Aquél fue mi primer comienzo de curso serio. El Liceo Francés de Nueva York no era lo mismo que la Pequeña Escuela Francesa de Pekín. Era un establecimiento esnob, reaccionario, displicente. Altivos profesores nos explicaban que debíamos comportarnos como una élite.
Semejantes sandeces me dejaban indiferente. La clase rebosaba de niños a los que miraba con curiosidad. Había una mayoría de franceses pero también americanos, ya que, para los neoyorquinos, matricular a su progenitura en el Liceo Francés era el colmo de la sofisticación.
No había belgas. He observado este mismo fenómeno en el mundo entero: siempre era la única belga de la clase, lo que me valió ser el blanco de torrentes de burlas de las que yo misma era la primera en reírme.
En aquel tiempo mi cerebro funcionaba demasiado bien. Era tan consciente de mi exactitud, que me bastaba menos de un segundo para multiplicar números irracionales, cuyos decimales contaba con aburrimiento. La gramática me salía por los poros, la ignorancia para mí era como hablar en chino, el atlas era mi carnet de identidad, las lenguas me habían elegido como torre de Babel.
Hubiera resultado odiosa si al mismo tiempo no me hubiera importado un bledo.
Los profesores se extasiaban y me preguntaban:
—¿Seguro que es usted belga?
Se lo garantizaba. Sí, mi madre también era belga. Sí, mis antepasados también lo eran.
Perplejidad de los profesores franceses.
Los niños me observaban con suspicacia, con cara de decir: «Aquí hay gato encerrado».
Las niñas me echaban miradas cariñosas. El monstruoso elitismo del Liceo influía sobre ellas y me declaraban sin tapujos: «Eres la mejor. ¿Quieres ser mi amiga?». Era para desanimarse. Semejantes modales hubieran resultado inconcebibles en Pekín, donde los únicos méritos estaban relacionados con la guerra. Pero no podía negarme: los corazones de las niñas no se rechazan.
A veces, una súbdita de Costa de Marfil, un yugoslavo o un yemenita pasaban por allí. Me impresionaban esas nacionalidades tan accidentales como la mía. A los americanos y a los franceses siempre les parecía increíble que uno no fuera americano o francés.
Llegada dos semanas después del comienzo de curso, una pequeña francesa me quiso mucho. Se llamaba Marie.
Un día, en un arrebato de pasión, le confié la terrible verdad:
—¿Sabes? Soy belga.
Marie me dio entonces una hermosa prueba de amor; con una voz contenida, declaró:
—No se lo contaré a nadie.