Mis padres alquilaban, a una hora y cuarto de coche de Nueva York, una cabaña de madera perdida en pleno bosque en la que pasábamos los fines de semana y parte de las vacaciones. América tiene eso de formidable: a la que abandonas la ciudad, enseguida estás en ninguna parte; dos segundos antes había edificios y dos segundos más tarde ya no hay nada. La naturaleza se entregaba de un modo increíble a sí misma. Nada la balizaba. Uno desembarcaba en la nada con la sensación de estar a miles de miles de cualquier forma de civilización.

Inge se negaba a poner los pies en ese lugar: si por fin había abandonado su pueblo belga, no era para volver al bosque —eso sin contar que no podía perderse el momento en el que Clayton Newlin se decidiría a llamar a su puerta.

A Juliette y a mí nos volvía locas aquel lugar llamado Kent Cliffes. Dormíamos en un cuartito desde el que oíamos ruidos tan fuertes de animales nocturnos y crujidos de árboles que nos apretábamos muy fuerte la una contra la otra en la cama, aterrorizadas por la alegría.

Nos lavábamos juntas bajo una ducha miserable por la que corría un agua a veces gélida y a veces ardiente, auténtica ruleta rusa de la higiene, que ocupaba un lugar importante en nuestra mitología.

Organizábamos nuestros placeres: me las apañaba para padecer una crisis de potomanía justo antes de acostarme. Me tumbaba cerca de Juliette, que sacudía mi vientre hinchado por el agua: emanaba de él un gluglú niagariano que nos hacía llorar de risa.

De día, andábamos hasta un rancho casi fantasma en el que un tipo huraño nos dejaba montar sus caballos.

Su esposa nos enseñó los rudimentos: cómo montar y guiar. Gracias a lo cual pudimos aventurarnos por el bosque. Y en la estación cálida nos fue concedido el placer más formidable de cuantos existen: nadar con los caballos. Los montábamos a pelo y nos metíamos en el lago sin abandonar su lomo. El momento grandioso se producía cuando perdían pie y empezaban a nadar de verdad, agitando sus patas, con la cabeza hacia el cielo. Entonces era necesario agarrarse con todas las fuerzas a su cuello para no dejar de ser una amazona.

En invierno caían metros de nieve. Nuestras monturas nos llevaban hasta lo más profundo de la blancura. De vez en cuando, Juliette y yo nos mirábamos, asustadas por tanta felicidad.

Sí, había motivos para tener miedo. Miedo de qué, no tenía ni idea. Pero tanta embriaguez tenía que esconder algo. Vivía en ese confuso temor que hacía que me sintiera más exaltada todavía.

El terror aumentaba mi hambre. La vivía a marchas forzadas. Abrazaba el mundo hasta ahogarlo. La nieve también, deseaba comérmela. Inventé el sorbete nival: exprimía unos limones, añadía azúcar y ginebra, me metía en el bosque con este elixir, elegía una hermosa y gruesa nieve, virgen y en polvo, derramaba encima la poción, sacaba mi cuchara y comía hasta emborracharme. Regresaba a casa con varios gramos de alcohol en la sangre, el corazón quemado por el exceso de nieve.