Cumplí trece años en Birmania. Era el país más hermoso del mundo y resultaba insoportable darse cuenta de ello a la edad en la que era menos capaz de estar a su altura. Cinco años antes o cinco años después habría podido enfrentarme a tan intenso esplendor. A los trece años, simplemente no podía digerirlo.
Leí El pabellón de oro, de Mishima. Yo era ese monje desgraciado que le toma odio a la belleza. Sólo conseguía conmoverme si me imaginaba a mí misma destruyéndola. Contrariamente al bonzo pirómano, yo nunca habría tenido el valor de pasar a los hechos: me conformaba con incendios mentales. Gracias a ellos, el esplendor que me rodeaba me era revelado.
Los padres nos llevaron a Pagan, que era todavía más espléndido que Kioto; la antigua ciudad de los templos era simple y llanamente el lugar más sublime de este planeta. Me vine abajo. Afortunadamente, me enteré de que uno de los ingredientes de aquel paisaje lunar había sido un cataclismo incendiario: eso hizo que el lugar me resultara más soportable. Cuando las suntuosas pagodas me agobiaban en exceso, mi espíritu las devolvía a las antiguas llamas y, de repente, disfrutaba con ellas.
Tenía la sospecha de que Juliette compartía mi turbación.
—Es demasiado hermoso —decía ella.
Esa manera de hablar se ha transmitido a través del idioma y, sin embargo, tanto en boca de mi hermana como en la mía, había que tomarla al pie de la letra: aquel exceso nos oprimía. Tanta belleza requería un sacrificio y sólo nos teníamos a nosotras para sacrificar —o la belleza incriminada—. «Era ella o yo», legítima defensa. Por otra parte, Juliette también leía El pabellón de oro, ávidamente, sin comentario.