La vida neoyorquina proseguía con su incesante cortejo de ebriedades.

Era un alborozo de largo recorrido, pero Juliette y yo ya habíamos entendido la ley: sólo duraría un tiempo. Tan pronto como lo decidiera el Ministerio belga de Asuntos Exteriores, iríamos allí donde nos mandaran.

Así pues, era necesario emborracharse lo más posible. Allí donde nuestro padre fuera destinado en adelante, a la fuerza sería un país menos delirante, y seguramente habría menos whisky y salidas nocturnas.

Me enamoré de una bailarina, Susan Farrell, estrella de Nueva York en aquella época. Tenía un encanto pavoroso. No me perdía ninguno de sus ballets. Una noche, la esperé en el camerino para comprar las zapatillas que acababa de llevar: ante mis ojos enamorados, se las quitó de sus pies menudos, me las firmó y me dio un beso.

Me di cuenta de que, pese a mis nueve años, calzábamos el mismo número: de tanto practicar puntas, Susan Farrell debía de haber encogido sus dedos de los pies. Devotamente, no llevaba más calzado que aquellas zapatillas. En el Liceo, me desplazaba sobre las puntas. Los chicos de la clase afirmaron que aquélla era la prueba definitiva de mi desarreglo mental.

En el momento de atar alrededor de mis tobillos las cintas de Susan Farrell, experimentaba, por decirlo de algún modo, el apretón de sus pies contra los míos, me estremecía de éxtasis.

Escuchaba a la profesora mirándola fijamente a los ojos, fingiendo la más recomendable de las atenciones. Durante ese tiempo, sólo pensaba en mis dedos de los pies, en una situación idéntica a la de mi Egeria. Mi placer era infinito.