Mi cuerpo se deformó. En un año crecí doce centímetros. Me salieron pechos, grotescos en su pequeñez, pero ya eran demasiado para mí: intenté quemarlos con un mechero como las amazonas incendiaban uno de sus senos para usar mejor el arco; sólo conseguí hacerme daño. Pospuse aquel problema hasta una fecha ulterior, convencida de que, tarde o temprano, encontraría una solución.

Aquel inusitado crecimiento volvió a sumergirme en el estado vegetal de mis primeros años. No podía más de cansancio. Arrastrarme hasta el bar suponía una proeza: sólo la perspectiva del whisky me permitía conseguirlo. Bebía para olvidar que tenía trece años.

Era inmensa y fea, llevaba un corrector dental. El presidente de Bangladesh, el admirable Zia ur-Rahman, fue asesinado. Bastaba que abandonara el país para que ocurriera algo. El mundo me repugnaba.

Bangladesh se hundió en una dictadura militar. Yo me hundí en la dictadura de mi cuerpo. Birmania, la Albania asiática, vivía en régimen de autarquía. Yo cerré mis fronteras.

A mi padre le afectó profundamente la muerte de Zia ur-Rahman. A mi madre le afectó profundamente el estado larval de sus hijas, y especialmente de la pequeña, que no se movía del sofá.

—Voy a buscar un torno de mano —decía al ver mi enorme cuerpo embarrancado sobre los cojines.

Nos arrastró hasta el club inglés, alegando que allí había una piscina, la cual me importaba un bledo. Allí me ocurrió una terrible desgracia: un joven inglés de quince años, delgado y delicado, se lanzó al agua ante mis ojos, y sentí que algo se desgarraba dentro de mí. Horror: deseaba a un chico. Sólo me faltaba eso. Mi cuerpo me había traicionado.

Es cierto que el inglés tenía el pelo negro y largo, la tez pálida, los labios rojos y era de complexión delgada, pero no por ello dejaba de ser un chico. Deshonra absoluta. Empecé a seguirle a todas partes con el fin de que se fijara en mí. No lo hizo. Lo comprendía: no era digna de ser mirada. El remedio a aquella repugnante situación estaba seguramente en los libros. Leí Fedra con una exaltación sin límites: yo era Fedra, él era Hipólito. El verso raciniano le sentaba bien a mi excitación febril. Pero no por ello dejaba de ser una predisposición lamentable.

Decidí no presumir de ello.

En lo más profundo de mi insustancialidad hormonal, sólo reinaba el caos. De noche, me levantaba para ir a la cocina a pelear contra unas piñas: había observado que el exceso de dicha fruta me hacía sangrar las encías y necesitaba ese combate cuerpo a cuerpo. Cogía un cuchillo grande, atrapaba la piña por la cabellera, la despellejaba con algunos cortes y la devoraba hasta el corazón. Si las primeras sangres seguían sin derramarse, despedazaba otra: llegaba el momento excitante en el que veía la carne amarilla inundada con mi hemoglobina.

Aquella visión me enloquecía de placer. Devoraba el rojo en el corazón del oro. El gusto de mi sangre mezclada con la piña me aterrorizaba de voluptuosidad. Comía a marchas forzadas y sangraba todavía más. Era un duelo entre las frutas y yo.

Estaba condenada a perder, salvo que estuviera dispuesta a dejar hasta mi última gota de sangre. Interrumpía aquella lucha singular cuando sentía que mis dientes estaban a punto de caer. La mesa de la cocina era un ring en el que subsistían enigmáticos vestigios.

Aquella Ilíada frutal enjugaba un poco mi rabia.