Mis padres perdieron la razón. Tras tres años de encarcelamiento maoísta, las exuberancias capitalistas les afectaron peligrosamente. La fiebre que se apoderó de ellos no les abandonó ni un instante.
—Hay que salir cada noche —dijo mi padre.
Hubo que verlo todo, escucharlo todo, probarlo todo, beberlo todo, comerlo todo. Juliette y yo siempre formábamos parte de la expedición. Después de los conciertos o de los musicales, nos reuníamos en el restaurante, sentados ante unos bistecs más grandes que nosotras, y en el cabaret, escuchando cantantes y bebiendo bourbon. Nuestros padres consideraron que había que vestirnos para semejantes circunstancias y nos compraron pieles sintéticas.
Juliette y yo no dábamos crédito a tanto fasto. Nos emborrachábamos envolviéndonos en las estolas, morreábamos el cristal que nos separaba de los arenques vivos.
Una noche, el espectáculo fue un ballet: descubrí que el cuerpo podía servir para volar. Mi hermana y yo, a una sola voz, decretamos nuestra vocación de estrellas: nos matricularon en una famosa escuela de baile.
Ya de madrugada, un taxi amarillo devolvía al redil a cuatro belgas ebrios que miraban el cielo.
—Esto es vida —decía mi madre.
Inge se negaba a acompañarnos. «Sólo me gusta el cine y estoy a régimen», decía. Tenía su vida nocturna y en su habitación un póster de Robert Redford que miraba con expresión lánguida.
—¿Qué tiene él que no tenga yo? —le pregunté, con las manos en las caderas.
Sonrió y me dio un beso. Me quería mucho.