Juliette y yo íbamos por el mal camino. Papá nos habló con firmeza: nos rogaba que corrigiéramos nuestra actitud. No debíamos olvidar que aquí, cualquiera habría querido estar en nuestro lugar. Debíamos cerrar la puerta a nuestros estados de ánimo. Siempre se había sentido orgulloso de nosotras y esperaba que eso no cambiara.
—La vida continúa —dijo.
Aquella última frase era un salvavidas al que intenté agarrarme. Pensaba en mis favoritas y les escribí a cada una una larga carta rebosante de entusiasmo. No intentaba hablarles de Bangladesh: no encontraba las palabras para hacerlo. Les dije que disfrutaran de Nueva York.
Juliette y yo no hacíamos más que leer. Tumbadas la una contra la otra en el sofá, leíamos ella Diálogos de animales, yo, El conde de Montecristo. Resultaba extraordinario pensar que existía un universo en el que unos animales sobrealimentados mantenían sofisticadas conversaciones y en el que uno podía dedicar su vida a envites tan suntuosos como la venganza.
Salíamos cada vez menos; nuestros padres nos lo reprochaban. Nos escudábamos en el calor. Papá, que empapaba cuatro camisas al día, dijo que no veía cuál era el problema.
—Sois unas señoritas.
Juliette aceptó el veredicto. Yo, dolida, decidí irme al frente para demostrar mi valentía. Monté en mi bicicleta y me lancé a toda velocidad a través del barullo hasta el centro de la ciudad, donde estaba el gran mercado. Allí había un amplio muestrario de moscas; dabas una palmada, una bandada de insectos salía disparada y uno descubría la maloliente carne que vendía el carnicero.
En cuanto al farmacéutico, era un leproso que tenía tres dedos en la mano derecha y, quizá para compensar, seis dedos en la mano izquierda. Si le pedías aspirinas, abría un cajón, sumergía su muñón mejor provisto de falanges y te tendía un puñado de comprimidos.
Las personas que no estaban demasiado corroídas por las enfermedades eran muy hermosas. La delgadez enaltecía sus rostros. Algo violento brillaba en su mirada. La ropa, reducida a la mínima expresión, desvelaba unos cuerpos enjutos.
Un clamor llegó procedente de la carretera principal. Arrastrada por la corriente humana, me dirigí hacia allí, preocupada por no soltar mi bici. Un tipo había sido atropellado por un coche que le había arrollado la cabeza. Su cráneo había explotado. A su lado, su cerebro relucía al sol.
A punto de vomitar, salté sobre la bicicleta y huí. No quería ver nada nunca más.
En el búnker, me reuní con mi hermana en el sofá. Ya no lo abandoné.