Se había convertido en un gag: a cualquier hora del día podías estar seguro de encontrarnos, a Juliette y a mí, desplomadas en el sofá, leyendo. La única trashumancia consistía, por la noche, en llegar hasta la cama.

En aquella época, Bangladesh intentaba practicar la democracia. El valiente presidente Zia ur-Rahman quería desmentir el tópico según el cual la extremada miseria engendraba la dictadura. Se esforzaba para que su país fuera una república digna de tal nombre. Apelando a su deseo de libertad de prensa, promovió la existencia no sólo de un periódico independiente sino de dos rotativos independientes, con el fin de que hubiera debate. Así nacieron el Bangladesh Times y el Bangladesh Observer.

Por desgracia, tan nobles intenciones tuvieron un resultado asombroso: cada mañana, cuando aparecían ambos periódicos, uno se daba cuenta de que, palabra por palabra, coma por coma, foto por foto, eran la réplica el uno del otro. Por más que se investigó, no se encontró una explicación. Y la maldición periodística continuó.

El domingo por la noche, a mi hermana y a mí se nos constreñía a escribir una carta a nuestro abuelo materno, que vivía en Bruselas: el correo saldría a la mañana siguiente por valija diplomática. Se nos entregaba una hoja en blanco con la misión de rellenarla. Era terrible: no teníamos nada que decir. «¡Vamos, un poco de buena voluntad!», insistía nuestra madre.

Juliette ocupaba un extremo del sofá, yo el otro. Sin ayudarnos mutuamente, escarbábamos en nuestras cabezas, a la búsqueda de algo: acabábamos por encontrar palabras que escribíamos con la letra más grande posible con el fin de ocupar más superficie. Al final de la página, estábamos agotadas. Papá recogía nuestras copias y se las llevaba a su habitación.

Lo escuchábamos gritar de risa. A nuestras cartas las llamaba el Bangladesh Times y el Bangladesh Observer; y cada semana volvía a producirse el milagro, que si bien era menos extraordinario que la traducción de la Biblia por los Setenta, no por ello dejaba de ser menos edificante: palabra por palabra, coma por coma, mi hermana y yo no dejábamos de escribir rigurosamente la misma carta, idénticas la una de la otra. Nos sentíamos humilladas.

Sin saberlo, quizás estábamos aportando una explicación al misterio periodístico de Bangladesh: si dos seres distintos intentaran comentar la actualidad de un país, una fatalidad verbal les haría escribir textos de una perturbadora similitud.

Al menos, claro está, que esos dos seres no fueran distintos. En el caso del Bangladesh Times y del Bangladesh Observer, no teníamos ni idea; en el de Juliette y mío, empezábamos a tener nuestras dudas.

Nos separaban dos años y medio. Mi hermana siempre había sido muy diferente a mí en muchos aspectos: mucho más dulce, más soñadora, más guapa y más artista que yo, Juliette era la encarnación de la poesía. De hecho, era escritora: creaba poemas, novelas y tragedias de una gracia incomparable. Yo era una mística: cuando mi descreída hermana me sorprendía rezando, gritaba de risa. Parecía imposible confundir a esas dos personas.

Y, sin embargo, sí. En Bangladesh se inició nuestro proceso de identificación. No lo habíamos ni decidido ni observado. Vivir a dos en el mismo sofá favoreció ese fenómeno. Crecíamos sobre el modelo del doble.