A los quince años y medio, una noche, sentí que la vida me abandonaba. Me transformé en un frío absoluto.

Mi cabeza aceptó.

Entonces ocurrió algo increíble: mi cuerpo se rebeló contra mi cabeza. Rechazó la muerte.

A pesar de los gritos de mi cabeza, mi cuerpo se levantó, fue a la cocina y comió.

Comió entre lágrimas, ya que mi cabeza sufría demasiado a causa de lo que estaba haciendo.

Comió todos los días. Como ya no digería nada, los dolores físicos se sumaron a los dolores mentales: los alimentos eran lo extranjero, el mal. La palabra «diablo» significa «lo que separa». Comer era el diablo que separaba mi cuerpo de mi cabeza.

No me morí. Habría preferido morirme: los sufrimientos de la curación fueron inhumanos. La voz de odio que la anorexia había cloroformizado durante dos años se despertó y me insultó como jamás lo había hecho. Y ocurría lo mismo cada día.

Mi cuerpo recuperó una apariencia normal. Lo odié todo lo que se puede llegar a odiar.

Leí La metamorfosis de Kafka con los ojos abiertos de par en par: aquélla era mi historia. El ser transformado en bestia, objeto de espanto para los suyos y sobre todo para sí mismo, su propio cuerpo convertido en lo desconocido, en el enemigo.

Siguiendo el ejemplo de Gregor Samsa, ya no abandoné mi habitación. Me asustaba demasiado el asco de los demás, temía que me aplastaran. Vivía en el más abyecto de los fantasmas: tenía el físico corriente de una chica de dieciséis años, lo cual no debía de ser la visión más dolorosa del universo; interiormente, me sentía como una gigantesca cucaracha, tan incapaz de salir de aquella situación como de salir a secas.

Ya no sabía en qué país vivía. Vivía en la habitación que compartía con Juliette. Ella se limitaba a dormir allí. Yo estaba instalada allí permanentemente.

Abandonaba la cama tanto menos cuanto que estaba enferma. Después de años de paro técnico, mis órganos digestivos no toleraban nada. Si comía cualquier cosa que no fuera arroz o verdura hervida, me retorcía de dolor.

Aquel año, los únicos momentos buenos fueron aquéllos en los que tuve fiebre. La sufría menos de lo que me habría gustado: apenas dos días al mes, ¡pero qué alivio! Entonces mi espíritu se hundía en delirios salvadores. Tenía siempre las mismas imágenes en mi cabeza: yo era un enorme cono que se paseaba por el vacío sideral y tenía la consigna de transformarme en cilindro.

Con toda la fuerza de mis cuarenta grados de temperatura, me concentraba para convertirme en el deseado tubo. A veces, la sensación de haber logrado mi misión geométrica me producía un enorme orgullo. Me despertaba empapada en sudor y saboreaba algunos minutos de sosiego.

Vivir en la habitación me dio la ocasión de leer más que nunca.

Leí por primera vez la novela que más veces releería —más de cien veces—, Les Jeunes filles, de Montherlant. Aquella jubilosa lectura me confirmó en la creencia de que podía convertirme en todo menos en una mujer. Estaba en el buen camino, ya que era una cucaracha.

En rarísimas ocasiones, reunía la fuerza suficiente para salir de la habitación. Había perdido el sentido común. Pronunciaba discursos sobre la inexistencia del alma. Trataba a un dignatario de «mi buen amigo».

Los juegos de azar, al igual que la música, estaban prohibidos en Laos. Había que encerrarse cuidadosamente para entregarse a una u otra actividad. Las cartas se consideraban un juego de azar: el whist se convirtió en una actividad sublime, reforzada por el prestigio de la prohibición.

No me cansaba de mirar a los jugadores. Un día, sorprendí a un tramposo. Lo desenmascaré en voz alta. Lo negó. Le di un puñetazo en el ojo. Sin más premura, mi padre me mandó a mi habitación.

Ya que mi destino era no abandonar la habitación, me convertí en arúspice: desde mi cama, contemplaba por la ventana el vuelo de los pájaros en el cielo. En el vuelo de los pájaros no leía nada más que el vuelo de los pájaros: toda interpretación habría sido desvalorizadora. No había mayor locura que observar aquello.

A menudo, los pájaros estaban demasiado lejos para identificar a qué especie pertenecían. Su silueta se reducía a una caligrafía árabe que revoloteaba en el éter.

Me habría gustado tanto ser así: algo indeterminado, libre de volar hacia cualquier parte. En lugar de eso, permanecía encerrada dentro de mi cuerpo hostil y enfermo y dentro de una mente obsesionada por la destrucción.

Parece ser que el grueso del terrorismo internacional se recluta entre los hijos de diplomáticos. No me extraña.