Seguía siendo un tubo pero, en mi espíritu, se iniciaba ya la dislocación de la adolescencia.
Una nueva voz habló dentro de mí y, sin amordazar a las precedentes, fue la interlocutora definitiva que me acostumbró a pensar a dos voces. Sin dejar de reír, nunca dejó de señalarme el horror de las cosas.
Hacía tiempo que la hermana Marie-Paule imploraba la ayuda belga para su leprosería. Mi padre hostigó al ministerio y a sus fundaciones: acabaron anunciándole la llegada de dos religiosas flamencas dispuestas a dedicar su vida a Jalchatra.
Papá fue a recibirlas al aeropuerto de Dacca; almorzaron en el búnker antes de ser conducidas a la selva. Las esperábamos con la curiosidad que suscitan los sacrificios: ¿quién demonios podía ofrecerse voluntario para abandonar su cómodo convento de Flandes y entregar algo más que su existencia a los tormentos de una leprosería bengalí? ¿Qué misterio humano se escondía bajo tan increíble oblación?
El jardinero les abrió la puerta. Aquel musulmán estupendo, que vestido debía de pesar cincuenta kilos, adoptó la actitud defensiva de un perro y empezó a temblar. Le costó echarse a un lado para dejar paso, nunca tan necesario, a dos criaturas tan enormes que había que abrir los ojos de par en par para verlas enteras. Aquellas dos hermanas, que no lo eran entre sí, eran gemelas en obesidad.
La hermana Lies y la hermana Leen tenían veinticinco años. Se les habría podido atribuir cualquier edad. Su gemelidad adquirida se veía reforzada por su uniforme y por sus maletas de monja. Su rostro era una hinchazón rellena de amabilidad.
Mi madre fingió no haberse fijado en su particularidad y, muy civilizadamente, les dio conversación. Entonces nos dimos cuenta de que la hermana Lies y la hermana Leen, que no habían salido nunca de su pueblo de Flandes Occidental, hablaban un dialecto incomprensible. Su idioma evocaba los temblores de la tapa de una cazuela en la que estuvieran hirviendo patatas.
Mis padres se miraron con expresión de preguntarse de qué modo la hermana Marie-Paule acogería a las reclutas. Después de la comida, amontonamos a los dos personajes dentro del coche y encontramos un pequeño sitio para nosotros. Era la primera vez que tenía ganas de ir a Jalchatra: no quería perderme la escena del desembarco. En el interior de mi cabeza, la nueva voz disfrutaba de lo lindo: «Míralas, el más mínimo traqueteo del vehículo provoca un seísmo de grasa, ahora te darás cuenta de que para querer dedicar tu vida al bien hay que tener problemas de verdad».
Al llegar, la hermana Lies y la hermana Leen fueron propulsadas fuera del coche. Miraban con admiración la selva que les cambiaba tanto de su biotopo flamenco. La hermana Marie-Paule llegó como un general. Ni siquiera se fijó en las dimensiones de las religiosas y se las llevó inmediatamente, clamando que un trabajo monstruoso las esperaba.
Fue un milagro. La hermana Lies y la hermana Leen resultaron ser unas supermujeres. Llevaron a cabo un trabajo sobrehumano y salvaron a cientos de leprosos. Nunca abandonaron Jalchatra y no adelgazaron ni un solo gramo.