Dentro de mi cabeza, la dislocación actuaba. La nueva voz era tan fuerte que, en adelante, impedía engañarse a sí mismo. Hasta entonces, mi relato interior, mezcla de realidad y fantasmagoría, no había sufrido interrupción alguna: acompañaba mis más mínimos gestos, mis más mínimos pensamientos. En adelante, cuando intentaba recuperar aquel hilo narrativo, la nueva voz se interponía y sólo admitía el anacoluto.
Todo se convirtió en fragmento, rompecabezas en el que cada vez faltaban más piezas. El cerebro, que hasta entonces había sido una máquina de fabricar continuidad a partir del caos, se transformó en un mecanismo de triturar.