Laos era el país de la nada. No es que no ocurriera nada: pero la influencia vietnamita amortiguaba los impactos hasta el extremo de asfixiar cualquier impresión de vida.
Nunca una dictadura actuó con tanto disimulo. El poder sólo escamoteaba a los seres por la noche. Uno se levantaba y había dejado de tener vecinos, por los motivos más extraños: había entablado conversación con un extranjero o había escuchado música.
Esta funesta colonización no impedía a los laosianos ser la gente más exquisita del mundo: condenados a la nada, se aburrían con elegancia y delicadeza.
Los desplazamientos ya no me afectaban: la anorexia era portátil.
A los quince años, con un metro setenta de estatura, pesaba treinta y dos kilos. Mi pelo se caía a puñados. Me encerraba en el cuarto de baño para contemplar mi desnudez: era un cadáver. Aquello me fascinaba.
Dentro de mi cabeza, una voz comentaba la imagen reflejada: «Pronto morirá». Yo me sentía exultante de que así fuera.
Mis padres estaban furiosos. No comprendía por qué no compartían mi alegría. La enfermedad me había curado del alcoholismo. Mi madre me pesaba con regularidad. La engañaba en ocho kilos, escondiendo debajo de mi camiseta unos lingotes de metal y entregándome veinte minutos antes del pesaje al suplicio del agua: me obligaba a mí misma a englutir tres litros en un cuarto de hora. El dolor era extraordinario.
Entonces merecía la pena observarse en el espejo: era un esqueleto de vientre hipertrofiado. Era algo tan monstruoso que me encantaba. Mi único pesar era haber perdido la potomanía: aquella gracia me habría facilitado la tarea.
El cerebro está constituido esencialmente por grasa. Los más nobles pensamientos humanos nacen en la grasa. Para no perder la cabeza, volví a traducir, con fiebre, la Ilíada y la Odisea. A Homero le debo las pocas neuronas que me quedan.