Inge no abandonaría Nueva York. Insistía en permanecer en el lugar de su desgracia.
Ella fue la que nos llevó, en un terrible día del verano de 1978, al aeropuerto.
Yo me sentía despavorida de sufrimiento. No era la primera vez en mi vida que se producía el apocalipsis. Pero para semejantes desgarramientos no existía ningún mecanismo de costumbre, sólo una acumulación de dolores.
Fue necesario separarme a la fuerza del abrazo de Inge. Desde el otro lado del cristal, las favoritas me mandaban besos. Mi espanto no sabía por dónde empezar.
Juliette me cogió la mano. Su sentimiento de horror era idéntico al mío, yo lo sabía.
Avión. Despegue. Desaparición de Nueva York en la lejanía. Jamás. Nueva York súbitamente anexada al país de nunca jamás. Tantos escombros dentro de mí. ¿Cómo vivir con tanta muerte?
Mi hermana, astuta, me enseñó un pequeño frasco que guardaba dentro de su bolso.
—Es agua de Kent Cliffes.
Ante semejante tesoro, mis ojos se abrieron de par en par. Kent Cliffes era el lugar en el que Juliette y yo habíamos vivido nuestras noches más hermosas. Agua de Kent Cliffes, era la magia en estado puro. Aquel elixir nunca nos abandonaría.