Ya llevaba el tiempo suficiente esperando el desastre. Empezaba a comprender que no se produciría. Era necesario que yo lo provocara. No podía contar ni con la actualidad —los golpes de Estado sólo se producían cuando yo abandonaba un país— ni con la metafísica —por más que escrutara el cielo y la tierra, los malos presagios del apocalipsis no se manifestaban.

Tenía hambre de cataclismo, igual que Juliette. No hablábamos de ello. Habíamos llegado a ese punto en el que todavía estamos: ya no necesitábamos hablarnos. Sabíamos lo que vivía cada una de nosotras: lo mismo que la otra.

Yo seguía deseando al joven inglés, mi cuerpo seguía creciendo, la voz interior seguía odiándome, Dios seguía castigándome. A estas agresiones, opondría la resistencia más heroica de todos los tiempos.

En Bangladesh, me habían enseñado que el hambre era un dolor que desaparecía muy deprisa: uno sufría sus efectos sin sufrir más dolor. Valiéndome de esta información, creé la Ley: el 5 de enero de 1981, día de Santa Amélie, dejaría de comer. Aquella pérdida de mí misma iba acompañada de una suspensión: la Ley también estipulaba que a partir de aquel día no olvidaría ninguna de las emociones de mi vida.

Uno tenía derecho a no recordar los detalles técnicos del universo, Marignan 1515, el cuadrado de la hipotenusa, el himno nacional americano y la clasificación de los elementos químicos. Pero no recordar lo que te había conmovido, por leve que fuera, era un crimen que demasiadas personas cometían a mi alrededor. Aquello me producía una indignación mental y física.

La noche del 5 al 6 de enero de 1981, asistí a la primera proyección interior de mis emociones de la jornada: estaban constituidas sobre todo por hambre. Desde entonces, cada noche, a la velocidad de la luz, se proyecta dentro de mi cabeza el rollo de película emocional a partir del 5 de enero de 1981.

¿Acaso se debía a que tenía trece años y medio, la edad en la que las necesidades alimentarias son de lo más demencial? El hambre tardó en morir en la boca de mi estómago. Su agonía duró dos meses que me parecieron un largo suplicio. La memoria, en cambio, resultó fácil de meter en cintura.

Después de dos meses de dolor, se produjo finalmente el milagro: el hambre desapareció, dando paso a una alegría torrencial. Había matado mi cuerpo. Lo viví como una victoria asombrosa.

Juliette se volvió delgada y yo esquelética. La anorexia fue una bendición para mí: la voz interior, subalimentada, se había callado; mi pecho volvía a ser plano a las mil maravillas; ya no sentía ni una pizca de deseo por el joven inglés; a decir verdad, ya no sentía nada.

Aquel modo de vida jansenista —nada en todas las comidas del cuerpo y del alma— me mantenía en una era glacial en la que los sentimientos ya no crecían. Fue un respiro: había dejado de odiarme a mí misma.