Durante el verano mi padre nos llevó en su Dodge a visitar el Oeste americano.

Yo creía conocer el sentido de la palabra «grande». Uno tiene que haber recorrido los Estados Unidos en coche para empezar a entrever en qué consiste la grandeza: días enteros de carreteras en línea recta sin ver a un solo ser humano.

Desiertos infinitos, campos tan enormes que parecían no ser cultivados por nadie, praderas hasta perderse de vista, montañas hasta perderse de altura, puebluchos hasta perderse de humanidad, moteles habitados por zombis, árboles tan viejos que nuestra vida carecía de valor, California y, por el aniversario de mis diez años, San Francisco, que amé inmediatamente con toda mi alma. Esa ciudad estaba hecha para mí, con sus desniveles irracionales, el Golden Gate Bridge y las reminiscencias de Vértigo en cada esquina.