Los padres nos llevaron a ver el monte Poppa: se trata de un monasterio budista instalado en la cima de una montaña tan abrupta que parece una alucinación.
Yo tenía catorce años y, siempre que estuviera vestida, todavía se me podía mirar. Los monjes no dejaban de mirarme fijamente y le dijeron a mi padre que deseaban comprarme. Mi madre les preguntó por qué.
—Porque tiene una tez de muñeca de porcelana —respondieron.
Encantados, mis padres fingieron estar interesados y discutieron mi precio.
No conseguí que aquello me pareciera divertido. Aquella edad es propensa a pudibundez enfermiza.
Pesaba cuarenta kilos. Sabía que seguiría adelgazando. Llegaría un momento en el que, ni siquiera en broma, ningún bonzo propondría comprarme. Aquella idea me alivió.