Con diecisiete años desembarqué en la Universidad Libre de Bruselas.
Era una ciudad llena de tranvías que abandonaban la cochera a las cinco y media de la mañana con un rechinamiento melancólico, creyendo partir hacia el infinito.
De todos los países en los que he vivido, Bélgica es el que menos he comprendido. Ser de un determinado lugar quizá consiste en eso: no comprender en qué consiste.
Sin duda ésa es la razón por la que allí empecé a escribir. No comprender algo es un fermento fenomenal para la escritura. Mis novelas daban forma a una incomprensión creciente.
La anorexia me había servido de lección de anatomía. Conocía ese cuerpo que había descompuesto. Ahora se trataba de reconstruirlo.
Por extraño que parezca, la escritura contribuyó a que así fuera. En primer lugar era un acto físico: había que superar obstáculos para sacar algo de mí.
Aquel esfuerzo constituyó una especie de tejido que luego se convirtió en mi cuerpo.