Ya que no había más alimento, decidí comerme todas las palabras: me leí el diccionario entero. La idea era no saltarme ninguna entrada: ¿cómo decidir de antemano que algunas no merecerían la pena?
La tentación de ir y venir de una letra a la otra como cualquier usuario del diccionario era fuerte. Se trataba de leerlo en orden estrictamente alfabético, para no perderse ni una sola de sus migajas. El efecto producido era aturdidor.
Fue así como me percaté de una injusticia enciclopédica: algunas letras eran más interesantes que sus vecinas. La más apasionante era la letra A: ¿acaso se debía al lado pérfido señalado por Rimbaud? ¿O era simplemente debido a ese poder turbador, a esa energía de los principios?
Sospecho que esa lectura tenía un objetivo suplementario, que en aquella época no me había confesado: el deseo de no permitir que mi cerebro se dispersara todavía más. Cuanto más adelgazaba, más sentía que se derretía lo que me hacía las veces de espíritu.
Quienes hablan de la riqueza espiritual de los ascetas merecerían sufrir anorexia. No hay mejor escuela de materialismo puro y duro que el ayuno prolongado. Más allá de determinado límite, lo que entendemos por alma se marchita hasta desaparecer.
Esa miseria mental del ser desnutrido resulta tan dolorosa que puede provocar reacciones heroicas. Hay en ellas tanto orgullo como instinto de supervivencia. En mi caso, eso se tradujo en faraónicas empresas intelectuales, como leer el diccionario de la A a la Z.
Sería un error ver en la anorexia una inteligencia propia. Sería bueno que esa evidencia fuera finalmente asumida: la ascesis no enriquece el espíritu. Las privaciones carecen de virtud.