Regreso a Nueva York para el nuevo curso escolar.
Los amores de Inge con Clayton Newlin no habían progresado ni un ápice. Mi madre le aconsejó que hablara con él, que intentara dar el primer paso.
—Nunca —respondió la joven con orgullo.
Pasábamos mucho tiempo juntas. Me encantaba mirarla. Ensayaba modales delante del espejo, yo los comentaba. Poco le faltó para ponerse un vestido de noche para bajar al piso de la laundry a lavar la ropa.
Cualquier pretexto era bueno para ir a meter ropa en la máquina. Pretendía tener la capacidad de pronosticar cuándo iría Clayton Newlin. Cuando lo veía, cambiaba. Su rostro se paralizaba.
No sé cuántas veces tomamos el ascensor con Clayton Newlin. Aquella situación se estaba volviendo obsesiva: ella, él y yo, en un ascensor. Ella devorándolo con los ojos, él sin verla, yo asistiendo, impotente, a la escena.
Una noche, se produjo el milagro.
Inge y yo habíamos saltado dentro del ascensor al mismo tiempo que el fabuloso soltero. Ocurrió entonces algo formidable: yo me convertí en Clayton Newlin. De repente, mis ojos se abrieron y vi. Vi, delante de mí, a la chica más bonita del universo, que me miraba, jadeante de amor. Yo era un hombre del que una mujer sublime estaba locamente enamorada: yo era Dios.
Aquel zopenco de Clayton Newlin quizá nunca se habría fijado en ese prodigio si yo no me hubiera convertido en él. Él, sin embargo, no era del todo yo, ya que no se arrodilló ante ella ni le pidió que se casara con él. Pero por fin descubrimos la voz de Clayton Newlin: le propuso a Inge cenar con él.
Tenía una bonita voz. El instante tan ansiado había llegado.
Yo era los ojos del americano, veía a la joven pasmada, adivinaba que su corazón dejaba de latir, me convertía en su vida, aquel ascensor era un jardín, una pequeña serpiente cogía la mano de la enamorada, era el momento más importante de la Historia.
Yo era la niña de nueve años que asistía a la escena entre los dos elegidos, la dama de mis pensamientos, la Inge de los veinte años de pura perfección, y el hombre de sus pensamientos, a quien yo cedía mis poderes, sin duda alguna el bienaventurado del día.
Inge ya no tenía voz, ella era sus ojos, merecía la pena ser Clayton Newlin para ser mirado así —¿acaso la humanidad entera no se redimía por el mero hecho de que una criatura tan celestial le dedicara, aunque fuera por el espacio de un minuto, una mirada así a alguien?
En aquel momento él ya sentía su abrazo, y ella recibía su aliento, voy a contarte un gran secreto, te esperaba desde hace mucho más tiempo que el tiempo que llevo de vida, tantos milenios para llegar hasta ti, para que tus manos se cierren sobre mi rostro; por fin sé cuál es la razón por la que respiro, aunque no esté respirando en este segundo, voy a contarte un gran secreto, es más fácil morir que vivir, ésa es la razón por la que viviré por ti, amor mío, ya que todos los auténticos enamorados citan a Aragon sin saberlo, o fingiendo que no lo saben.
Ley de género: siempre que hay un jardín, un hombre, una mujer, un deseo y una serpiente, hay que esperar un desastre. La catástrofe planetaria tuvo lugar en el ascensor neoyorquino.
Inge recuperó la voz. Una incomprensible frialdad se apoderó de sus ojos y respondió con una palabra repugnante:
—No.
No, no habrá cena con Clayton Newlin, no habrá amor, me has esperado durante milenios y yo te doy plantón, tu abrazo se cerrará sobre el vacío, tu aliento no quemará a nadie, te he esperado desde el Edén pero nada va a ocurrir, así es el soberano deseo de la infelicidad, no te contaré secreto alguno, es más fácil vivir que morir, ésa es la razón por la cual mi vida entera sólo será muerte, cada mañana, al salir del sueño, mi primer pensamiento será que ya estoy muerta, que me he matado diciendo no al hombre que era mi vida, así, sin motivo, sin más motivo que este vértigo que empuja a echarlo todo por la borda, que ese abyecto poder de la palabra «no», ese «no» que se apoderó de mí en el momento crucial de mi existencia, apagad las antorchas, despojaos de vuestros hermosos vestidos, la fiesta terminó antes siquiera de comenzar, cuando ya no haya sol, cuando ya no haya tiempo, cuando ya no haya mundo, cuando ya no haya nada, cuando ya sólo tenga en el corazón este enorme por qué, yo era la que tenía el universo en sus manos y decidí que el universo moriría, pese a que deseaba que viviera, no comprendo qué ocurrió.
Nadie comprendió lo que ocurrió. Inge no comprendió por qué había dicho que no. Aquella palabra me expulsó bruscamente del cuerpo del americano, volví a ser yo y levanté hacia el rostro de la joven unos ojos incrédulos.
Vi el impacto del no entrar en el pecho de Clayton Newlin. Algo gigantesco murió al instante. Reaccionó con mucha dignidad. Articuló simplemente un leve «oh».
Un caso claro de litote: el apocalipsis acababa de producirse dentro de él y su comentario era «oh».
Luego se miró los pies y se calló. No volvimos a escuchar nunca más el sonido de su voz.
El ascensor se detuvo en el piso dieciséis. Inge y yo bajamos. La historia del fin del mundo había tenido lugar en un ascensor neoyorquino, entre el piso menos uno y el piso más dieciséis.
Las puertas automáticas se cerraron sobre las calabazas que acababan de darle a Clayton Newlin.
Cogí la mano helada de Inge y arrastré su cadáver hasta el apartamento.
La joven se derrumbó sobre el sofá.
Durante horas estuvo repitiendo, alelada:
—¿Por qué he dicho que no? ¿Por qué he dicho que no?
La primera pregunta que le hice fue:
—¿Por qué has dicho que no?
—No lo sé.
Mi madre acudió en nuestro auxilio. En pocas palabras convulsivas, volvió a describir el drama.
—¿Por qué ha dicho que no, Inge?
—No lo sé.
No lloraba. Estaba muerta.
Mi madre decidió cambiar el curso de la Historia.
—No es grave, Inge. No vamos a quedarnos así. Usted va a corregir su error. Vaya inmediatamente a llamar a su puerta y dígale que tiene la noche libre, finalmente. Dígale lo que sea, que se confundió con su agenda, invente algo. Sería demasiado estúpido perder una ocasión como ésta por su metedura de pata.
—No, señora.
—Pero ¿por qué?
—Sería mentir.
—Al contrario. Sería restablecer la verdad. Usted le ha dicho que no pensando que sí: ésta era la mentira.
—No, no era una mentira.
—¿Qué era pues?
—Era la voz de la desgracia. Era el destino.
—Venga, Inge, ¡menuda tontería!
—No, señora.
—¿Quiere que vaya a decírselo yo?
—Ni se le ocurra, señora.
—Su historia es para darse con la cabeza contra la pared, Inge.
—Es la vida.
—Todo el mundo puede equivocarse. Se pueden corregir los errores.
—Es demasiado tarde, señora. No insista.
Se mantuvo en sus trece.
Aquella noche descubrí algo terrible: uno puede echar su vida por la borda por culpa de una sola palabra.
Hay que precisar que aquella palabra no era una palabra cualquiera, era la palabra «no», palabra mortal, derrumbamiento del universo. Palabra indispensable, es cierto, pero que desde aquel día en el ascensor neoyorquino nunca he vuelto a pronunciar sin escuchar en mi oído el silbido de una bala. En el Oeste americano, una muesca en la empuñadura de un arma de fuego significaba un muerto: el palmarés de un fusil se leía por el número de muescas. Si las palabras tienen una memoria similar, no hay duda de que la palabra «no» es la que más cadáveres tiene en su activo.
Inge no tardó en ser despedida de su agencia de modelos.
—Es usted demasiado infeliz para ser hermosa —le dijo secamente el reclutador.
Lástima: no necesitaba ningún régimen para mantenerse delgada como un clavo.
Inge continuó viviendo, tuvo hombres y no pretendo saberlo todo sobre su existencia ulterior. Sin embargo, estoy convencida de que lo esencial de su ser murió ante mis ojos, en el ascensor, por culpa de una palabra absurda.
Nunca más la vi sonreír.