Diez años: la mayor edad de mi vida, la madurez absoluta de la infancia. Mi felicidad sólo podía compararse con mi angustia: podía oír el lejano tañido de las campanas tocando a muerte. Aunque los sordos ruidos de la pubertad todavía no eran audibles, los siniestros rumores de la salida sí empezaban a definirse.

Aquél sería el último año en Nueva York. Sólo doce meses. Ya ese gustillo a muerte asomando en el sabor de las cosas, haciéndolas tan sublimes y tan desgarradoras. Las orquestas de la futura nostalgia afinaban ya sus instrumentos.

A mi padre le comunicaron que el próximo verano sería destinado a Bangladesh. Era la primera vez en su vida que sería embajador. Se alegró, tanto más cuanto que eso suponía abandonar la ONU, que tan aburrida le resultaba.

Sin haber estado nunca, sabíamos que Bangladesh, el país más pobre del mundo, sería lo contrario que Nueva York. En prevención, multipliqué por dos mis dosis de whisky. Nunca se es lo bastante precavido.

Me había acostumbrado en grado sumo a la idea de que la existencia sería un largo alborozo alcoholizado, rebosante de bailarinas, animado con espectáculos musicales, con los rascacielos de Manhattan como único horizonte.

Prefería no pensar en la miseria extrema del que sería mi próximo país.

De común acuerdo, Juliette y yo nos entregamos al desenfreno. En las precedentes celebraciones de Halloween, nos habíamos disfrazado convencionalmente de brujas o de geishas. Aquel año, con motivo del último Halloween de nuestra vida, Juliette se caracterizó de templario fin de siècle y yo de pagoda marciana. Caminamos por las oscuras calles gritando cánticos bárbaros y atacando a los desconocidos con nuestros sables.

Juliette decretó que era necesario dilapidar en Nueva York nuestros escuálidos ahorros.

—En Bangladesh no habrá nada que comprar —previno ella.

Nuestras huchas fueron rotas para ir de bares a beber Irish coffees, whiskies sour on the rocks, cócteles de nombres difíciles. En el apartamento, nos rematábamos con chartreuse verde, que mi hermana denominaba fastuosamente absenta. Inge nos ofrecía cigarrillos que multiplicaban por cinco nuestras melopeas. En el Liceo, tenía resaca.

—Qué buena vida —nos decíamos mutuamente.

Abandonar Nueva York también significaba abandonar a mis favoritas. Redoblé mi pasión por Marie y Roselyne. Nos juramos amor eterno, hicimos pactos de sangre, de uñas, de cabellos.

Como ocurre en las óperas, nuestras despedidas duraron meses. No dejábamos de celebrar nuestro fervor, de hablar del horror de nuestra futura separación, de enumerar los sacrificios que estaríamos dispuestas a hacer unas por otras («cuando ya no estés aquí, dejaré de comer helado de pistacho»), de encontrar en la literatura pasajes tan conmovedores para describir la inminente tragedia («… que el día empiece y que el día termine…»), de entrecruzar nuestros tobillos debajo de los bancos, en clase.

Marie y Roselyne me aseguraron que se convertirían en mis desconsoladas esposas. A juzgar por lo que decían, llevarían luto por mí y se cubrirían la cabeza con mis cenizas. En mi mansedumbre, me preocupaba por su dolor futuro: para consolarlas de la atrocidad de una vida sin mí, les sugería que se amaran la una a la otra. Así, con la persistencia de su unión, honrarían mi memoria.

Todas aquellas barbaridades las decía en serio.

Le hablaba a mi madre del infinito calvario en el que, después de mi marcha, se convertiría la existencia de mis dos favoritas. A manera de respuesta, mamá me llevó a ver Così fan tutte. Me encantó, pero no entendí el mensaje. Y es que yo me disponía de verdad a amarlas para siempre.

Una noche, mientras me saciaba con una crisis de potomanía mediante la absorción de un enésimo litro de agua, mi madre, que asistía en silencio a aquel espectáculo recurrente, detuvo mi gesto:

—Basta.

—¡Tengo sed!

—No. Acabas de tragarte quince vasos de agua en cuatro minutos. Vas a explotar.

—No voy a explotar. Me muero de sed.

—Se te pasará. Para ya de una vez, ahora.

Experimenté dentro de mí un tsunami de rebelión. La embriaguez provocada por el agua era mi placer místico, y no perjudicaba a nadie. Ninguna otra experiencia me colmaba hasta ese punto, y me demostraba la existencia de una generosidad realmente inextinguible. En un mundo en el que todo se contaba, en el que las porciones más incongruentes todavía parecían tener su origen en una u otra forma de racionamiento, el único infinito fiable era el agua, grifo abierto conectado a una fuente eterna.

No sé si la potomanía era una enfermedad de mi cuerpo. Yo más bien la identificaría con la salud de mi alma: ¿acaso no era la metáfora fisiológica de mi necesidad de absolutos?

Sin duda, mamá temía que mi vientre explotara: eso era desconocer la naturaleza infantil que me hacía asemejarme al tubo. Mi tubería era tan rápida que, cinco minutos después de una crisis, me instalaba en los servicios para un pipí de diez minutos sin interrupción que hacía gritar de risa a Juliette y que contribuía a que la existencia fuera más placentera.

Fue de cólera por lo que exploté. Intentaban separarme del agua, mi elemento. Querían mantenerme al margen de mi propia definición. Una barrera interior cedió, arrastrando torrentes de furor.

Enseguida me calmé. Con esa pasión ocurriría lo mismo que con todas las demás: la viviría en la clandestinidad, esa vieja amiga que permitía las golosinas, el alcohol y los insospechables excesos de una niñita belga.

La lista de comportamientos que exigían ser escondidos ya era bastante larga.