Con motivo de mi decimosegundo aniversario, me regalaron un elefante: uno de verdad. Por desgracia, sólo durante veinticuatro horas.
Pero durante veinticuatro horas, el elefante fue mío. Me subí a su lomo con el cornaca y allí pasé todo el día de mi cumpleaños. A través de la ciudad, me miraban como se mira a una reina.
Vivida desde lo alto de un elefante, la vida mejoraba. Allí arriba uno adquiría una majestad, una altura, un capital de admiración. Si por mí hubiera sido, habría permanecido allí hasta el fin de los tiempos.
De regreso al búnker para merendar, Juliette se unió a mí sobre el ancho lomo con el pastel y las doce velas. Al cornaca y al elefante también les tocó su parte, pero el animal no se mostró demasiado interesado por aquella tarta. Para su merienda, arrancó un banano y se lo zampó entero, luego se tragó la manguera del jardinero, que mantuvo en su gaznate el tiempo suficiente para llenarse de líquido (cuarenta minutos).
Un regalo de cumpleaños tan sublime me pareció un mal presagio. Intentaba razonar aquella superstición. La verdad es que no me sentía feliz de cumplir doce años. Era el último aniversario infantil.