Para las vacaciones de verano, los padres inscribieron a los tres hijos en un campo de actividades para la juventud, no muy lejos de la cabaña de Kent Cliffes. Querían someternos a una inmersión en un medio cien por cien americano, con el objetivo de que habláramos el idioma con mayor soltura.

Por la mañana, a las nueve, papá nos llevaba al campamento y no volvería a recogernos hasta las cinco de la tarde. La jornada empezaba impepinablemente por lo más grotesco del universo: el saludo a la bandera.

Todos los niños y los monitores se reunían en la pradera que rodeaba la bandera estadounidense que acababa de ser izada. La oración ascendía entonces del centenar de pechos presentes:

—To the flag of the United States of America, one nation, one…

Aquel blablablá patriótico, en el que incluso las mayúsculas podían identificarse, se perdía en un barullo lleno de fervor. André, Juliette y yo no dábamos crédito a tanta estupidez: no estábamos en Nueva York, estábamos en el bosque americano, donde se cultivaban los auténticos valores.

Mi hermano, mi hermana y yo salmodiábamos a escondidas una letra distinta:

—To the corn flakes of de United States of America, one ketchup, one…

Los monitores nos llamaban los tres búlgaros: eso era lo que habían entendido cuando habíamos revelado nuestra nacionalidad belga. Por otro lado, eran muy amables y se mostraron encantados de tener en su campamento a unos niños de países del Este:

—¡Para vosotros es maravilloso descubrir un país libre!

Había actividades para el buen tiempo y actividades para el mal tiempo. Como el clima era excepcional, dedicábamos varias horas al día a aprender equitación. En las raras ocasiones en las que se dignaba llover, nos enseñaban el arte de fabricar sillas de montar apaches o adornos iroqueses.

El profesor de manufacturas americanas (así se llamaba la disciplina antes citada) se llamaba Peter y se apasionó por mí. Cualquier ocasión era buena para sugerirme el uso de esta o aquella perla en la elaboración de un collar sioux.

—De verdad, tienes un auténtico rostro búlgaro —me dijo en un tono enamorado.

Me lancé en una explicación de mis auténticos orígenes: venía de Bélgica, era el país que había inventado los spéculoos, y allí el chocolate era mejor que en otros sitios.

—La capital de Bulgaria es Sofía, ¿verdad? —preguntó él con ternura.

Ya no volví a insistir.

Peter tenía treinta y cinco años y yo nueve. Tenía un hijo de mi edad, Terry, que nunca me había dirigido la palabra ni yo a él. Una tarde, este monitor le preguntó a mi padre si la noche siguiente podía dormir en su casa con el objeto de jugar con su hijo pequeño: papá aceptó. Aquello me pareció extraño: si Terry me había echado el ojo, lo disimulaba muy bien.

La noche siguiente, Peter me llevó a su casa. En las paredes había mantas para sillas de montar apaches. Su mujer, amable y fea, llevaba joyas cheyenes. Yo miraba la televisión con Terry, que no me dijo palabra, ni yo a él.

La cena fue horrorosa. Habría jurado que las hamburguesas de carne contenían auténtico puré de arañas trituradas. En homenaje a Bulgaria se sirvieron yogures, excusándose de que no fueran más auténticos (palabra apreciada por Peter).

Luego me condujeron a una gran habitación donde no había nada más que una cama. Me pareció extraño no dormir con Terry, pero en el fondo, prefería que fuera así. Me puse el pijama y me acosté.

Fue entonces cuando entró Peter llevando un gran objeto envuelto en una tela. Se sentó sobre la cama, cerca de mí. Muy afectado, levantó la tela y me mostró un casco de soldado:

—Es el casco de mi padre.

Yo lo miraba con educación.

—Murió intentando liberar tu país —dijo temblando.

No me atrevía a inquirir ni de qué país ni de qué intento de liberación hablaba. Me sentía molesta, y me preguntaba qué exigía de mí el protocolo en semejante caso.

¿Debía decir algo así como «Gracias a los Estados Unidos por haber enviado a su padre a morir para intentar liberar mi pobre país»? Aquella situación era ridícula y lo sufría en mi dignidad infantil.

Sin embargo, todavía me quedaba mucho por ver. Peter se quedó mirando fijamente el casco de su padre durante largo rato, luego rompió a llorar y me abrazó repitiendo convulsivamente:

—I love you! I love you!

Me apretaba como un loco. Con la cabeza por encima de su hombro, yo hacía muecas de vergüenza.

Aquello duró mucho tiempo. ¿Qué había que decirle a un tipo que te declaraba algo semejante? Nada, sin duda.

Acabó dejándome sobre la cama. Con el rostro bañado en lágrimas, me miró a los ojos y me acarició la mejilla. Parecía quererme, me habría gustado estar en otra parte. Era consciente de no tener nada que reprocharle, pero experimentaba un apuro considerable. Me dio las gracias, con un tono digno del Actor’s Studio, por haber «compartido este instante» con él.

Luego se marchó, dejándome sola en la habitación.

Pasé una noche de perplejidad. Nunca volví a saber más de él.