Afortunadamente, en mi vida estaba mi hermana. Se sacó el permiso de conducir. A partir de entonces, me llevaba a menudo a ver el mar. Eran días de ensueño.

Conducía hasta Coq, entre Wenduyne y Ostende. Nos tumbábamos en las dunas y hablábamos de cosas inexistentes. Dábamos interminables paseos por la playa.

Juliette era mi vida y yo era la suya. Algunos parientes decían que estábamos demasiado unidas, que convenía separarnos: dejamos de verlos.

Un día, le confesé que escribía. Ella había dejado de escribir a los dieciséis años. En cierto modo, me daba la impresión de haber retomado la antorcha. Le dije que nunca le enseñaría mi manuscrito a otra persona.

—Yo no soy otra persona —dijo.

Así pues, leyó mi historia del huevo. No esperaba de ella ninguna apreciación.

Me lo devolvió con un único comentario:

—Es autobiográfico.

En efecto, dentro del huevo gigante, la yema no había resistido el golpe de Estado de los jóvenes revolucionarios. Se había desparramado por la clara y aquel apocalipsis de lecitina había provocado la explosión de la cáscara. Entonces el huevo se había metamorfoseado en una titánica tortilla espacial que evolucionaría por el espacio cósmico hasta el fin de los tiempos.

Sí, una autobiografía debía de ser algo así.