Aquel verano, Juliette se reunió conmigo en Tokio.
Al reencontrarnos, chillamos con alegría animal. Vivir sin ella siempre sería antinatural.
Juliette estaba allí: el peregrinaje podía comenzar. El Shinkanse nos llevó hasta Kobe, y luego un tren de cercanías nos dejó en Shukugawa. Desde el momento de llegar a la estación, supimos que aquel viaje era un error.
El pueblo no había cambiado prácticamente, éramos mi hermana y yo las que nos habíamos metamorfoseado. El yôchien me pareció minúsculo, la zona de juegos anodina. El callejón que ascendía hasta nuestra casa había perdido su encanto. Incluso las montañas de los alrededores me parecían pequeñas.
Al llegar a la casa de nuestra infancia, metí la cabeza por la saetera del muro y examiné el jardín: estaba igual, pero yo había abandonado un imperio que me pertenecía y ahora me reencontraba con un jardín.
Juliette y yo teníamos la impresión de estar paseando por un campo de batalla sembrado de cadáveres.
—¡Vámonos!
En la estación, desde una cabina telefónica, marqué el número de Nishio-san. Nadie contestó. Me sentí decepcionada y aliviada; me moría de ganas de verla y ahora me daba miedo que fuera un fracaso. Que mi reencuentro con aquel lugar hubiera salido mal había sido lamentable pero soportable; que mi reencuentro con mi bienamada aya saliera mal no habría sido tolerable.
Un mes más tarde, mi hermana se marchó. Me prometió que volveríamos a vernos muy pronto. Eso no me impidió pasarme horas gimiendo como un animal.
De noche, Rinri me llevaba muchas veces al puerto de Tokio. Mirábamos los buques mercantes con emoción. Había absurdos montones de neumáticos. Lo que más me gustaba era contemplar la hilera de gigantescas grúas Komatsu: aquellos pájaros de metal desafiaban el mar con una majestad marcial cuya estética me fascinaba.
Desde nuestro puesto de observación y si nos dábamos la vuelta, también podíamos ver circular los trenes por la vieja pasarela aérea. De noche, aquel estruendo ferroviario me conmovía. Resultaba hermoso.
En su coche de yakuza, Rinri ponía discos compactos de Ryuichi Sakamoto. Me invitaba a sake frío: estaba de moda. En Japón, la posmodernidad tenía su encanto.