Comparada con Bangladesh, la vecina India era Jauja. Para quien viniera de Dacca, Bombay hacía pensar en Nueva York y Calcuta en Nueva Orleans. Allí, sin embargo, la miseria resultaba más impactante a causa del hinduismo, que reforzaba las exclusiones. Por aquel entonces, en Bangladesh reinaba un islamismo moderado, admirable en su igualitarismo.

Éramos los únicos seres humanos del planeta en ir a Calcuta, la ciudad más cercana de la frontera, con el objetivo de buscar alimentos. Por pocos que hubiera en esa ciudad infernal, aquello nos parecía la abundancia.

Subimos hasta Darjeeling, cuya nostálgica belleza me dejó estupefacta. De tanto contemplar el Everest bebiendo té, la tentación himalaya ganó la partida: nos fuimos una semana al Nepal.

Un país en el que te pasabas el día levantando la cabeza hasta el cielo para poder contemplar cimas de una altitud inverosímil estaba hecho para mí. Pero a nivel humano, era otra cosa.

Una visita me impactó más violentamente que todo lo que había visto hasta entonces sobre este planeta: el templo de la Diosa Viva. Dicha diosa era una niña que los brahmanes elegían en el momento de nacer en función de miles de criterios astrológicos, kármicos, sociales, etc. Inmediatamente, el bebé accedía al rango de divinidad y, como tal, quedaba, por así decirlo, empotrada en la misma materia del templo. Encajada en su trono, la pequeña crecía suntuosamente alimentada, floreciente y honrada por sacerdotisas, sin aprender a andar. Los únicos movimientos a los que tenía derecho consistían en agitar objetos del culto. Aparte de las vestales, nadie estaba autorizado a levantar la mirada hacia ella.

Sólo una vez al año, el día de la procesión, en el que la Diosa Viva era transportada sobre un palanquín gigante por la ciudad en la que las masas se acercaban a mirar, aclamar y rezar por la niña, para quien aquélla era la única ocasión de ver el mundo real. Entonces era fotografiada con gran profusión. De noche, se reintegraba al templo, cuyos cuarterones volvían a cerrarse hasta el año siguiente.

Estas maniobras duraban hasta que la niña cumplía doce años. El día de su aniversario, perdía su estatus de divinidad y de repente se le rogaba que se marchara con la música a otra parte.

Soltaban en plena naturaleza a una niña obesa, incapaz de utilizar las piernas y cuya familia había perdido el recuerdo de su existencia. Nadie parecía preocuparse por el porvenir de aquel nuevo ser humano.

En el exterior del templo podían verse, clavadas con chinchetas y en calidad de exvotos, numerosas fotografías de la Diosa Viva actual a distintas edades. Era asombroso comprobar cómo, año tras año, la graciosa niñita se iba metamorfoseando en una especie de gusano de seda hinchado de grasa. También había viejas instantáneas de Diosas Vivas precedentes, espantoso desfile de niñas a cual más gorda, y que, más allá de los doce años, dejaban de existir. Uno no podía dejar de preguntarse qué parte de su vida era peor: antes o después de la edad fatídica.

Yo tenía doce años cuando visité el templo de la Diosa Viva. Decir que me sentí trastornada es decir poco. Afortunadamente, mi destino no tenía nada en común con el de aquella niñita nepalí, pero algo en mi corazón se sentía muy identificado con ella.

Curiosamente, desde que tenía uso de razón, siempre había sido consciente de que crecer es decrecer y que esta pérdida perpetua incluiría grados atroces. El templo de la Diosa Viva me puso frente a frente con una verdad que era la mía desde el comienzo de mi vida: que a los doce años, las niñas eran rechazadas.