El 31 de diciembre de 1989, desde una cabina telefónica, marqué el número de Nishio-san. Contestó ella misma. Gritó de sorpresa cuando supo con quién hablaba. Le pregunté si deseaba venir a celebrar el Año Nuevo conmigo, en Kioto.

Kobe no estaba lejos. Iría a esperarla a la estación.

Me pasé el día temblando y mirando el Pabellón de Oro. No le pegué fuego. Sólo pensaba en el reencuentro que pronto se produciría. Hacía ese terrible frío húmedo, típico del invierno de Kioto.

A la hora acordada, vi bajar del tren a una pequeña dama de metro cincuenta de estatura. Me reconoció enseguida.

—Estás hecha una gigante, pero tienes la misma cara que cuando tenías cinco años.

Nishio-san debía de tener unos cincuenta años. Parecía mayor: había trabajado duro.

Le di un beso: me resultó embarazoso.

—¿Cuándo fue la última vez?

—En 1972. Hace más de diecisiete años.

La sonrisa de mi aya no había cambiado.

Dijo que deseaba ir a un restaurante chino. Allí la llevé. Me contó que sus hijas, las gemelas, se habían casado, y me enseñó fotografías de sus nietos. Bebió mucho vino mandarín y se puso muy contenta.

Le conté que unos días más tarde iba a empezar a trabajar como intérprete en una de las mayores empresas japonesas. Nishio-san me felicitó.

A medianoche, siguiendo la tradición, fuimos a tocar las campanas por los templos. La vieja ciudad resonaba por doquier. Un poco ebria, Nishio-san se reía. A mí se me saltaban las lágrimas.