La muerte contenida dentro de la vida me asustó.
Para calmarme, exigí demasiado amor. Como un señor feudal en plena Edad Media, agobiando con impuestos a su pueblo exangüe, reclamé de mis favoritas inhumanos tributos amorosos: las obligué literalmente a arrodillarse.
Ellas consintieron de buen grado, pero sus ofrendas nunca me parecían suficientes. Inge había muerto y ya no podía darme amor. Entonces me fijé en la más sublime de las mujeres: mi madre.
Me colgué de su cuello.
—Mamá, quiéreme.
—Te quiero.
—Quiéreme más.
—Te quiero muchísimo.
—Quiéreme todavía más.
—Te quiero tanto como pueda uno llegar a querer a su hijo.
—¡Quiéreme más que todo eso!
De repente, mi madre vio al monstruo que se abrazaba a ella. Vio al ogro que había criado, vio el hambre personificada, con sus ojos gigantescos, que exigían una satisfacción fuera de toda norma.
Inspirada sin duda por las fuerzas oscuras, mi madre pronunció unas palabras en las que algunos verían crueldad, pero que eran de una firmeza indispensable y que, en adelante, desempeñarían un papel capital en mi existencia:
—Si quieres que te quiera un poco más, sedúceme.
Aquella frase me indignó. Rugí:
—¡No! ¡Tú eres mi madre! ¡No tengo que seducirte! ¡Tú tienes que quererme!
—Eso no existe. Nadie tiene que querer a nadie. El amor, uno se lo gana.
Me derrumbé. Era la peor noticia que había oído nunca: tendría que seducir a mi madre. Tendría que merecer su amor y todos los demás amores.
Así pues, no bastaba con aparecer y exigir ser amada. Así pues, yo no tenía esencia divina. Así pues, las dosis faraónicas de amor que yo exigía no eran legítimas. Aquella avalancha de así pues hizo que me viniera abajo.
Seducir a mi madre: no sería moco de pavo. ¿Cómo hacerlo? Ni idea.
Peor aún: en adelante habría que merecer el amor. Me sentía como la familia real inglesa al enterarse de que tendría que pagar impuestos: ¿cómo? ¿Ahora resultaba que no tenía derecho a todo por mi cara bonita?
Por si eso fuera poco, era perfectamente consciente de que necesitaría demasiado amor: no me conformaría con la porción congrua. Iba a tener que merecer dosis incongruentes de amor. En pocas palabras, iba a tener que emplearme a fondo y pasarlas canutas.
Tenía toneladas de trabajo por hacer. Y fui consciente de algo que se me reveló entonces y que no dejó de revelarse en adelante: en la vida, iba a tener que cansarme.
Aquella idea me agotó de antemano.
Afortunadamente, estaba Juliette. Con ella el exceso era absoluto, incondicional.
Era admirable. Escribía poemas rebordeados con adjetivos incomprensibles. Siempre llevaba flores en sus largos cabellos. Se maquillaba los ojos y su boletín de notas. Se hacía querer por los caballos. Cantaba sin desafinar. Se había batido en duelo con un tipo de su clase que le había seccionado el dedo. Hacía saltar y dar vueltas en el aire las crepes que cocinaba. Era impertinente con los adultos.
No dejaba de deslumbrarme.
Mis padres la elogiaban porque leía a Théophile Gautier. Vi allí un filón para seducir a mi madre.
Decidí leer libros de un nivel superior a los de mi edad. Leí Los miserables. Me encantó. Cosette perseguida por los Thénardier, resultaba deleitable. La persecución de Jean Valjean por Javert me fascinaba.
Había leído para que me admiraran. Leía y descubría que admiraba. Admirar era una actividad exquisita, eso producía picores en las manos y facilitaba la respiración.
La lectura era el lugar privilegiado de la admiración. Me puse a leer mucho para poder admirar a menudo.