Lo esencial no era ir al Liceo sino a la escuela de ballet, que frecuentaba asiduamente.

Allí, por lo menos, las cosas eran difíciles. Tenías que enseñarle a tu cuerpo a convertirse en un arco que podías tender hasta romperlo: sólo te darían las flechas cuando lo merecieras.

La primera etapa era el grand écart. La profesora americana, una vieja y esquelética bailarina que fumaba como un carretero, se desesperaba con aquellas que todavía no conseguían hacerlo:

—A los ocho años, no conseguir el grand écart no tiene excusa. A vuestra edad, las articulaciones son de chicle.

Así pues, me apresuré a desencajar mi chicle interior para obtener el esperado écart. Forzando un poco la naturaleza, lo conseguí sin demasiado esfuerzo. Extrañeza al ver mis propias piernas abiertas como un compás a mi alrededor.

En la escuela de ballet, todas las alumnas eran americanas. Por más que las frecuenté durante años, nunca hice amigas. El ambiente de la danza me pareció terriblemente individualista: el triunfo del cada uno a lo suyo. Cuando una de las pequeñas se quedaba clavada en un salto y se lesionaba, las otras sonreían: una competidora menos. Aquellas chiquillas hablaban poco entre ellas y, cuando lo hacían, sólo trataban de una cuestión: las pruebas de selección para Nutcracker.

Cada año, por Navidad, niños de alrededor de diez años representaban el ballet Cascanueces en la más amplia sala neoyorquina. En una ciudad en la que la danza tenía tanta importancia como en Moscú, era todo un acontecimiento.

Los seleccionadores visitaban las escuelas en busca de los mejores elementos. La profesora elegía a sus mejores alumnas y anunciaba a las demás que no se hicieran ilusiones. Muy ágil pero torpe y mal hecha, yo formaba parte de la segunda categoría.

La embriaguez llegaba después de la clase de ballet. Regresaba a casa y corría hasta el piso cuarenta de nuestro edificio, ocupado por una piscina con techo de cristal. Nadaba mirando el sol poniéndose sobre las cimas de las más hermosas torres góticas. Los colores de los cielos neoyorquinos eran inverosímiles. Había demasiado esplendor que digerir: sin embargo, mis ojos conseguían devorarlo todo.

De regreso a casa, recibía como consigna vestirme de punta en blanco. Despachaba mis deberes en ocho segundos, y me reunía en el salón con mi padre, que me servía un whisky para brindar con él.

Me contaba que no le gustaba su trabajo:

—La ONU no es para mí. Hablar, siempre hablar. Yo soy un hombre de acción.

Yo asentía con la cabeza, comprensiva.

—¿Y a ti, qué tal te ha ido el día?

—Como siempre.

—¿Primera en el Liceo y del montón en ballet?

—Sí. Pero seré bailarina.

—Por supuesto.

No lo creía en absoluto. Le oía contar a sus amigos que yo sería diplomática. «Se parece a mí».

Luego, nos íbamos a Broadway a celebrar la noche. Me encantaba salir. Sólo fui juerguista a esa edad.