En el Liceo Francés de Nueva York se produjo un fenómeno inquietante: diez chicas se enamoraron de mí. Y yo sólo estaba enamorada de dos de ellas. Se trataba de un problema matemático.
El asunto podría haber quedado en un simple drama de patio de colegio de no haberse producido el acontecimiento cotidiano del cruce de la avenida. Al mediodía, después de la comida conjunta en la cantina, todos los alumnos del Liceo tenían derecho a una hora de recreo en Central Park. Dadas la inmensidad y la belleza de aquel parque, esa hora era el momento más ansiado de la jornada escolar.
Para llegar a aquel sublime lugar, las autoridades exigían que formáramos una larga fila de niños cogidos de la mano, de dos en dos. De ese modo podíamos cruzar la avenida que nos separaba de Central Park sin deshonrar al Liceo.
Así pues, era necesario elegir a alguien a quien coger de la mano mientras cruzabas la avenida. Yo alternaba entre mis dos mejores amigas, la francesa Marie y la suiza Roselyne.
Un día, la caritativa Roselyne me previno de una inminente crisis.
—Hay muchas chicas de la clase a las que les gustaría darte la mano para ir al parque.
—Yo sólo quiero daros la mano a Marie y a ti —respondí yo, implacable.
—Lo están pasando muy mal —objetó Roselyne—. Corinne ha llorado mucho.
Solté una carcajada, ya que las lágrimas derramadas por semejante causa me parecían estúpidas. Roselyne no lo vio con los mismos ojos.
—De vez en cuando deberías darle la mano a Corinne o a Caroline. Sería un detalle por tu parte.
Así proceden algunas favoritas en los harenes, que se acercan para aconsejarle al sultán que honre a las esposas desamparadas; podemos suponer que las mueve únicamente la caridad y la prudencia —ya que su elección puede costarles notables enemistades.
En mi bondad, a la mañana siguiente le anuncié a Corinne que le daría la mano para cruzar la avenida. Y para que así constara, después de la comida, en el momento de formar la fila, me dirigí hacia ella, a disgusto, no sin antes lanzar desesperadas miradas hacia Marie y Roselyne que, ellas sí, no sólo gozaban de mi favor, sino que tenían unas manos suaves y finas, y no esa enorme pezuña de Corinne que me tocaba rellenar.
¡Ojalá todo se hubiera reducido a eso! Fue necesario soportar sobre todo los gritos de alegría de Corinne, que vivió aquel apretón manual como un triunfo y presumió durante todo el día de lo que presentaba como un acontecimiento planetario.
Ya que, durante toda la mañana, no había dejado de anunciar a voz en grito:
—¡Va a darme la mano!
Y se pasó la tarde repitiendo:
—¡Me ha dado la mano!
Creí que aquel ridículo episodio no tendría consecuencias.
A la mañana siguiente, al llegar al Liceo antes de que empezaran las clases, presencié una escena alucinante: Corinne, Caroline, Denise, Nicole, Nathalie, Annick, Patricia, Véronique e incluso mis dos favoritas estaban pegándose a tortazo limpio y con insensata violencia. Los chicos disfrutaban de lo lindo con el espectáculo y opinaban sobre quién iba ganando.
Le pregunté a Philippe qué estaba ocurriendo:
—Es por tu culpa —me contestó risueño—. Al parecer, ayer le diste la mano a Corinne. Ahora todas quieren darte la mano. Las chicas, ¡qué cosa más estúpida!
Lo peor es que tenía razón: las chicas eran de lo más estúpido. Solté una carcajada y me uní al público de los chicos. La idea de que aquel pugilato tenía como causa el deseo de tocar mi mano durante dos minutos y medio me producía júbilo.
Poco a poco, dejó de parecerme divertido. Porque no se limitaban a tirarse de las coletas y a pegarse patadas en las pantorrillas: ¡menuda zurra se estaban dando! Empujón por aquí, dedos en los ojos por allí —en un momento dado, vi cómo una de mis bellezas favoritas iba a salir desfigurada de aquella melé digna del rugby.
Entonces, como si fuera Cristo, levanté los brazos pacificadores e impuse la calma con mi voz.
Inmediatamente, las diez chiquillas se detuvieron y me miraron con devoción. Lo más duro era contener la risa.
—Bueno —dije—, olvidemos lo que ocurrió ayer. En adelante, sólo le daré la mano a Marie y a Roselyne.
Furor en ocho pares de ojos. Insurrección inminente:
—¡No es justo! ¡Ayer le diste la mano a Corinne! ¡También tienes que dármela a mí!
—¡Y a mí!
—¡Y a mí!
—¡No tengo ganas de daros la mano! ¡Sólo se la daré a Marie y a Roselyne!
Éstas me lanzaron miradas de desamparo para que cambiara de opinión y comprendí que se arriesgaban a correr serias represalias. Por lo demás, las otras chiquillas no cejaban en su griterío.
—Ya que os ponéis así —clamé—, voy a instaurar un reglamento.
Cogí una enorme hoja de papel sobre la que anoté un esbozo de calendario de roces manuales para los próximos meses: cada casilla equivalía a un cruce de avenida y escribí, al injusto azar de mis preferencias, los nombres.
—Lunes 12, Patricia. Martes 13, Roselyne. Miércoles 14…
Y así sucesivamente. Los nombres de mis favoritas fueron anotados muchas más veces, porque, de todos modos, bien tenía derecho a imponer mis preferencias. Lo más divertido era la sumisión de aquel harén que, en adelante, adoptó la costumbre de acercarse a consultar el precioso pergamino. Y no era raro tropezarse con una chiquilla que miraba el programa con piedad y suspiraba:
—Ah, a mí me toca el jueves 22.
Todo esto ante la consternada mirada de los chicos, que decían.
—Las chicas, ¡qué cosa más cursi!
Yo les daba toda la razón del mundo. Aunque esa admiración hacia mi persona me pareciera deleitable, no la aprobaba. Si aquellas chicas me hubieran amado por lo que yo consideraba eran mis cualidades, a saber: mi habilidad con las armas, mi excelente grand écart, mi talento para la sissone, mi sorbete de nieve o mi sensibilidad, lo habría entendido.
Pero me amaban por lo que los profesores denominaban pomposamente mi inteligencia y que sólo consistía en una facultad absurda. Me amaban porque era la mejor alumna. Me avergonzaba de ellas.
Lo cual no me impedía desfallecer de alegría cuando cogía la mano de una de mis favoritas. No sabía lo que aquello representaba para Marie y Roselyne —¿una atracción?, ¿una prueba de estatus?, ¿una diversión?, ¿una auténtica ternura?—, sabía lo que representaba para mí. Me habían rechazado lo suficiente en otras épocas para no despreciar el valor de todo aquello.
Lo que me ofrecían, me lo ofrecían en virtud de un sistema que me ponía enferma: la infecta ley del Liceo Francés, que señalaba con el dedo al mal estudiante y que ofrecía a los primeros a la admiración de la asamblea. Yo amaba a aquellas que me hacían soñar, a aquellas cuyos hermosos ojos desintegraban los puntos de referencia, a aquellas cuyas pequeñas manos te llevaban hacia misteriosos destinos, a aquellas que te proporcionaban la exaltación a través del olvido; ellas, en cambio, amaban a las que tenían éxito.
En casa, las cosas no eran muy distintas. Amaba con un amor auténtico a mi excesivamente hermosa madre, que me amaba, es cierto —y sin embargo sentía que aquel amor no era de la misma naturaleza. Mamá encontraba su orgullo en esa cosa hueca llamada mi inteligencia, elogiaba lo que denominaba mis triunfos: ¿acaso aquellos prestigios eran yo? Yo no lo creía. Yo me reconocía en mis sueños y en los sufrimientos de mis noches de asma, en las que me creaba visiones sublimes para huir del sofoco: mi boletín de notas no era mi carnet de identidad.
Amaba con un amor auténtico a la celestial Inge, que me amaba, sí —pero, una vez más, ¿a quién amaba ella? Amaba a la divertida chiquilla que le escribía poemas y que le declaraba su pasión con un énfasis cómico. ¿Aquellas expansiones eran yo? Lo dudaba.
Amaba con un amor auténtico a la exquisita Juliette —oh, maravilla, ella me amaba igual que yo la amaba, sin condiciones, me amaba por lo que yo era, dormía a mi lado y me amaba cuando tosía por la noche: había sitio en este mundo para un amor de verdad.