Con los hombres, las cosas eran simples aunque de un modo distinto: amarlos o ser amada por ellos era una pura circunstancia del espíritu. Yo amaba a mi padre y mi padre me amaba a mí. No veía en eso la menor señal de complejidad y, además, ni siquiera pensaba en ello.

Que alguien pudiera buscar el amor de un chico me parecía grotesco. Pelear por un estandarte o un Grial tenía sentido: un chico no es ni lo uno ni lo otro. Es lo que no me cansaba de explicarle a Inge. Por desgracia, en este punto estaba atascada.

Junto a eso, reconocía en los chicos toda clase de virtudes; eran mejores compañeros de lucha, jugaban mejor a la pelota, no obstaculizaban las batallas con sus cargantes estados de ánimo y me apreciaban saludablemente por lo que yo era: un adversario.

Había conseguido matar a un tipo de mi clase con la única fuerza de mi mente. Había deseado su muerte durante toda una noche y, por la mañana, la desconsolada maestra nos había comunicado el fallecimiento de aquel alumno.

Quien puede lo más puede lo menos: si había matado a un chico, también podría matar palabras.

Había tres palabras que no soportaba: sufrir, ropa y bañar (esta última me resultaba especialmente odiosa en su forma pronominal). Su significado no me molestaba, la prueba es que sus sinónimos resultaban perfectamente digeribles. Lo que me sacaba de quicio era su sonido.

Empecé odiándolas a muerte durante toda una noche, esperando que la victoria fuera tan fácil como en el caso del tipo de mi curso. Por desgracia, a la mañana siguiente constaté un uso extendido de los vocablos ignominiosos.

Así pues, era necesario legislar. En casa y en el Liceo, promulgué unos edictos desterrando las tres palabras. Me miraron con extrañeza y no dejaron de sufrir, de llevar ropa ni de bañarse.

Con afán pedagógico, les expliqué que también se obtenían resultados igual de buenos con padecer, remojarse y vestirse. Me miraron con perplejidad y nadie cambió nada de su vocabulario.

Enloquecí. Aquellas palabras me resultaban realmente insoportables. La envarada sonoridad del verbo «sufrir» me sacaba de mis casillas. El preciosismo de la palabra «ropa», marcada por ese redoble inicial de la erre, me provocaba deseos de matar. El colmo del horror se alcanzaba con «bañarse», sintagma abstracto que tenía la pretensión de definir lo más hermoso que un ser humano puede alcanzar en este planeta: estar en el agua.

Empecé a tener crisis de rabia cuando alguien las empleaba en mi presencia. La gente se encogía de hombros y persistía en sus extravíos lingüísticos. De mi boca salía espuma blanca.

Juliette declaró que estaba de acuerdo conmigo:

—Esas tres palabras son atroces. Ya no las diré nunca más.

Alguien me amaba en este mundo.

Para las vacaciones de Navidad, a mi hermano le soltaron de su internado belga y vino a pasar dos semanas con nosotros en Nueva York. Se enteró de mis leyes léxicas y, entusiasmado, empezó a emplear los vocablos prohibidos cuatro veces por minuto. Le encantaba observar mis reacciones y afirmaba que me parecía a la protagonista de El exorcista.

Pasados quince días, fue devuelto a su presidio jesuita.

«Éste es el castigo por haberse extralimitado en mis decretos», pensé viéndole partir hacia al aeropuerto.

A fin de cuentas, con los hombres las cosas eran más simples que con las palabras: yo podía asesinar a un chico en una noche de concentración. Contra las palabras, no podía hacer nada.

Me sentía desafortunada: los tres vocablos insostenibles eran palabras de uso común. No pasaba un día sin que tuviera que soportar su aparición; eran las balas perdidas de la conversación.

Si hubiera sido alérgica a los términos «cenotafio», «zythum» o «no obstante» mi vida habría sido menos complicada.

Un día, un responsable del Liceo telefoneó a mi madre.

—Su hija tiene un cerebro superdesarrollado.

—Lo sé —dijo mamá, a quien esa clase de comentarios no conmovían lo más mínimo.

—¿Cree usted que sufre por ello?

—Mi hija nunca sufre —dijo ella rompiendo a reír.

Colgó. Al otro lado del hilo, el buen hombre debió de pensar que pertenecía a una familia de perturbados mentales.

Por lo demás, mi madre estaba en lo cierto: dejando a un lado mis alergias verbales y mis calvarios asmáticos, no sufría. Mi supuesta supercapacidad mental era sobre todo un formidable instrumento de placer: tenía hambre y me creaba universos que, aunque no me saciaran, desencadenaban placer allí donde antes había hambre.