Con veintiún años y mi diploma de filología en el bolsillo, compré un billete de ida para Tokio.

Aquello implicaba un hecho horroroso: abandonar a Juliette, que permanecería en Bruselas. Mi hermana y yo nunca nos habíamos separado. Juliette me decía: «¿Cómo es posible que te marches?». Era un crimen, y yo lo sabía. Y, no obstante, sentía que era necesario cometerlo.

La estreché entre mis brazos hasta ahogarla y me marché. Emitió un prolongado gemido que todavía oigo resonar dentro de mi cabeza. Es increíble hasta qué punto podemos llegar a sufrir.

Tokio: no era el Japón que yo conocía y sin embargo sí lo era. Escondidos entre monstruosas avenidas, los callejones protegían mi país, el canto del vendedor de batatas, las ancianas en quimono, los tenderetes, los ruidos del tren, el olor de las sopas familiares, los gritos de los niños: me reencontraba con todo.

Estábamos en enero de 1989. Hacía frío, el cielo presentaba un permanente y absoluto color azul. No había vuelto a hablar japonés desde los cinco años, estaba convencida de haberlo olvidado. Sin embargo, las palabras niponas volvían a mi cabeza a puñados.

Experimenté una fantástica aventura de la memoria. Tenía veintiún años pero tenía cinco años. Me parecía haber estado fuera durante cincuenta años y era como si sólo me hubiera ausentado una temporada.

Vivía en un estado de permanente trastorno. Cuando un guardabarrera hacía sonar la campana que anuncia la llegada de un tren, mi existencia quedaba abolida, estaba en Shukugawa, tenía la carne de gallina y lágrimas en los ojos.

Seis días después de mi regreso a ese país que no podía ser más que el mío, conocí a un tokiotés de veinte años que me invitó al museo, al restaurante, a un concierto, a su habitación, y que luego me presentó a sus padres.

Aquello no me había sucedido nunca: un chico me trataba como a un ser humano.

Además, era encantador, amable, dulce, distinguido y de una educación perfecta: justo lo contrario de las relaciones que había vivido en Bruselas.

Se llamaba Rinri, que significa Moral, y él lo era. Allí ese nombre es tan raro como para nosotros Prétextat o Éleuthère, pero la onomástica nipona suele recurrir al hápax.

Era un rico heredero. Su padre era el joyero más importante de Japón.

A la espera de hacerse cargo de la empresa paterna, Rinri era estudiante igual que lo era yo y hasta donde uno puede serlo en Japón cuando frecuenta cualquiera de las once universidades más famosas: sin vigor.

Estudiaba lengua y literatura francesas, por placer: yo le enseñé muchos de sus giros.

Yo estudiaba japonés empresarial: él me enseñó mucho vocabulario.

Bajo la apariencia de un aprendizaje lingüístico, aquello era una aventura.

Rinri conducía un auténtico coche de yakuza, blanco y resplandeciente como sus dientes.

Yo le preguntaba:

—¿Adónde vamos?

Él me respondía:

—Ya lo verás.

De noche, estábamos en Hiroshima o en el barco que lleva a la isla de Sado.

Él abría el diccionario japonés-francés, buscaba durante largo rato y declaraba:

—Ya lo tengo: eres quintaesencial.

Para su familia, la cosa no resultaba tan divertida: el único heredero amaba a una blanca. Me miraban con mala cara. Me trataban con una rebuscada cortesía, pero encontraban el modo de hacerme notar que yo era un motivo de consternación.

Rinri no se daba cuenta. De él sólo conservo buenos recuerdos: un caso raro, el de ese chico.

Tenía un año más que él, y eso bastaba para hacer de mí una ane-okusan: una «esposa-hermana-mayor». Se suponía que, dada mi larga experiencia, yo debía enseñar la existencia al «novio-hermano-pequeño».

Resultaba divertido. Le enseñé a beber el té fuerte como el que yo tomaba. Vomitó.

En 1989 empecé a dedicarme por completo a escribir. Volver a estar en suelo japonés me dio la energía necesaria. Fue entonces cuando adopté lo que se ha convertido en mi ritmo: dedicar un mínimo de cuatro horas al día a la escritura.

Escribir ya no tenía nada que ver con la extracción arriesgada de los inicios; fue en adelante lo que es hoy —el gran empuje, el miedo regocijante, el deseo que vuelve sin cesar a sus raíces, la necesidad voluptuosa.