institución no lucrativa de investigación de Londres. LaSIS pensaba que podía haber restos de un castillo circular en el monasterio de Vasrne. ¿Has oído algo igual? ¡Un castillo circular! Nunca he oído la más mínima referencia a que alguien hubiera construido un castillo así en el monasterio de Vaerne. Y nos preguntaban qué nos parecería que el profesor Graham Llyleworth dirigiera las excavaciones.

—¿Y os pareció bien?

—¿Bien? Qué va. Ya me conoces. Nada encajaba.

—Te entiendo perfectamente.

—¿Un castillo circular? ¿Allí? Te aseguro que tenía un montón de preguntas. ¿Por qué diablos iba a haber allí un castillo circular? ¿Quién iba a pagar el banquete? ¿Por qué corría tanta prisa? ¿Qué pensaban hacer si lo encontraban?

—¿Llevárselo quizá?

Gaspar se ríe.

—¡Eso sería propio de Graham Llyleworth!

—¿Llegaste a entender algo más con el tiempo?

—Nada en absoluto. No me dieron ni una respuesta. Sólo ojos abiertos de par en par y suspiros porque me ponía muy difícil. Joder, para el director general de Patrimonio, Llyleworth es un dios. Los funcionarios jóvenes creen que ha inventado la arqueología. Vale, es responsable de algunos hallazgos llamativos y ha escrito algunos libros importantes, pero digo yo: ¿íbamos a dejar que ese arrogante imperialista cultural, Graham Llyleworth, entrara triunfante con sus regimientos y excavadoras? Así que les di largas y olvidé toda la historia. Hasta que, un par de semanas después, recibimos una solicitud formal.

—¿Una solicitud? No he llegado a verla.

—Muy elaborada, con mapas, sellos y firmas impresionantes. Se armó algo de jaleo en el departamento. Tardaron unos diez minutos en convocarme al despacho de Sigurd Loland. ¿Por qué era tan negativo? ¿No veía las ventajas que representaba la colaboración arqueológica internacional? Ya sabes cómo se pone Sigurd. «La decisión es tuya», le dije. Pero para él era muy importante que todos lo apoyáramos…, que yo le firmara la aprobación… No me preguntes por qué.

—¿Quizá porque eres el más crítico de todos?

—No había pensado en eso. Pero si querían ocultar algo, era una jugada inteligente.

—¿Recuerdas algún nombre?

—El profesor Llyleworth era el experto responsable, pero trabajaba para laSIS de Londres. Society of International Sciences, Sociedad de Ciencias Internacionales. El presidente figuraba como titular de la iniciativa. Creo que presentaron un presupuesto de cinco o seis millones de coronas. ¡Para encontrar un castillo circular! ¡En un prado noruego! ¡Dios santo!

—¿Sabes por qué pensaron en mí?

—¿Como supervisor? No tengo ni idea. Nosotros no podíamos prescindir de nadie, de modo que les paré los pies. Creía que era Arntzen quien te había elegido.

—Pero ¿por qué precisamente a mí?

—¿Porque lo haces bien, tal vez?

Primero me río. Después le hablo de la excavación, del sorprendente hallazgo. Le describo el comportamiento de Arntzen y Llyleworth, mis sospechas. Pero no le cuento que soy yo quien tiene el cofre.

Cuando acabo, Gaspar murmura y sacude abatido la cabeza.

—¡Vaya jaleo! Ya me parecía que había algo que no encajaba.

Una joven que pasa cerca de nuestra mesa —la recuerdo vagamente de unas excavaciones de hace algunos años— me sonríe al reconocerme y le gorjea a Gaspar:

—¿Hoy comes pronto?

Él se inclina hacia mí y dice bajando la voz:

—Mira, voy a investigar un poco por ahí a ver qué averiguo. ¿Por qué no vienes a casa esta tarde? Así estudiamos el caso juntos. Con un poco más de discreción que aquí. ¡Además, ha pasado mucho tiempo desde la última vez! A Kristin le encantará verte.

—Encantado… —Sólo pensar en Kristin hace que se me acelere el pulso.

—Ah, oye, si yo fuera tú, hablaría con Grethe. Ella lo sabe todo de esos tipos.

—¿Grethe?

—¡Grethe! ¡No me digas que te has olvidado de ella!

Me sonrojo. No he olvidado a Grethe.

Delante del edificio, hundido tras el volante de un Land Rover recién lavado con reproductor de CD, está sentado un hombre. Al verme aparta inmediatamente la vista. La mayoría me sigue con la mirada.

Entro en casa. El contestador está parpadeando. No suele hacerlo.

El primer mensaje es de mamá, para recordarme que estoy invitado a cenar. Los dos sabemos que he rechazado la invitación. El segundo es de una señora mayor que, cortés y disculpándose, le cuenta al contestador que ha marcado mal el número. El tercero es mudo, sólo se oye una respiración.

De pronto tengo la impresión de que no estoy solo. Me pasa de vez en cuando. Alguien ha dejado una impronta espiritual en mi casa. Entro de puntillas en el salón y el sol relumbra en las cortinas. Abro la puerta del dormitorio, donde la cama de agua me lloriquea como un deseo insatisfecho. El baño está oscuro. El despacho, que en un hombre de mi edad con una disposición más patriarcal hubiera hecho las veces de dormitorio de los niños, está inundado de carpetas y objetos que he cogido de prestado. Estoy solo, pero la percepción de algo extraño continúa. Abro una botella de cerveza que, tras varias semanas en la nevera, está fría como el hielo. La voy bebiendo mientras hago otra ronda por el piso.

Hasta la cuarta vez que paso no lo veo. Alguien ha movido el ordenador. No mucho, sólo unos centímetros, pero lo suficiente como para que acabe advirtiendo la huella en el polvo. Me dejo caer en la silla y enciendo el aparato. No ocurre nada, no hay pitidos ni silbidos. El irritante ruidito del que he estado intentando librarme desde que lo compré ha enmudecido por fin. No tardo en comprender por qué.

La caja está suelta. Consigo alzar el panel con las puntas de los dedos y me asomo al embrollo electrónico que constituye los órganos vitales y el cerebro de la máquina. No entiendo de ordenadores, pero me percato de que alguien se ha llevado el disco duro.

Primero me pongo furioso. Invaden mi piso, entran y salen como si les hubiera dado la llave de mi existencia.

Luego me tranquilizo. Sigo teniendo las riendas, no han conseguido llevarse lo que buscaban. Embargado por una exaltación diabólica, llamo a la policía para denunciar el robo. Después marco el número directo del profesor Arntzen.

—¿Dónde está el cofre? —me grita en cuanto comprende quién llama.

—¿El cofre? —pregunto con afectación.

Alguien le quita el auricular de las manos.

—¿Dónde está el jodido cofre? —La voz de Llyleworth vibra.

—¿Por qué pensáis que lo tengo?

—¡Corta el rollo! ¿Dónde está?

—Voy a ahorraros mucho tiempo diciéndoos ya que en mi disco duro no hay más que conferencias, algún que otro poema a medias y algunos juegos de ordenador bastante divertidos.

—¿Dónde está el cofre?

Cuelgo y voy en busca de otra cerveza. Empieza a intrigarme lo que pueda suceder a continuación.

Suena el teléfono. Estoy tentado de dejarlo sonar, no tengo ganas de hablar con nadie, pero él no se rinde. Al final triunfa su insistencia.

Es un inglés. El doctor Rutherford, de Londres. Director del prestigioso Real Instituto Británico de Arqueología. Me ofrece dinero por el objeto que entiende que tengo en mi poder.

—El hallazgo es propiedad noruega… —replico.

—Cincuenta mil libras —me interrumpe.

Cincuenta mil libras es mucho dinero, pero no se me pasa por la cabeza la posibilidad de aceptarlo. Mi terquedad siempre ha estado anclada en el sano sentido común.

—Ya no lo tengo —miento.

—¿No?

—Me lo han robado. Hoy han entrado ladrones en mi piso y se lo han llevado.

El doctor Rutherford está a punto de hablar de más. Está a punto de decir que el cofre no se encontraba en el piso, que no han dado con él, pero se contiene. Percibo en su voz que he sembrado la incertidumbre: ¿y si los ladrones a los que ha contratado sí han robado el cofre? Como para convencerse, pregunta:

—¿Estás seguro?

—Desde luego, bien seguro.

Vacila; mi mentira lo ha hecho dudar.

—¿Podría interesarte un intercambio? —pregunta.

—¿Qué tienes que pueda interesarme?

—Podría contarte lo que pasó al morir tu padre.

El tiempo se detiene de pronto. Me asaltan imágenes caleidoscópicas: la montaña, la soga, el pedregal, la sangre. Me hallo en un vacío en el que el tiempo lleva veinte años detenido.

Miro sin ver ante mí. Pasaron muchos años desde la muerte de mi padre hasta que caí en la cuenta de lo poco que lo había conocido. No es más que una imagen huidiza en mi memoria, un hombre meditabundo que rara vez me tocaba o me invitaba a su mundo. Cerraba las puertas de su existencia y corría las cortinas. En muy contadas ocasiones vi que la furia rasgaba sus ojos, pero por lo general era un hombre que volvía del despacho, o de una excavación, para desaparecer en el cuarto del sótano donde escribía una obra científica de la que apenas hablaba y que yo nunca llegué a ver.

Cuando me imagino a papá, lo hago con la mirada de un niño.

Mamá nunca quiere hablar de él. El profesor se pone muy tenso, como si no soportara la idea de que su querida mujercita hubiese amado una vez a otro hombre profundamente y sin barreras. Tiene que vivir con el hecho de que fue el segundo en la cola ante los pasteles.

Sin embargo, hay una idea que no deja de sorprenderme: mamá ha sido la esposa del profesor el doble de tiempo que la de papá.

Echo de menos a papá. Pero a veces me pregunto si un hijo puede mirar a su padre sin pensar alguna vez que entre sus muslos cuelga una bolsa de la que un día escapó un vivaracho espermatozoide, que entre sus piernas pende el órgano que se hincha y llena a la madre de uno con chocante placer. A veces no estoy del todo en mis cabales. ¿Podría alguien pasarme el vaso de plástico con las pastillas rosas?

Quizá me reconozca a mí mismo en mi padre. Sería bastante natural. Nunca lo admiré, cosa que a veces me atormenta. Cuando leo sobre padres que han formado a sus hijos, me pregunto qué es lo que dejó mi padre en mí. ¿El aire apesadumbrado? ¿Que me hice arqueólogo como él? Una casualidad. Una inclinación hacia el saber hermenéutico, una materia que se ajusta a mi modo de ser, indagador y retraído. Las raras ocasiones en las que me aventuraba a bajar a su despacho, él levantaba la cabeza de sus papeles o sus objetos, me sonreía huecamente y me enseñaba un pedacito de tejido o una punta de sílex sobre el que parecía saberlo todo. Yo no conocía la diferencia entre una adivinación cualificada y una interpretación empírica, pero entendía que papá veía hacia atrás en el tiempo.

Su repentino interés por la escalada iba en contra de su carácter. Era una persona precavida, igual que yo. Fue Trygve Arntzen quien lo convenció de ir a los peñascos. Conveniente, si me preguntas mi opinión. Quizá por eso nunca le perdonaré que no consiguiera evitar la caída, si es que lo intentó. Tardó sorprendentemente poco en hacerse cargo de la viuda de papá.

Me he quedado de pie, confuso, en el pliegue del tiempo, con el auricular en la mano. El doctor Rutherford me pregunta si sigo ahí.

—¿Qué sabes de mi padre? —pregunto de repente.

—Ya hablaremos de eso; ahora quiero que me des el cofre.

—¿A qué te refieres con lo que pasó cuando murió mi padre?

—De nuevo, cuando nos des el cofre…

—Ya veremos. —Carraspeo, le prometo considerar su oferta. Vacilante, le doy las gracias por su atención y cuelgo.

Me dirijo al pasillo, bajo las escaleras y salgo a la calle. El Land Rover rojo ha desaparecido. No importa mucho, el conductor parecía grande y fuerte, es posible que sólo estuviera esperando a su novia.

No sé quién es el doctor Rutherford, director del Real Instituto Británico de Arqueología, ni cómo de fácil piensa que es engañarme. Pero hay dos cosas que sí sé.

No hay nada que se llame Real Instituto Británico de Arqueología.

Yo creía que era la única persona de todo el mundo que sospechaba que la muerte de mi padre no fue un accidente.

Papá está enterrado en el cementerio de Grefsen. Una sencilla lápida al pie un viejo abedul. Mamá paga una cuota anual para que cuiden la tumba.

Me pongo en cuclillas ante la lápida de granito. El nombre de papá está grabado en la piedra roja; no figura el año de su muerte ni el de su nacimiento, nada que lo vincule al tiempo. Sólo su nombre. Birger Beltø. Así lo quisimos mamá y yo.

En una bolsa de papel marrón he llevado una maceta con lirios amarillos. Los planto ante la tumba, para que iluminen a papá, esté donde esté.

En el bosque situado entre la casa de campo de la abuela y el monasterio de Vaerne hay una antigua tumba debajo de los enormes robles. Bajo la gran plancha de metal, de la que hace mucho que el tiempo ha borrado las letras, descansan personas que siempre me he preguntado quiénes eran. Mamá decía que una vez fueron los propietarios del monasterio de Vaerne, por eso les dejaron poner la tumba en el bosque. Recuerdo que yo pensaba: «A los demás, en cambio, nos destierran a los cementerios».

En el aparcamiento hay dos hombres sentados sobre el capó de un Land Rover rojo. Cuando he salido de casa, tenía ese coche en el retrovisor. Al verme aparecer, uno de los dos se baja de un salto y se encamina hacia mí. Se asemeja a King Kong. Consigo meterme en el coche y cerrar la puerta antes de que me alcance; aporrea la ventanilla con dedos gruesos y peludos. Lleva un sello de una escuela extranjera. Con la mano libre sujeta un móvil. Pongo a Bola en marcha y empiezo a salir hacia atrás. El tipo agarra el picaporte. Quizás esté valorando la posibilidad de retener el coche por la fuerza, cosa que no me extrañaría qué fuese capaz de hacer.

Afortunadamente, se aparta de la puerta. Veo por el retrovisor que vuelve corriendo a su vehículo.

Bola no está hecho para dejar atrás otros coches; ni siquiera lo intento. Subo con calma por la calle Kjelsás. Cuando llega el autobús rojo, me pongo detrás de él. De ese modo componemos un pequeño cortejo. El autobús, Bola y el Land Rover.

Junto al cambio de sentido del callejón entre Kjelsás y Lofthus, sigo al autobús a través de las compuertas del tráfico. Después freno de golpe. Satisfecho de mí mismo, dejo que caiga la barrera entre el Land Rover y yo.